¡Parásitos! / Victor Herraíz

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Por Victor Herráiz
Amanecía en el Valle de los Parados. En el Silicon Valley no sé qué tiempo hacía. Aquí era un día más, otro cualquiera, lunes de un sol tristón. Un rumor a la chita callando se había extendido como la pólvora por toda la ciudad. Se conoce que una de las empresas que aún no había hecho las maletas, la General Matters, había contratado de golpe a un grupo de trabajadores. No muchos, seis o siete, quizá diez. Así pues, ¡por fin un aumento de plantilla! Después de tantos años de despidos, de regulaciones de empleo, de jubilaciones forzosas, eso sonaba como un rayo de esperanza. ¿Cambio de tendencia? ¿Brotes de abril? Cada cual hacía sus cábalas.
Alguien recordó un reciente titular en la prensa sepia: “El conflicto de Crimea eleva la demanda de bienes de equipo en occidente”; otros rememoraban las declaraciones de un responsable de la General Matters la semana pasada: “Tenemos nivel competitivo suficiente para exportar y abrirnos a ciertos mercados del Este”. Así somos los humanos. Más… o memos. De la noche a la mañana, cientos de solicitudes de empleo inundaron el departamento de personal de la General Matters. Su correo electrónico se colapsó con el envío de currículos. Y este primer lunes, triste lunes por la mañana, antes que la hora alcanzase dos dígitos, una multitud se agolpaba en las puertas de entrada de la fábrica tras haber perdido toda forma semejante a una cola de espera.
– “¡Dejadnos entrar!” –gritaban unos- “Solo queremos pasar a dejar una instancia”
– “Al menos, que nos hagan una entrevista de trabajo” –decían otros.
– “Que repartan un número para establecer un turno de cita”, argumentaban los que querían recobrar el orden de la primera hora, quienes inevitablemente se tenían que escuchar: “oiga, despacio, que yo estaba aquí antes que usted”
Los guardias de seguridad, parapetados tras las puertas correderas cerradas por sistema eléctrico, alternaban silencios con conocidas frases de manual: “el protocolo manda enviar las instancias por correo o internet”; “¿por qué no las presentáis en el INAEM?”; “el gerente no ha venido todavía y no sabemos si va a venir hoy o si está de viaje”; “¿creéis que así váis a conseguir algo? Si no formáis una fila, es imposible que os atiendan…”
Nuevos grupos de parados se iban congregando; el bullicio crecía de tono; y los gritos espontáneos de protesta se cruzaban con lemas colectivos que afinaban en la búsqueda de rima y coro: “¡luego dirán: no quieren trabajar!”; “¡nosotros no sobramos; nosotros trabajamos!”. Y así.
Dentro de las oficinas, los directores generales y los altos jefes de sección (pequeños hubieran sido legión) formaban en la sala de juntas una línea de defensa tras el escudo de la mesa oval y con los móviles totalmente desenfundados, baterías cargadas, apuntaban sus ojos a los ventanales sin fallebas, de cristales tintados, que daban al recinto exterior amurallado. Por cierto, ¿por qué tantas empresas parecen cuarteles?
Estaban convocados. “¿Qué pide esa gente ahí fuera?” – les arengaba Lisardo Díez Terrán, accionista principal y presidente del Consejo de Administración –“¿Trabajo? El trabajo cuesta dinero. A mí me cuesta mucho dinero cada puesto de trabajo que he creado aquí. Tengo que pagar salarios, cuotas de Seguridad Social, IRPF de Hacienda. Más IVA, luz, agua, impuestos locales… ¿Y ellos que ponen, qué arriesgan? Nada. Están a la sopa boba. Yo los mantengo, son un gasto para mí. ¿Y encima debo darles trabajo? Ellos a mí no me dan nada. Ellos sin embargo viven de mí. ¡Vergüenza me daría! Yo no fui a mendigar trabajo a nadie: levanté esta empresa desde abajo, piedra a piedra, yo solo. Y ahora ¿tengo que repartirla con unos parásitos que no se han esforzado ni en sacar una formación profesional? Lisardo Diez Terrán miró a todos los consejeros en suspenso, de uno en uno, mientras los capilares de los párpados le palpitaban. “Por Dios”, –finalizó, como si un viejo pick-up recuperase de pronto el surco grabado en el vinilo-, “¡son ellos los que tendrían que pagar algo a la empresa por entrar a trabajar en una firma como esta! ¿No se hace lo mismo con las medicinas, y nadie se queja?”
Tópica Orioz, consejera, añadió con indisimulada adulación: yo hace tiempo que vengo diciendo que esos jóvenes sin oficio ni formación no deberían cobrar el salario mínimo. No valen para nada. Realmente: no se lo ganan.
En ese momento el móvil de Diez Terrán anota un zumbido de llamada. Su propietario le da paso discretamente. Al otro lado de la línea una voz femenina se quejaba: “Lisardo, querido, ¿cómo estás? Mira, no te lo vas a creer: ya estoy aburrida de Nueva York. He pasado hasta tres veces por Tiffany, en el 200 de la Quinta Avenida. Figúrate: ¡todavía no han traído la colección de otoño y estamos ya a últimos de abril; siguen con los pedruscos del año pasado! ¿Lo ves normal? Claro, he tenido que dejar los caniches con un estudiante de veterinaria para que los saque de paseo: sí muy majo, pero caro. No sabes cómo ha subido la cosa este año: 30 dólares por hora, sí o sí. ¿Por qué no me acompañas a Abu Dhabi la próxima semana? Me han hablado maravillas del Khadiliya Palace… ¿Cómo? ¿Que estás ocupado? Huy… perdona. Llámame luego y me cuentas, ¿vale?”
Mientras tanto, el vicepresidente no ha perdido el tiempo. Ha llamado a la garita de los seguratas y ordenado marcialmente: “Que no entre ni uno, ¿me oís? Ni uno. Prohibido totalmente. Respondéis con vuestro empleo. ¿Queda claro? Manteneos en las puertas; que dos coches recorran los muros en sentido opuesto todo el rato y asegurad el perímetro.”
El segurata, al oír perímetro, llevó instintivamente la mano al arma –en su caso al mango de la porra– como había visto siempre en las películas de acción. Y, tras colgar el teléfono, advirtió ingenuamente en voz alta a sus compañeros: “no tienen autorización para entrar”. Las primeras filas de parados lo oyeron. Fue como una señal: “¡No nos van a recibir! ¡Pues no nos vamos a mover de aquí!” La mayoría llamaban a sentarse en el suelo, dar palmas y cantar eslogans. Pero decenas de brazos aprisionaron los barrotes de las puertas y comenzaron a zarandearlas. Algunos, los más ágiles, intentaron escalar por el quicio, ampliando la acción por las tapias colindantes. A trompicones, unos cuantos lograron entrar al recinto, dirigiéndose a las oficinas, que estaban cerradas a cal y canto. Penetraron a una especie de almacén.
El coche de seguridad informaba de la incidencia: “Un grupo de seis se han refugiado en el almacén de residuos. ¿Qué hacemos?” El vicepresidente ejecutivo alza las cejas hacia el presidente Diez Terrán como esperando su aprobación y contesta en abierto a la llamada del guarda: “¿Así que han aparecido parásitos en el almacén de residuos? Adelantamos la tarea: que se ponga en marcha la unidad antiparasitaria y que fumigue el almacén, sin dejar ningún rincón. ¿Entendido?” Por lo demás, aguantad; la policía ya está en camino”.
Finalmente, el Presidente del Consejo se dirige al negociador que participa sin voz en la sala de reuniones.
-“Dígame, negociador, ¿qué tal la reunión con el comité de empresa?”
-“Satisfactoria, señor- sonríe maquinalmente. El comité ha aceptado la rebaja salarial del 15 % que nos proponíamos al ver que podíamos ir sustituyendo trabajadores antiguos por otros fuera de convenio, por ETTs, o por autónomos de contratas.”
-“Entonces, ¿ya no es preciso mantener el señuelo de las ocho contrataciones recientes? Mire usted que ya ha empezado a darnos problemas”
-“No se preocupe. Mañana mismo damos de baja a los ocho. La causa: no superar el período de prueba”.

Zaragoza, abril de 2014

 

 

 

 

 

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