Italia: Wes en las musarañas


Por José Joaquín Beeme

Feliz como Max de Rushmore recién inaugurado su penúltimo y más estrambótico club, así estaba yo aquel día saludado por el tímido sol de un invierno milanés.

      Traspuse el portón de hierro de una antigua fábrica de la periferia, frecuentada ahora por los tipos más estilosos de la ciudad, entré en la que llaman casa encantada y, tras asegurarme la complicidad de los guardianes, me lié a fotografiar un gabinete de monstruos peregrinos, fenómenos de la naturaleza y otras rarezas en formol. El sarcófago de Spitzmaus, capricho de un tejano y una libanesa que volvieron locos a los serísimos conservadores de los museos imperiales de Historia del Arte y de Historia Natural en Viena, se abría a mis ojos sedientos de maravilla. Wes Anderson y Juman Malouf habían tomado el podium de la fundación Prada, asentada en el enorme solar de una destilería, con su alambique y su espirituosa bodega, que el arquitecto Koolhaas ha remozado en cine, centro de congresos y galería de arte contemporáneo. Más de medio millar de piezas se disponían dialécticamente y sin cartela alguna junto a la momiecilla egipcia del título: bestiarios ilustrados, monedas, orfebrería miniada, estatuillas romanas, herbarios, jades, cuchillería, huevos de emú, meteoritos, ajuares, yelmos, retratos de familia con hipertricosis del tinerfeño Petrus Gonsalvus, minerales, astrolabios, máscaras rituales, animales disecados, instrumentos aborígenes, revólveres, fósiles, cachimbas, maletines de viaje, amuletos, fisiognómicas, hasta un Rubens y un Tiziano. Siguiendo asociaciones cromáticas, formales o puramente dadá. No es la primera vez: la cámara de curiosidades del archiduque Fernando II y Philippine Welser en el castillo de Ambras, Innsbruck, abrió en pleno Renacimiento el camino a futuras colecciones y museos, y sin duda ha servido aquí como inspiración y acicate. Después de gustar unos pasteles en el bar Luce, viaje del propio Anderson a la década prodigiosa con sus formicas, su rockola y sus futbolines, subí a la torre panorámica que magnifica la colección permanente de esta envidiada familia cuya fortuna procede de las boutiques exclusivas: un restaurante chic corona la escalada por los chevrolet rojo bombero de Walter de Maria, los tulipanes globosos metalizados de Koons y las moscardas amasadas de Hirst, y desde sus ventanales de aeropuerto se domina la línea del cielo de esta urbe hermana del lujo y prima de la miseria. Partidario yo de otro tipo de freaks, me merqué el anticatálogo de la muestra que, como la maleta de Duchamp, transporta a su vez una variopinta colección de libros, postales, collages, diapositivas, un guión cuasi cinematográfico y hasta una receta de galleta a la musaraña

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