Eduardo Laborda: “El rancho con caracoles de Dionisio es inimitable, como el cine de Buñuel”

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Por Carlos Calvo

      Con Eduardo Laborda hay un hilo que cose nuestras vidas y que nos da sentido. Con el tiempo, esa ilusión que no existe, he cambiado de opiniones, de barman, de poeta, de afectos, de ídolos.

Pero siempre quise escribir, y atender el pequeño negocio familiar, tal como Eduardo quiso siempre pintar. Los círculos, cuando se cierran, irradian una belleza difícil de explicar. No hace falta decir que a Eduardo, el pintor de las estatuas, lo quiero mucho. Es de la familia, como un hermano. El hermano mayor. Ambos vivimos hoy como siempre habíamos planeado. En muchas conversaciones imaginamos que nuestras vidas serían exactamente así. Nos unen pasiones, filias y fobias. Y el cine, siempre, como referente, punto de luz y energía, de encuentros y desencuentros.

Este pequeño gran hombre, que se ha atrevido con todo en su carrera artística (pintor, dibujante, grabador, comisario de exposiciones, cineasta, editor, escritor, coleccionista, agitador cultural y social), una vez tuvo miedo de no volver a pintar por culpa del ‘casco histérico’. Eduardo Laborda, cruce de hombre en estado puro y martillo de  herejes, acaso invoque aquellos años aciagos como una pesadilla de la cual tuvo a bien despertarse. Hoy sonríe, bromea, y se refiere a la génesis de su turbación tocando con las dos manos la silla en la que está sentado. Eduardo, de compromiso exigente, que aspira a retener en su trabajo todo un tiempo y que puede desacralizar a los animales sagrados para dejarlos en el esqueleto sustantivo, está contento, su alegría es desbordante y nos pedimos, en la mejor tradición buñuelesca, una botella de buen vino –tinto, siempre tinto- y dos vasos durante este encuentro colmado de anécdotas que relata con una suave voz baturra teñida de la musicalidad de su sonrisa. Pese a que aparenta un gesto duro, surge el hombre amable que cultiva, con ánimo infatigable, la amistad y la conversación.

Decía Cabrera Infante -¿o no fue él?- que las entrevistas a las celebridades son el género ínfimo del periodismo. Aunque uno no quiere caer en tal aseveración –si, de todos modos, fuera cierta-, Eduardo, hoy, es un pintor de reconocida valía, un indiscutible del panorama pictórico zaragozano, mientras yo preparo esta entrevista, ese género nacido al calor de los periódicos, sobre la luz que nos trajo hasta aquí. Quedamos, para tal fin, en la antigua taberna de un amigo común, todo constancia, dedicación y abnegación al trabajo. Toda una vida atendiendo a los viejos amigos clientes, gentes de todo linaje, estudiantes y borrachos, damas enamoradas y viejas glorias, sabiendo capear los momentos difíciles del día a día. Para mí, ninguna hora ha sido tan perfecta como la de terminar de trabajar y acudir a tomar alguna copa con los amigos. Recuerdo del ídolo que fuimos cuando éramos solteros y nada nos ataba a ninguna parte. La estética de la civilización son dos hombres de pie y cara a cara en una barra de bar, con una copa en la mano y la otra en el bolsillo del pantalón. Y humo en el ambiente, mucho antes de la ley del tabaco.

En esa hora todos esperamos todo de la vida que pueda quedarnos. Atrás queda el trajín diario y en el horizonte solo está esta noche con sus horas oscuras y sensuales. Fluye la conversación y aflora el genio de la euforia del primer trago. Cada frase te queda exacta, sin ira pero exacta. Estás rápido en la conversación, letal y brillante. Y uno, con su boli y sus hojas, pues le está haciendo, en principio, una entrevista al amigo que expone una restrospectiva en la Lonja zaragozana, y que dedica a su madre Victorina, su gran valedora. Tomamos el segundo trago con un gesto cómplice. El mundo está bien hecho y la vida está de tu parte. Es el momento más memorable. Luego, sin embargo, todo decaerá, y entre copa y copa, entre sorbo y sorbo, te irás extinguiendo de embriaguez y de cansancio. Mis apuntes, sin ir más lejos, parecen jeroglificos. Habrá que quedar otro día. Hoy no es ayer y ya no tenemos veinticinco años.

Aprovechamos el siguiente fin de semana para apuntillar la entrevista, darle la forma precisa, ajustar su recorrido. Estamos en la cantina de Trévago, ese pueblecito soriano de donde es originaria su compañera de fatigas, la también pintora Iris Lázaro, y en ese lugar, entre bosques de robles, de quejigos, pinares y encinares, nos encontramos como en casa, no en vano pasamos muchos días del año en esos parajes del Moncayo. A pocos kilómetros, en Hinojosa, nos espera nuestro entrañable Dionisio Sánchez, que nos ha preparado un rancho con caracoles como solo Baco lo sabe, y nos acompañan la pequeña Carla, Guadalupe, Iris, Angélica, Jesús y Óscar, el sobrinísimo del anfitrión.

Y de postre, fresquito, fresquito, un melón. Unas rodajas por aquí, otras rodajas por allá y otras por acullá. “¡Uhmm, está realmente… asqueroso!”, dice mi hija, relamiéndose, con esa sorna que lleva incrustada en los genes. Ya saben, el que come escapa. O eso dicen, porque el que esto escribe aprovecha cualquier resquicio del almuerzo para seguir con la entrevista, don erre que erre. Rancho y caracoles, en efecto. Y preguntas y respuestas.

Una pregunta puede cuestionar un tratado, lo mismo que una mosca puede arruinar un solo de violín. O una mirada puede derretir todo el hielo del objetivo de una cámara. Las preguntas suelen estar mejor valoradas que las respuestas, parece que en las preguntas hay una apertura, una capacidad de descubrimiento que la respuesta cerraría. Sin embargo, también las preguntas cierran y si nos las eligen, nos eligen el campo de batalla.

La entrevista, en realidad, es uno de los géneros periodísticos más modernos. Apenas a finales del XIX tenemos las primeras entrevistas notables que, siendo a menudo documentos excepcionales, pueden parecer bastante menos refinadas que las actuales. En cualquier caso, hay una pregunta fundamental y es qué va a pasar al final, después de tanto sufrimiento y tantas esperanzas. La respuesta es simple y la misma de siempre: nada.

O todo, porque Eduardo Laborda, desde su laboratorio de metales, quiere ser el pintor incontaminado que es, como si portara el secreto del monolito de Kubrick en versión pictórica, y eso lo convierte en un centinela áspero e insomne del oficio, en el que solo reconoce a un puñado de nombres mientras lamina al resto.

 

-¿Está alentada tu pasión de coleccionista (fotos, postales, revistas, objetos…) por el deseo de rescatar imágenes de tu infancia?

-El origen del coleccionismo, que es fundamentalmente masculino, más que femenino, lo tiene la infancia. Todo ese tipo de iconografía infantil, de juguetes antiguos, sellos, cromos, chapas, son tus tesorillos de la infancia, sobre todo cuando vienes de una familia humilde. [Evocador] Tu personalidad se fija en los primeros años de vida. Si has sido fetichista y coleccionista, en la edad madura haces lo mismo. Los que reniegan de la infancia suelen tener traumas insuperables. La infancia es algo maravilloso y la prolongas con el coleccionismo.

-¿Y qué diferencia existe entre coleccionismo y fetichismo?

-[No duda a la hora de responder] Yo, en realidad, no me considero coleccionista. Soy fetichista. El fetichismo es una perversión, una especie de enamoramiento, un mecanismo de la pasión. El coleccionismo, por su parte, sería una especie de tara provocada por la insatisfacción. Kubrick decía que el ser humano suele buscar sentido a la vida en las cosas más absurdas e intrascendentes. Además, los fetichistas somos las bestias negras del coleccionista, porque les arrebatamos las mejores piezas. Es, de todos modos, una perversión inofensiva, no hace daño a nadie. A Berlanga le acusaban de misógino y Umbral lo defencía diciendo que la gente no entendía nada, en alusión a su fetichista película ‘Tamaño natural’. Y junto al Buñuel de ‘Ensayo de un crimen’ y el Fellini de ‘Casanova’ definen, desde mi parecer, las tres películas por antonomasia del fetichismo cinematográfico.

-¿Qué recuerdos tienes de la zaragozana escuela de artes y oficios?

-Lo mejor fue conocer a Iris, mi compañera. [Se le ilumina la mirada] Yo era un adolescente y lo que quería era ligar. De hecho, se decía que en la escuela de artes y oficios se iba a ligar. Cada nuevo curso venían chicas nuevas y, claro, observaba esa evolución. Me fijo en ella y luego vino el proceso de seducción, que me llevaría dos o tres meses, supongo. Era tímida, misteriosa, y eso me gustaba. Manuel Navarro, el profesor, le descubrió las cualidades a los cuatro días y le dijo: “Tú llegarás a ser pintora”. Si ves a alguien que está en la misma onda, no deja de ser otra cualidad que te atrae.

-Has llevado una vida profesional casi pararela a tu compañera Iris. ¿Qué ha significado y significa en tu vida?

-Siempre influye la conviviencia. [Asiente] Nos hemos ayudado los dos en opiniones, en incertidumbres. En  momentos de duda, Iris es un personaje fundamental. No es tan apasionada como yo, y eso es bueno, porque te vuelve más equilibrado, más razonable. Ella es más fría, más templada, y eso me hace reflexionar. Me calma y me hace reconsiderar las cosas. [Convencido]  Si hubiera estado con una persona más apasionada igual nos hubíésemos caído por el precipicio.

-Muchas de tus seguidoras consideran que tu pintura es femenina. ¿Qué opinas?

-[Abriendo los ojos y la boca] ¿Qué tengo muchas seguidoras? ¿Quiénes son? [Ríe socarrón] En el momento que empiezo a meter esculturas clásicas la mayor parte son femeninas. Si analizas, el noventa por ciento de la represetación humana de mis cuadros son mujeres. Y también los desnudos. El hombre prácticamente está ausente. Esto puede estar relacionado con el enganche que muchos tenemos con la madre.

-¿Te consideras un pintor literario?

-Sí, totalmente literario. [Rotundo] Mis cuadros tienen historia y muchos suelen contarla. La mitología es mi argumento, del que saco el guion.

-¿Y la mitología no es una cosa más estética que literaria?

-No, no. El mito [se pone serio] surge porque la propia civilización se retrata a través de los dioses con pasiones y virtudes del ser humano. Hoy en día, un mito, como podría ser Afrodita, lo representaría una actriz de estas actuales y deseadas. Las historias de los dioses son relatos de traición, de pasión, de venganza. Es la histoiria de la humanidad.

¿Qué diferencias encuentras, si las hay, entre oficio y arte?

-Artista sin oficio, no. [Alza la voz] No se puede escribir una buena obra literaria sin saber escribir. Eso está clarísimo. Otra cosa son los matices. Los dibujos de los niños, por ejemplo, tienen mucha fuerza plástica. Es el instinto, algo fundamental en el arte. Pero tiene que ir con oficio. Solo a los niños se les puede perdonar esa carencia. En el cine, por ejemplo, el oficio no lo pone el director, lo ponen los técnicos, los artistas, el colectivo. Aunque el director tenga sus carencias, el oficio lo ponen los otros. Hay que diferenciar lo que es el trabajo colectivo y el trabajo individual. El arte es un concepto abstracto. Para mí, arte es lo que emociona. Si no hay emoción no hay arte. Pero como todos somos distintos, habrá gente que una cruz le emocione o le provoque rechazo. Es un terreno muy complicado.

Mi padre me dijo un día: “Hijo, cuántas hostias te va a dar la vida”. ¿Cómo te han ido las hostias de la vida?

A mí la vida me ha tratado muy bien, hasta el presente. Recoges lo que siembras. Dice un refrán popular: “Camarón que se duerme… se lo lleva la corriente”.

-Pero hay factores externos…

-Sí, los huracanes.

-¿Cuándo eres un huracán?

-[Burlón] Cuando algo me apasiona puedo llegar a ser un huracán categoría uno.

Pero siempre puede venir algo ajeno a ti y te joda vivo…

-Sí, pero para eso está la religión. [Risas] Y entonces ya te quedas más tranquilo y encuentras todas las respuestas a los males. [Más risas]

-¿Eres de dios o del demonio?

-No existe el uno sin el otro. Yo, en realidad, soy de las musas, de las bellas damas sin piedad. Ellas son más listas y con más capacidad de maldad… y de bondad. Además de tiernas. [Y se pone tierno]

-Como buen aragonés, ¿te encomiendas a algún santo?

-No tengo nada desarrollado el asunto religioso. Así que me enconmendaré a unas buenas costillas de ternasco. Y a los caracoles del ‘Rancho Sánchez’.

-¿Por qué se te censuró durante una década en la prensa local?

-[Respira hondo antes de contestar] No me censuraron, me ocultaron, me ignoraron en las páginas de arte. Nosotros cuestionamos la honestidad de algunos teóricos. La imagen de un crítico de la década de 1970 era como un dios, un divo que sentenciaba quién era bueno y quién no. Que unos críos como nosotros cuestionáramos a unos profesores de historia del arte era un acto de prepotencia por nuestra parte. Y si encima los ponías en ridículo como sucedió en nuestro caso, que los dejamos en evidencia, pues ya condenados. ¿Qué ha pasado? Que han desaparecido, que han dejado de escribir, y nosotros estamos otra vez ahí. [Se solaza]

-¿Es bueno que los artistas estén subvencionados?

-[Solemne] La subvención es necesaria en la gente joven, porque al que está empezando hay que ayudarle. Una vez que ha transcurrido unos años y demuestra que, sin esa ayuda, no sabe funcionar solo, pues a otra cosa, mariposa, que hay muchos jóvenes que empiezan y tienen el mismo derecho. [Hace una mueca] Lo que no se puede subvencionar es a gachós de cincuenta o sesenta años toda la vida. Hay casos, sin embargo, que merecen otra atención, como uno que me impresionó mucho, el poeta Gabriel Celaya, un anciano que los últimos años los pasó en la miseria. [Consternado] Al final, se consiguió que le dieran una paga. Eso me parece bien, ayudar a alguien que ha demostrado su valía y en los últimos momentos no tiene recursos. Porque es un patrimonio nacional y eso sí que hay que protegerlo.

-¿Se ha hecho mucha porquería al abrigo de las subvenciones?

-Las subvenciones son para los cazaprimas. Romper esa dinámica es bueno.

-¿Qué significó para ti la revista de artes plásticas ‘Pasarela’, de la que fuiste editor y director?

-[Entregado] ‘Pasarela’ surge de la casualidad y de mi carácter guerrero. Iris y yo, después de muchísimos años, exponemos en Zaragoza. Te estoy hablando de 1992. Hubo un vacío por parte de los críticos locales. [Se remueve como una serpentina] Ante esta ocultación decido hacer mi propio medio. Y así nace esa revista de arte. Además, me interesaba recuperar gente de otra época, los otros olvidados. Sin más.

-¿La creatividad se aprende?

-Vamos a ver, que aquí hay mucho lío. [Se pone serio] Una cosa es la creatividad y otra la originalidad. Yo no creo en la originalidad pero sí en la creatividad. La creatividad es la habilidad de mezclar cosas que no son originales para que parezcan originales. Es decir, si tú a un perro le pones la cabeza de una mosca es creativo pero no original. Quiero decir, tú no puedes hacer una imagen que no hayas visto, consciente o inconscientemente. El cerebro no tiene esa capacidad. Pero sí tiene la capacidad de mezclar, de hacer cócteles.

-¿La pintura interesa menos a los jóvenes que otras artes?

-[Reflexiona] Nuestra generación era fetichista, pero los jóvenes de hoy son exhibicionistas. Nuestra mentalidad era poseer cosas que nos habían seducido y compartirlas con gente de la misma tendencia. Ahora son como tribus fomentadas desde el poder. Las nuevas tecnologías son armas de desactivación social y te encauzan hacia el consumismo puro y duro. La cultura requiere sensibilidad, exclusividad. La sociedad se intoxica por la publicidad. Luego están los individuos, que cada uno es el que es. De todas maneras, esto es muy enrevesado y no se puede explicar tan fácil.

-¿A qué edad consideras que llegó tu madurez artística?

-[Sarcástico] Como decía Woody Allen, y volvemos al cine, la madurez es el paso previo a la putrefacción. No somos maduros hasta que estamos a punto de palmarla.

-¿Tienes cuadros que no has expuesto porque te parecían malos? ¿Es duro pasarse seis meses en una obra y, al acabar, pensar que es una castaña? ¿O todo lo que has pintado lo has ‘colocado’?

-[Largo silencio] El concepto de malo nunca lo tienes, porque tenemos un mecanismo de autoengaño y, de lo contrario, eso sería muy frustrante. Lo que haces es pensar que no has estado en tu mejor momento y ya está. No lo rechazas como malo, aunque luego puedes tapar el cuadro, reutilizarlo, aunque esto tampoco es bueno porque con el tiempo estos cuadros los puedes ver de otra forma. El arte es un terreno tan subjetivo que, a veces, es complicado establecer parámetros.

-¿Por qué te gusta tanto el lienzo de Agustín Salinas ‘El barranco de la muerte’?

-Esencialmente es un cuadro romántico: la muerte, la pasión, el mundo medieval. No es un cuadro de historia. Siempre he pensado que la mayoría de este tipo de pintores están mal catalogados, porque no hacían cuadros históricos. Lo que hacían eran utilizar el contexto de una época para ensalzar la tragedia, la soledad, la derrota…  El vencedor ve cadáveres por todas partes, la humareda, la destrucción que ha provocado, y parece preguntarse: “¿Y ahora, qué?”. Mucha culpa de esto la tienen los historiadores, que son unos reduccionistas. Muchos cuadros de esta vertiente eran encargos, trabajos impuestos para justificar la concesión de una beca –la de Roma-, y los pintores le daban la vuelta. Como hizo Berlanga con ‘Bienvenido, míster Marshall’, que el crítico del ‘Heraldo’ hizo la reseña del estreno y la calificó como una folclorada más. Cuando, semanas después, el filme obtiene varios premios importantes, el director del rotativo despide al columnista por incompetente.

-¿Piensas en la muerte? ¿Crees en la reencarnación?

Nos agarramos a la vida hasta el último aliento. Como, sin duda, solo se vive una vez, como el título de aquella película antigua de Fritz Lang, y eso del cielo no está muy claro, el misterio de la muerte es un tema muy valioso para el mundo artístico. La reencarnación me parece una solemne tontería. Creo, en todo caso, en otra dimensión, una idea que expresaba maravillosamente Kubrick,

-¿Dónde está tu jardín de las delicias?

-[Se le ilumina la cara. Algo perverso se le ha ocurrido] Cerca del monte de Venus. [Muchas risas y me dice que no lo ponga]

-¿Qué te parece una falta de buen gusto en la pintura?

-Poner el signo +. O sea, más a más y si es sobre una tapia. [Carcajada seca]

-El escritor Juan José Millás decía que al principio del verano había colocado una tela mosquitera en la ventana de su dormitorio y contra ella se estrellaban cientos o miles de insectos que rebotaban y volvían a intentarlo, perplejos frente a la resistencia invisible que les ofrecía el aire. Pero lo mejor sucedió cuando, un día, un caracol llegó hasta la tela y comenzó a recorrerla desde una esquina dejando impresa en el tejido una baba infinitamente suave, casi como la pincelada de un barniz semitransparente. El animal, lejos de seguir un rumbo previsible, culebreó, tal vez desconcertado, por la superficie del lienzo delineando involuntariamente un Tàpies. La gente, al verlo, se asombraba porque se trataba, en efecto, de una obra del pintor catalán ejecutada, en apariencia, sobre el vacío. ¿Existe la gratuidad del arte?

-Claro que sí. [Sorprendido] Y el Millás ese lo expresa muy bien. Es muy listo.

-¿Y qué te parece una falta de buen gusto en general?

-Pues el pantalón ese escurrido que se ha puesto de moda. ¿Sabes cuál te digo, no? [Asiento con la cabeza] El pantalón ‘cagonero’ con el que van enseñando los gayumbos los chavales. Parezco Paco Martínez Soria, pero es la realidad. Estás comiendo mientras le ves la raja del culo a un tío. ¿Pero esto qué es?

-Perteneciste a la bohemia artística de los zaragozanos años setenta del siglo XX que frecuentaba el Bonanza. ¿Qué recuerdos tienes?

-Convertí esas experiencias en un mediometraje titulado precisamente ‘Bonanza’, que realicé en 1985. También hizo un libro Manuel Lampre y años después José Manuel Fandos y Javier Estella hicieron un documental del local y su propietario, Manuel García Maya. En esos años de dudas y breves etapas pictóricas, quemadas en la búsqueda de un estilo propio, los jóvenes artistas desarrollábamos una intensa vida social, frecuentando lugares próximos a nuestros estudios. Por ahí aparecieron, además de mi compañera Iris, gente como Antonio Cásedas, Mariano Viejo, Alonso Fombuena, Gregorio Millas, César Sánchez, Ruiz Monserrat, María José Peyrolón, Joaquín Ferrer, Jesús Buisán, Ramos Rebullida, Néstor Ayats, Antonio Fortanet, Carlos Castillo, Gimeno Mairal…

-¿Qué importancia tuvo en tu pintura la época de la zona de Santa Cruz, donde tenías el estudio?

-Toda. Supuso el participar en la vida bohemia, el empezar a crear cosas, mis inicios profesionales. La bohemia te hacía sentir artista y te sentías importante. Si yo hubiera pintado en mi casa, en una habitación, seguramente no sería lo mismo que el haberlo hecho en una buhardilla, con otros pintores al lado, con tu espacio lleno de objetos. Uno de los rituales de esa bohemia era acudir como un espía para ver lo que hacían los demás. Era bonito.

-¿Por qué te atrae tanto el pasado clásico como las historias del futuro?

-[Fabulador] El clasicismo viene por los ‘peplums’ que veía de pequeño en el cine Salamanca, con esas esculturas, esas columnas, los tipos con el brillo de sus corazas. Todo eso me deslumbraba, sobre todo al compararlo con las escombreras y ambientes pobres de mi entorno. Las naves espaciales, por su parte, siempre me llamaron la atención, era algo impresionante. Por eso te decía antes que la originalidad consiste en mezclar cosas, muchas veces muy opuestas, que provocan un choque intelectual.

-¿Existe un mercado artístico en Zaragoza?

-No. En Zaragoza apenas existe público comprador porque no hay una burguesía culta. Es una minoría la que compra. Y eso que Zaragoza es el centro de los centros, al estar próxima a Barcelona, Madrid, Valencia o Bilbao.

-¿Qué piensas de los premios y concursos?

-Sirvieron para sacar un ingreso extra y darse a conocer, aunque el ser conocido en una ciudad pequeña hace que no se te valore, porque la confianza genera desprecio.

-¿Quién valora el arte?

-El arte lo valora siempre una minoría, aunque lo vean miles de personas. En todo esto [se encoge de hombros] hay mucha manipulación y confusión, pero la gente tiene sus defensas ante lo que no es arte.

-¿No opinamos demasiado de todo todos y eso da un poco de miedo?

-La opinión es como el culo, todos tenemos uno. [Risas] Pero hay opiniones que cuando te cruzas con ellas te hacen girar la cabeza y otras, la inmensa mayoría, no dicen absolutamente nada. Hay, en efecto, una cansina abundancia de opiniones en la vida pública, se ha abaratado mucho ver una. Son pocas las que te hacen girar la cabeza.

-¿Te asusta Goya?

-Como dijo Lovecraft en ‘El extraño’, el monstruo más terrible está en el espejo. [Risas]. El Goya que me interesa es el oscuro, el tétrico, el más negro. Me inquieta y me seduce. ‘El sueño de la razón produce monstruos’ es, sin duda, la obra cumbre del género fantástico en la historia del arte.

-¿Es de poca sensibilidad no tener miedo?

-[Se toma su tiempo] No tener miedo es de inconscientes, de poco inteligente. El valiente es el que es capaz de superar más miedo. El miedo [se contrae] es fundamental para vivir y necesario para expresarse artísticamente.

-¿Te sientes más pintor, cineasta o escritor?

-Me limito a disfrutar de lo que hago. Recuerdo que, cuando era niño, por la mañana era astronauta; por la tarde, vaquero; al acostarme, explorador submarino… Sigo igual, lo importante es pasarlo bien. Disfruto muchísimo con cada cosa que hago. Ahora bien, pintar es lo primero.

-¿Planificas tu vida profesional?

-Decía no sé quién que la vida es lo que te pasa mientras estás haciendo planes.

-En Logroño, en 1977, obtienes la medalla de oro de su primera bienal. Al año siguiente, se te concede otro premio y realizarás hasta cuatro muestras individuales. ¿Qué ha significado esa ciudad en tu trayectoria?

-No olvido que Logroño, como Pontevedra y Alicante, supuso el punto de partida, el despegue. Me aportó el impulso definitivo en los duros inicios de este complicado oficio de pintor.

-Fuiste uno de los luchadores contra el ruido en Zaragoza. ¿Qué ruido te saca de quicio?

-¡Todos! ¡El problema de este país y de la crisis es el puto ruido! La gente no piensa un pimiento porque está todo el día aturullada con el ruido. No hay más que voces por todos los lados. No se reflexiona nada porque no hay tranquilidad, y si no se reflexiona… ¡Y así nos va!

-Tres adjetivos para defintirte…

-Cabezón, luchador, apasionado.

-¿Y algún defecto o manía que reconozcas?

-Uff… [Se lo piensa un rato] No soy disciplinado aunque lo parezca. La imagen que tenéis de mí no es la que yo tengo. No me considero ordenado, soy paranoico, obsesivo, salgo de casa y tengo que mirar varias veces si he apagado la luz. Sobre todo lo de la luz me obsesiona. Y lo de las llaves, también. Vuelvo una y otra vez a la cerradura. Soy avasallador, intento imponerme a base de ser muy pesado. Soy un auténtico pelmazo.

-¿Qué hacías antes que ya no haces?

-Submarinismo. Con la edad te vas volviendo prudente. Sobre todo por los hijos. ¡Y eso que no tengo! [Nos entra la risa floja]

-¿Alguna aventura pendiente?

-Ya he montado en globo. Me queda tirarme en paracaídas y no descarto aprender a nadar, entre dos aguas. [Tenemos que parar. Las risas se tornan carcajadas]

-Venga, va, ya en serio: ¿Cómo te relajas cuando te sientes agotado?

-El paseo es lo que me relaja. De hecho, el cuerpo cuando está estresado te pide andar. Eso está demostrado científicamente.

-¿Por qué no te gusta viajar?

-Lo digo al amparo improbable de Pessoa: el mundo es más hondo que extenso. Con enorme inocencia, tendemos a pensar que lo extraordinario ha de estar lejos y escondido. Y, en realidad, bastaría con no quitarse el batín y mirar sin prisa, adecuadamente, por la ventana de casa. La maravilla aguarda en lo circundante como aguarda en cualquier otro lugar.

-Un amigo amigo es aquel…

-Por ejemplo, tú. Pero como empieces a preguntar cosas raras… [Risas]

-¿Qué fue de tu agria polémica con Iñaki Gabilondo?

-Lo solucionamos con un par de cañas. [Perplejo]

-Te confunden con Pardeza, el de la “quinta del buitre” que jugó en el Zaragoza…

-Cuando el Zaragoza ganó la recopa, homenajearon en Madrid a Pardeza. Yo estaba allí y veía que había gente que me hacía fotos. Hubo diarios en los que aparecía el jugador y, en realidad, era yo. Ese mismo día, salí a cenar con unos amigos y fuimos a un japonés de la capital. Al llegar nos dijeron que no había sitio y nos marchamos. Cuando salimos, un señor dijo que quedaba un mesa libre. Nos sentamos y me preguntaron: “¿Usted es Pardeza?”. Yo dije que no. Y nos echaron. [Creo que se está quedando conmigo. Se lo digo]

-¿No me estarás tomando el pelo?

-[A lo suyo] En la foto tenemos un parecido. En persona, no tanto. Y que conste que yo soy mayor que él. [Decididamente, se está quedando conmigo]

-¿Dudas mucho?

-Si dudo, intento que no se me note. ¡Aunque claro que tengo dudas! Si no, no sería una persona normal.  Huyo de las personas que dicen tener las ideas claras, igual que abomino de los héroes que no lo son por temeridad o por simple descuido. Lo decía Buñuel: “Quien no duda, malo”.

-¿Se han cumplido tus sueños?

-Yo ya hecho un trabajo en la pintura y mi vocación de pintor está bastante colmada, bastante saciada, pero voy a seguir pintando. Aunque no pasaría nada si dejara de hacerlo. María Pilar Burges me dijo un día que dejaba la pintura porque ya no tenía nada que decir. Eso puede ocurrir.

-De no haberte dedicado a la pintura…

-[Se lo piensa] A lo mejor, para ganarme la vida,  no me hubiese importado el trapicheo con antigüedades, porque me he dado cuenta de que tengo cierta vista y creo que hubiera ganado dinero con esos objetos antiguos. Y para ello tendría que haberme liberado de mi perversión fetichista, claro está. Lo que no me veo es fichando. Eso sí que no. Estuve trabajando en una fábrica de muebles y no soportaba a un exlegionario que me daba órdenes. Como dice Manolo, el del Bonanza: “Para ser pobre siempre estás a tiempo”. No aguanto que me traten mal.

-Como pintor y cineasta, y que además has realizado algún documental sobre el tema, ¿no crees que el cine, por lo general, recoge mal el espíritu del pintor?

-Yo creo que el cine no ha tratado con sutileza el mundo de la pintura. Buñuel hizo una de sus grandes bromas en la película de ‘Tristana’: poner a un pintor comercial, de esos de salón de casa, en una de las escenas más crueles de su cine. Él, que estuvo en contacto con todas las vanguardias…

-¿Hasta qué punto la estética cinematográfica se ve reflejada en tu obra?

-Mi pintura está muy marcada por el cine. Mis cuadros realistas son cuadros cinematográficos. Y muchos de mis cineastas preferidos estaban relacionados con el mundo pictórico. Kubrick estaba casado con una pintora. Fellini, Lynch y Kurosawa pintaban. Buñuel siempre decía que le hubierse gustado ser pintor porque era un trabajo solitario…

-¿Cómo ha ido el rodaje del documental sobre tu persona y tu obra que han dirigido Javier Estella y José Manuel Fandos?

-Son amigos y tienen experiencia con las cosas del arte. Han hecho dos documentales de Óscar Sanmartín, otro de Manuel García Maya. Conocen la mecánica, la narrativa artística y, para mí, este documental es una de las cosas más importantes de mi vida profesional. Primero porque nadie me va a hacer otro más y tampoco voy a intentar que lo hagan. Es tan importante o más que la exposición de la Lonja, porque eso va a quedar. Es un testamento vital.

-¿Estás satisfecho en tus incursiones como cineasta? ¿Qué película de tu filmografía destacarías y por qué?

-[En tono ceremonioso] Estoy satisfecho porque me he quitado el gusanillo de hacer cine. Tampoco he prentendido hacer algo profesional nunca. Me lo he pasado de puta madre. La de ‘Adorada máquina’ es una especie de reflexión acerca de la retirada del cine y un adiós al súper-8. Y además sales tú también, como otros locos de aquel pequeño formato. Es una película que gana mucho con el tiempo.

-Y, además, proyectas tu gran afición a los trenes, y tu protagonista, al salir del convoy, recorre la vía y se le repiten los números de los vagones. O sea, Buñuel puro y duro…

-Sí, es verdad. Buñuel era un gran aficionado a los trenes, como yo. Y le dedico un guiño. El calandino es mi genio, porque, en sus películas, refleja lo que es el macho, su psicología. También refleja bien el espíritu femenino. Es un gran retratista de las miserias humanas. Y con humor. No como Bergman, que sales del cine por los suelos, medio hundido. El cine de Buñuel hay que verlo de una manera sencilla, nada intelectual. Y siempre con humor.

-¿Qué te queda de tu niñez?

-La sonrisa y la capacidad de asombro. Y para eso hay que ser como un niño.

-Y de mayor, ¿qué niño querrás ser?

[Sonríe] A mí me gusta la inocencia. Muchas veces sabemos demasiado y eso te hacer ser precavido en exceso. Me gusta la inocencia porque hace entregarte sin reservas. La sensación de vivir sin ver las dos caras de lo que hay.

-Con esa cara de niño, ¿te resistes a hacerte mayor?

-Estoy en ello. Aunque tenga esta cara de crío, y recién afeitado aún más, la vida avanza… ¡y a qué velocidad!

-¿Eres coqueto?

-Sí. De hecho, he elegido una foto muy buena de José Miguel Marco para el catálogo de la Lonja. Todos queremos que la gente nos quiera y entonces intentamos dar una imagen postitiva.

-¿Te daría rubor reconocer que tienes sueños eróticos?

-Sí, todo lo que tiene que ver con el rubor me da rubor. Pero desgraciadamente tengo poquísimos sueños eróticos. Ya me gustaría, ya…

-¿Por quién te irías a lavarte las manos inmediatamente después de un apretón?

-¡Hay tantos!, que diría el desaparecido ‘filochoflo’ Tico-Tico…

-¿Con quién una foto para la posteridad?

-Con Iris. ¡Y con tu hija Carla!

-¿Una receta para ser más o menos feliz?

-Lo primero, la salud. En ese aspecto he tenido suerte. Hasta ahora. Y luego, siguiendo el refrán popular, dinero y amor. Tampoco me quejo.

-¿Qué te saca de quicio?

-¡Tantas cosas! Lo que más me fastidia es que determinadas personas nos consideren tontos, que se crean que no nos enteramos de las cosas.

-¿Y hacerse el tonto viene bien para según qué casos?

-Es una careta que suele funcionar.

-¿Qué o quién te hubiese gustado ser?

– Yo mismo. ¡Anda que no me ha costado ser yo como para ser otro! Eso lo decía Dalí.

-¿Una vida tiene muchas vidas?

-Muchas. Tiene tantas vidas como personas que se cruzan en tu camino. Tu eres partícipe de la vida de los demás.

-¿Qué has aprendido a tu edad? ¿Crees que la experiencia sirve?

-¡Pues no sé si he aprendido algo! Lo que sí sé es que la experiencia sirve. Otra cosa es que la utilizemos. Dicen que la madre de las musas es la experiencia.

¿Qué esperas, pues, a tus sesenta y un años?

-Los sesenta y dos. Me acuerdo de una conversación cojonuda de dos niños. Preguntaba uno: “¿Cuántos años tienes?”. “Cuatro”, respondió. “¿Y cuándo cumples los cinco?”, insistió. “Cuando se me acaben los cuatro”. ¿Qué me espera? Lo que venga mientras me divierta y esto siga siendo el juego que es.

-¿A partir de cierta edad empezamos a tener la cara que nos merecemos?

-La cara, desde luego, sí. Y la tripa o barriga, también.

-¿Qué planes tienes después de esta retrospectiva de la Lonja?

-Quiero seguir pintando y hacer una exposición de desnudos femeninos, de tema mitológico. Y dirigir otra película, un documental. Y empezar a escribir mi tercer libro, sobre los años 50 y 60 del siglo XX en Zaragoza. La idea es la influencia de la llegada y presencia de los norteamicanos en nuestra ciudad respecto a la cultura local. Es un tema virgen, que no se ha tocado apenas, y revierte en el escapartismo, en la hosteleria, en la decoración, en la moda, en la forma de vivir… Otro forma de rescatar mi infancia.

-¿Qué reflexiones haces sobre la responsabilidad social de los artistas e intelectuales?

-Normalmente, los intelectuales, ante cualquier crisis, suelen quedarse sin capacidad de reacción. Ahora mismo asistimos a un silencio preocupante de buena parte de los intelectuales y de los creadores, quienes antes de alzar la voz, sopesan la repercusión que tendría para su propia posición social adoptar una actitud desafiante con el sistema. Esa colaboración de los artistas con el poder se da ahora y se dio entonces. En ciertas situaciones, no cabe la equidistancia.

-Entonces, ¿qué te sugiere esa frase recurrente de que “el arte siempre estará por encima de las ideas”?

-Nada hay más importante que las ideas en las que se fundamenta la convivencia. Es mentira que haya un arte ‘descomprometido’, como tantas veces se dice. Todo arte está comprometido. Ahora bien, puede estar comprometido con el poder rindiéndole pleitesía y como tal ser un arte vasallo, o con las ideas de progreso y transformación social. El matiz se encuentra ahí.

-Si no te llegara para comer, ¿asaltarías supermercados, como el alcalde de Marinaleda?

-Hombre, no me voy a morir de hambre habiendo tanta comida en los supermercados… Además, están los amigos como tú. [Ya empezamos]

-De estómagos agradecidos está el mundo lleno. O eso dicen. Pero tú, ¿eres de plato redondo o de plato cuadrado?

-Redondo, ¡siempre! Detesto esos platos de diseño que no sabes por dónde cogerlos.

-¿Y qué te parece este rancho que nos estamos comiendo en el ‘Rancho Sánchez’?

-¡Este rancho con caracoles de Dionisio es inimitable, como el cine de Buñuel! [Se relame] Por lo general, se come mal y, sobre todo, muy caro. Hay cuentas que al sumar el importe cortan incluso la respiración, pero es una práctica hostelera justificada por el refranero. Ya sabes, aquello de “ave de paso, cañaso”. Pero estos caracoles, estas patatas, estos trozos de cochino jabalí están sabrosísimos. ¡Viva el rancho de Dionisio! [Y todos a una, como Fuenteovejuna: “¡¡¡¡Viva!!!!]

Y conversando y conversando con mis amigos Eduardo y Dionisio de los distintos modos de cocinar los caracoles, o de su importancia (o no importancia) en la gastronomía, me puse a pensar en mi abuela Quiteria. Ella fue la única vez que he sido lo más importante del mundo. Los caracoles. El sofrito. La ternura como una casa abierta e infinita. Que te quieran así te da acceso a que no te abandone una indestructible seguridad en ti mismo. Y eso que a ella no le gustaba cocinarlos, pero me los preparaba cuando se lo pedía porque siempre me quiso más que a nadie en el mundo. Le preocupaba que las cáscaras se rompieran y que me tragara una sin darme cuenta, así que, después de hervirlos, extraía cada caracol para que me los pudiera comer sin peligro, alegre y feliz como siempre que estaba con ella. Nadie me ha querido tanto ni tan desinteresadamente como mi abuela Quiteria. Luego mis padres se divorciaron y todo saltó por los aires.

El ‘Rancho Sánchez’ también me retrotrae, aunque de otro modo, al terreno silvestre que tenía mi padre en La Muela. Antes de irme a la cama, mi padre colocaba un melón en un cubo de estaño, que bajaba lentamente hacia el fondo del pozo, para que se enfriara durante toda la noche. Mientras ataba la cuerda para estabilizar el cubo, yo miraba hacia abajo. El agujero negro me subyugaba. Mi padre explicaba que era fácil ahogarse, que conocía a un tipo que murió en un pozo. Dejé caer unas cuantas piedras. Me intrigaba saber qué había en el fondo de un pozo. Si el cofre de un tesoro o la muñeca perdida de mi hermana. ¿Y si el hombre que murió hubiera estirado su brazo para arrastrarme hasta el fondo? Oscilando en el agua negra, brillaba la Luna. Poco después, mojando las sábanas con un sudor oloroso de vinagre, dormía. Envidio ese sueño, digno del mejor Buñuel, ahora que soy adulto. Hoy, mientras escribo estas líneas, mi padre hubiera cumplido noventa años.

Todos estos pensamientos me han asaltado mientras comíamos ese rancho con caracoles preparado por  nuestro entrañable Dionisio Sánchez en su recinto arbolado y salvaje. La excusa perfecta para pergeñar esta entrevista –las entrevistas deberían ser, siempre, conversaciones alrededor de una mesa- a ese pequeño gran pintor llamado Eduardo Laborda, quien me hace recordar la turbadora escena de los caracoles subiendo por la pierna de la niña ultrajada en esa maravillosa adaptación buñueliana del original de Octave Mirbeau.

Ahora que en este 2013 se cumple el trigésimo aniversario de la muerte de nuestro queridísimo Buñuel, Eduardo Laborda, en otra vuelta de tuerca, expone su obra en la Lonja de esta ciudad inmortal. Pocas personas como el pintor zaragozano han asimilado tan bien el universo inimitable del cineasta turolense. Desde que aquel chico de Calanda, metido en la residencia de estudiantes, se le ocurriera pasar la fina cuchilla de la navaja por el cristalino del ojo, ni el cine ni las artes visuales en general han sido lo mismo. Celebramos cada año que el perro andaluz siga lanzando su incesante ladrido vanguardista, dejando que el surrealismo dé un sentido más profundo a nuestras visiones y nuestra vida. Bien lo sabe Eduardo Laborda: somos buñuelescos. Lo supo ser y lo estableció don Luis, santo patrón laico del cine español, que nos retrató tan raros y auténticos como debemos ser. Entre surrealistas anda el juego.