Embrujados


Por Fernando Gracia Guía

    Ya es casi costumbre que cada año nos visite Rafael Alvarez –el Brujo en los carteles-. Lejos quedan los primeros años de la década de los noventa cuando sobre las tablas del Principal le vimos su Lazarillo.

   Ya entonces nos dimos cuenta de que estábamos ante un tipo singular, cuyo desenvolvimiento en escena nos remitía a aquellos juglares de los que nos hablaban los libros de texto.

    Ese Lazarillo lo sigue manteniendo en cartel y de vez en cuando lo saca a pasear. Seguramente ahora se parece poco a lo que le escribió para él Fernán Gómez, pero da igual. La mímesis entre el personaje eterno de nuestra literatura y el propio Rafael le permiten seguir defendiendo al pícaro como si no hubieran pasado las décadas.

     Muchas veces le hemos visto en nuestros escenarios. El motivo de sus espectáculos parece variar, pero en el fondo siempre es el mismo, pero qué más da. El entramado que pergeña no es sino la excusa –bendita sea- para desgranar algunas de las mejores páginas de nuestra literatura. Rafael domina como pocos nuestra Siglo de Oro de las letras, con lo que en cada entrega nos regala una selección de poemas que cose con otros materiales, no importándole ir de lo sublime a lo popular, sin dejar pasar la ocasión de colocarnos unos cuantos chascarrillos, para lo que utiliza sus enormes cualidades actorales.

     En su nueva entrega, que ha titulado “Dos tablas y una pasión” –él sabrá por qué-, comienza la función como si fuera un aparte, lo que nunca sabremos si es cierto o no. Da la impresión de que improvisa aunque es evidente que está todo muy pensado, domina el tempo como saben hacer los monstruos de la escena –y él es uno de ellos-, nos lleva por los terrenos que desea, nos hace reír, nos emociona, nos instruye y en todo momento nos desliza un enorme homenaje a nuestra lengua española, esa tan vapuleada desde tantos y tantos estamentos.

    El público se entregó desde los primeros compases. Se dirá que se trata de un público convencido ya de antemano y no diré que no. Pero para alcanzar esa condición hay que sembrar antes y El Brujo lleva tres décadas haciéndolo.

     Servidor, que le ha visto unos cuantos montajes, opina que este de ahora es uno de los mejores. Y no lo tenía fácil para superar aquella “sombra del Tenorio” o sus acercamientos a San Juan de la Cruz, las mujeres de Shakespeare o el mundo del manco de Lepanto.

     Como me ocurre con las películas de Woody Allen, cada año espero una nueva entrega de su ingenio, sabedor de que aunque no mejore obras anteriores –no se puede ser sublime sin interrupción- casi siempre estará por encima de la media.                                                                                       

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