El escritor de las nadadurías

Por Carlos Calvo

     De un tiempo a esta parte, Ángel Ortín viene trabajando en sus particulares ‘nadadurías’, una suerte de greguerías evocadoras, del mar y la lunería, de la playa y la piscina, del nadador y el bañista, del nudista y el socorrista, de la cinefilia y el erotismo, de las formas de felicidad y los crímenes ejemplares.      Si un día escribiera sus memorias, Ángel Ortín intuye que copiaría, en parte, la estructura de ‘Las playas de Agnes’, en la que la autora hace repaso, como dios manda, de su vida a través de las muchas playas en las que, a lo largo de los años, se ha bañado.

    Ante todo, el escritor turolense (de Visiedo, cosecha del 66) es un agudo lector, siempre diferenciando el grano de la paja. Y un gran cinéfilo, siempre diferenciando –otra vez, como dios manda- el grano de la paja. A sus lecturas y cinefilias dedica buena parte de unas nadadurías abiertas al entendimiento infinito entre lo terrenal y lo cósmico, lo humano y lo divino, el placer y la razón, las artes y las letras. Y, claro, en su universo no podía faltar Ramón Gómez de la Serna. Tampoco Hans Christian Anderssen. Ni Gabriel García Márquez. Ni tampoco el amigo de Buñuel, Max Aub. O Pedro Salinas y Albert Camus. O Jorge Luis Borges y Bertolt Brecht. O Julio Cortázar y el mismísimo William Shakespeare. O Gabriel Zaid y John Cheever. O Scott Fitzgerald y César Aira. O Arthur Cravan y Jules Renard. O Juan Marqués y Julio José Ordovás.

     Un universo, también, poblado de actores, directores y películas. Billy Wilder y su crepúsculo, con dioses o sin ellos. El poder de observación del maravilloso Chaplin. El gran Mack Sennet del blanco y negro. La historia romántica, y poco vista, de ‘L’Atalante’. La sofisticada e inteligente Katharine Hepburn en ‘Historias de Filadelfia’. Los trenes del elegante Ozu. Las inolvidables series b de las ficciones científicas. El asesinato en la ducha de ‘Psicosis’ con el martilleo musical de Hermann. La rebelde y decadente Marilyn Monroe. Las relaciones finalmente trágicas de Schneider y Delon en el drama de Deray, con Buñuel al fondo. Los evocadores estudios de Cinecittà. La azulada Binoche de la trilogía colorista de Kieslowski. La alegoría, la fabulación, el lirismo y la teología del Wenders de ‘Cielo sobre Berlín’.

     Una propuesta bella, delicada, feliz. La felicidad, advierte Ortín, “es cruzar la ciudad sin prisa, dándote un paseo, camino de la piscina”, ajeno a los ruidos del día, de la gente que entra y sale apresuradamente de los portales. La felicidad, advierte Ortín, “es nadar y, al mismo tiempo, olvidarse de que uno está nadando”, cuando tu corazón se pone a latir con el mismo tic tac del reloj, como si todo estuviera sincronizado en ese universo en que galaxias, constelaciones y estrellas siguen un curso inexorable, acaso implacable, trazado por una mano invisible, acaso oculta. Mientras uno nada, advierte Ortín, “la felicidad es dejar el mundo de fuera al otro lado de la cristalera y estar solo en la piscina”, como si viajaras solo en el último vagón de un tren que, atravesando paisajes desiertos, conduce a una estación vacía en la que ni siquiera, por el amor de dios, hay nadie para despedirse.

     La felicidad, para el que esto escribe, es quedar suspendido en algún lugar indeterminado entre el cielo y el infierno con los pies desnudos en el agua, el olor de los juncos, la sombra de un chopo en una tarde de verano, el estilizado cuello de una mujer, el sol que declina en el horizonte. Todo eso que ha desaparecido hace tantos años emerge del pasado como una poderosa corriente que te arrastra al leer el cuerpo de unas líneas siempre hermosamente escritas por Ángel Ortín. El escritor de nadadurías.

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