Frida violeta


Por Carlos Calvo

  Cuando espectadores sin costra -y con la curiosidad alerta- acudimos al teatro romano de Zaragoza a ver la pieza ‘Frida Kahlo: viva la vida’ protagonizada por Violeta del Campo, según el homónimo teatral del mexicano Humberto Robles, nos trasladamos a los postulados del más latente surrealismo, aquella deriva generacional hacia lo irracional, aquel romper todas las amarras.

   El surrealismo marcó el acento sobre la sexualidad con sus mujeres ‘violonchelos’ y sus camas redondas. Invocaron al marqués de Sade y proclamaron que la familia y el padre eran los culpables de la neurosis. Sus artistas erotómanos desnudaron el siglo con los sucesos absurdos, disparatados, sin sentido.

  Decía Chesterton que la mejor manera de subir a un tren es perdiendo el anterior. En ocasiones, al contrario que el célebre cartero, los trenes no pasan dos veces, y menos aún el tren de la vida y de la modernidad. Algo de esto hay en la vida de Frida Kahlo (1907-1954) y en el consiguiente texto de Humberto Robles, dramaturgo que se consagra con este monólogo escrito en 1998 acerca del dolor, la pasión y el humor, donde surge el recuerdo del accidente -el físico, pero también el espiritual- que la deja maltrecha hasta el fin de sus días, expone su opinión sobre los cercanos artistas de su tiempo y evoca países como Francia, Estados Unidos o el que le ve nacer, lugar que le va modelando y definiendo.

  En esta obra, con la que la fundación Vicente Ferrer en Aragón comienza sus actividades en este 2017, la joven actriz zaragozana, desde la austera dirección de Borja Rodríguez, evoca a la pintora universal en un potente monólogo dramático, y protagoniza la función con una ironía mate e imperturbable disciplina, en un juego de máscaras para salir desnuda, despojada, y dejarse mimetizar. Violeta del Campo ofrece todo un repertorio fresco, radiante de melancolía y de exquisito gusto, en su verbo azteca, acaso con los mismos desvaríos que destilaron la personalidad y la mórbida experiencia de la famosa artista, en pliegues invisibles de notas y recuerdos que crecen con una puesta en escena sobria, conceptual, premeditadamente sombría y hasta gélida, pese a su aparente estruendo verbal. Y limitada en la virtud actoral de Violeta del Campo.

  La actriz bordea el límite de la expresión teatral y demuestra su capacidad para los más diversos registros, en el tránsito de la radicalidad salvaje a la vulnerabilidad de la fragilidad en el amor. Y articula con rotundidad el monólogo, implícita y explícitamente, para desenvolverse en una arquitectura vertical que la trasciende en ese personaje descarriado por la ferocidad del tiempo. Su monólogo es palabra modulada y con ella da personalidad teatral a Frida Kahlo. Y la reviste de valentía y de sensibilidad, también de inseguridad, en los pasajes más incisivos, más determinantes, más tormentosos, y así dar relieve a esa indiferencia -sexual o personal- de un hombre determinado, o de cualquier hombre, a los sentimientos femeninos. A Violeta del Campo nunca se le tuerce el gesto en su aventura evocativa.

  La protagonista, con sus pellizcos de viveza revolucionaria, rebelde, piensa que las utopías son solo verdades prematuras y se debate entre la necesidad individual de reafirmar la pertenencia a su amado y la de oxigenarse fuera de su estrecho cauce. Y no calla. Y explota. Su relato retrospectivo de sus amores y disputas resulta sugestivo por la sutileza con la que aborda lo relativo a la herencia artística, la culpa y el agravio comparativo. La función, en efecto, es la aventura del descubrimiento de la propia Frida Kahlo, de toda una vida bajo la sombra (emocional y artística) de su compañero de fatigas Diego Rivera. Y Violeta del Campo saca todo el provecho posible con su sola voz, al contrario que hiciera el cine hollywoodiense en 2002 con la biografía basada en el libro de Hayden Herrera, una fallida película sobre la controvertida pintora mexicana realizada por la directora Julie Taymor e interpretada por Salma Hayek, con un desarrollo que naufragaba entre la diversidad de temas y personajes secundarios.

  En realidad, uno no sabe si Frida Kahlo era una charlatana o una verdadera artista. O si sus consignas, como la de los surrealistas, eran transformar el mundo y transformar la vida. Con ella, desde luego, no se transformó el mundo, si acaso algo del arte y del amor gracias, por encima de todo, a esa constelación de talentos -artísticos y de los otros- con la que se rodeaba. Ese desenfreno surrealista, o esa promiscuidad, o esa rareza, se apoyaba en sus dos impulsores, Aragon y Breton, ambos admiradores de Freud. La Kahlo de Violeta, sin embargo, parece sentirse arrastrada por poderosas fuerzas en algunos momentos de su vida. Cree que los humanos están condenados a ser libres, a decidir sobre un futuro que, ay, es una mera posibilidad con excepción de la muerte. El tiempo, no lo olvidemos, es breve e irreparable, se va para no volver, pero mientras el río corra, los montes hagan sombra, en el cielo haya estrellas y zumben las abejas, con silencio o sin él, Frida Kahlo parece estar agradecida a la vida.

  ¿Somos marionetas en manos del destino? ¿O el azar existe y lo cambia todo por el mero hecho de encontrarte con una persona o ante una situación imprevista? ¿Fue positivo el encuentro de Kahlo con Rivera? ¿Cómo se hubiera desarrollado la última etapa del cine de Buñuel sin la presencia de su guionista Carrière? ¿Está todo en nuestras manos? Lo que sí sabemos es que el surrealismo convirtió al París de entreguerras en una bacanal y se salvó del exterminio de las vanguardias. La Kahlo de Violeta mira hacia atrás para reflexionar y se da cuenta, maldita sea, de que su existencia hubiera sido distinta si en una encrucijada determinada hubiera tomado un camino distinto. Con Trotsky, por ejemplo. O con un Rockefeller cualquiera.

  Para ella, empero, los acontecimientos no se ajustan a unas pautas previsibles. En el fondo, jamás hemos sido los dueños de nuestro porvenir. Estamos a merced del azar. Lo imprevisto rige nuestras vidas. Cuando todo es igual, aparentemente perfecto, el arte es una franquicia, una repetición rutinaria, un estándar de consumo y, seguramente, no tendría más sabor que el inyectado por la publicidad. Debemos encontrar el acomodo de la creación para compartir sensaciones, emociones y experiencias. Así ocurre en esta versión teatral de ‘Frida Kahlo: viva la vida’, que es todo lo contrario a la cultura rápida, a los productos de mercado para las rebajas generales.

  Los responsables que han hecho posible esta adaptación, benditos sean, no confunden valor y precio. Y apuestan por la calidad, el interés verdadero, su discurso, la forma y la manera en su acabado. Una pieza que involucra, compromete y busca puentes entre la creación y sus receptores para lograr la eficacia social y cultural de toda acción. El hecho teatral bien entendido y mejor interpretado. La cultura sólida, lejos del consumo turístico, del arte líquido al que se refería Bauman. De la franquicia, decía.

  ¿Por qué ir a ver esta adaptación de ‘Frida Kahlo: viva la vida’? ¿Por qué adentrarse en las matizadas maneras de una actriz llamada Violeta del Campo? ¿Por qué ir al teatro? Volvamos a cantar alrededor del fuego de campamento. Suena el crepitar de las ramas de roble ardiendo e iluminando la caverna donde desollar un búfalo es un acto ceremonial. Canta, cuenta, baila, de viva voz, de cuerpo vivo. Tú y yo. O sea, nosotros. Y un aviso a los de las instituciones, políticos o lacayos: no jodáis con la cultura.

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