Por Julio José Ordovás
España, que era un país de viudas, ahora es también un país de separadas.
Se diría que las españolas han comprendido que el matrimonio es tan aburrido, rutinario y alienante como el trabajo y se han sacudido el yugo conyugal y abrazado la causa separatista con el mismo furor que las tropas de Junts y de Esquerra en el clímax del ‘procés’.
Las separadas de hoy son las nietas liberadas, orgullosas y guerreras de Emma Bovary. Hay separadas que, pese a todo, continúan persiguiendo el amor verdadero con tanto ahínco como los nazis perseguían el Santo Grial y entran a saco en las ‘apps’ de citas y en los bares de tardeo con la ilusión de encontrar a un Brad Pitt o a un George Clooney huérfanos de caricias, pero lo único que encuentran allí son tíos rijosillos, entre Pablo Motos y Risto Mejide, con más taras que una camiseta comprada por Aliexpress.
Los separados son los ideólogos de una nueva forma de entender el ocio, pero no creo yo que los bares de tardeo y los viajes de ‘singles’ sean muy distintos de las clásicas excursiones escolares: todos están ansiosos y cada uno va con su mochila, repleta de deberes, a cuestas. Y es que, a partir de los cuarenta y tantos, los cócteles amorosos, por mucha fruta de la pasión que les pongas, saben a cubata de refresco de cola Hacendado y ginebra de Mercadona.
Si hace cien años el hombre, como escribió Ramón Gómez de la Serna, paseaba al mismo tiempo con su mujer y con su viuda, el hombre actual pasea al mismo tiempo con su mujer y con su ex. Las mujeres han roto esquemas, cadenas y tabúes y se han instalado en el futuro, mientras que los hombres seguimos abrazados al balón de cuero, ya deshinchado, de nuestra infancia, cuando los besos sabían a Nocilla.