Por María Dubón
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Hace años, cuando leí «El Principito» por primera vez, me interesé por los baobabs, esos árboles un tanto malvados que habían infestado el asteroide B 612 con sus semillas y amenazaban con destruirlo.
Cada mañana el Principito arrancaba esos pequeños arbustos por donde crecían ya los baobabs, cuidando de distinguirlos de los rosales.
El baobab es un árbol gigante y longevo que se ha adaptado a las condiciones climáticas del continente africano, donde se le asocia con la vida y la sabiduría y es apreciado por sus propiedades medicinales. En África, un árbol tan especial tiene su propia leyenda.
Hace mucho tiempo el baobab era el árbol más hermoso. Quienes lo contemplaban, quedaban prendados de sus fuertes ramas, su suave corteza y sus flores de vivo color.
Los dioses le concedieron el don de la longevidad para que todos pudieran admirar su belleza por más tiempo. El baobab creció y creció, se hizo muy robusto y pronto sus ramas taparon el sol a los demás de árboles, que tenían que crecer en la oscuridad.
La soberbia del baobab iba en aumento y llegó a desafiar a los dioses amenazando con alcanzar el cielo. Cuando ya estaba a punto de tocar las nubes, los dioses le castigaron privándole de sus dones. Desde entonces el baobab crece al revés, con las flores bajo tierra y las raíces hacia el cielo. Por eso tiene un aspecto tan extraño.
Gracias a las historias y leyendas transmitidas a lo largo de generaciones y cargadas de simbolismo, los pueblos africanos han preservado su identidad. En muchas comunidades, la espiritualidad está presente dando respuestas a todo tipo de cuestiones, a la par que conecta a las personas con la divinidad y los espíritus; inculca valores y aporta conocimiento.