Tópico 10


Por Fernando Usón Forniés

TÓPICO 10. Stroheim rodaba melodramas, y Browning, cine fantástico.

Sin abandonar del todo la taxonomía de los géneros, reivindicamos en este tópico uno al parecer pasado por alto por todos los críticos e historiadores; al menos, no tenemos constancia de que se haya sistematizado como tal: el que nos hemos atrevido a bautizar como cine sórdido, aunque dado el color de su moral, también lo podríamos haber llamado drama noir o (discúlpesenos el neologismo) maurodrama.

Es cierto que este tipo de cine no resulta muy numeroso, pero las aportaciones a él, debidas a varios y diversos directores, aparte de especialmente relevantes por su calidad e innovación, son sumamente originales por su común enfoque respecto al resto de la producción de la época, por lo que su constitución como género nos parece innegable. De hecho, durante el período silente y comienzos del sonoro aglutinó nada menos que a tres grandes creadores de estilo muy distinto: el austro-americano Stroheim, el americano de pura cepa Browning y el soviético Kuleshov. Ellos tres serán los focos de atención principales de esta entrega.

Haciendo salvedad de los casos de codificación e iconografía extremos, como el noir, el western y el bélico del sonoro, los críticos han tendido a englobar abusivamente todos los dramas bajo el manto del melodrama; sólo que este género, no por ser el germen de todos los demás dramas, deja de construirse a partir de normas muy específicas que lo diferencian del resto de los miembros de la familia. Y aunque se reconozca que, aún más que otros géneros, el melodrama es una práctica sumamente abierta, y que no todos sus ejemplares son tan vehementes como los de sus más conspicuos representantes canónicos (Sirk en América, Visconti en Europa, Mizoguchi en Asia), pues abundan, por ejemplo, los melos elegantes y contenidos, de “Los muelles de Nueva York”, de Sternberg, a “El amor hasta la muerte”, de Resnais, pasando por “Cenizas de amor”, de Vidor, “Dies Irae”, de Dreyer, y “Crepúsculo de Tokyo”, de Ozu; no por ello, todo drama ha de ser un melodrama. Es más, incluso hay algunos que no pueden adscribirse cabalmente a ningún género aglutinador preexistente: “La pasión de Juana de Arco”, de Dreyer, “La tierra”, de Dovzhenko, o “Pickpocket”, de Bresson, no pertenecen a más género que al suyo propio.

Históricamente, muchas películas de directores como Stroheim o Buñuel, algunas de Sternberg, a pesar de carecer ostentosamente de las expansiones emocionales habituales en el género de la lágrima y de sus convenciones argumentales y formales, y como quiera que no eran ni cine negro, ni westerns ni filmes bélicos, se han calificado de melodramas sin serlo. Y paradójicamente, algunos títulos mudos concretos de Browning, como “Zara la mística” (1925) y “La sangre manda” (1926), donde sí prima el componente melodramático, han sido calificados ¡de cine fantástico!, cuando no lo son en absoluto; quizás, por tener presente (y quizá solamente) la andadura sonora del director, que comprende la emblemática “Drácula” (1931) y las más tangenciales “La parada de los monstruos” (1932) y “Muñecos infernales” (1936). Y que algunos directores hayan cultivado con casi igual esmero melodrama y sórdido (Stroheim, Sternberg, Buñuel…) no debe llamar a engaño: al fin y al cabo, Hawks rodaba un western tras una comedia, o Tourneur un film negro tras otro fantástico, y nadie ha confundido por ello dichos géneros (que sean permeables unos a otros es otra cuestión).

Tampoco debiera confundir el hecho de que ocasionalmente el cine sórdido se injerte con el melodrama, utilizando esquemas y aun ofreciendo secuencias del género rival, como en “El hombre que ríe” (1928), o que, contrariamente, se inmiscuya en tantos momentos de algunos melodramas, ejemplarmente en “La marcha nupcial” (1927) y en “La reina Kelly” (1928). Pues la posmodernidad, aunque lo exacerbara, no inventó ni de lejos el cóctel de géneros, que es tan viejo como el cine mudo. Ya no es que hubiera interludios cómicos en películas dramáticas (como en “Fausto”), o que a veces se acudiera a arquetipos ajenos (como la melodramática “Johan” y la cómica “La quimera del oro”, que retoman y modelan a su antojo situaciones propias de la aventura), ni siquiera que una película comenzara de una forma para acabar de otra (“Tabú” se inicia como documental para convertirse enseguida en melodrama), sino que a veces resultaba arduo dilucidar a qué género podía pertenecer un film: ya vimos que “La batalla de los sexos” es tan comedia como melodrama (ver Tópico 2), pero ejemplar fue en esto Ernest B. Schoedsack, el cual, firmando la dirección con o sin Merian C. Cooper, ofreció con “Hierba” (1925) y con “Chang” (1927) inusitados cruces de documental con aventuras, sin olvidar, ya a principios del sonoro, ese film de aventuras cruzado con el sórdido y el fantástico que es el antológico “El malvado Zaroff” (1932).

El cine sórdido, puro o mezclado, constituye claramente un género (aunque hasta ahora, por lo visto, inadvertido), pues posee una serie de características definitorias que han sido puestas en práctica por distintos directores de muy diferentes estilos. Advirtamos de entrada que el sórdido, aunque siempre sea crudo, no es el bautizado por Bazin como cine de la crueldad. Hay, desde luego, una intersección proporcionada por Stroheim y Buñuel, pero ni Hitchcock ni Kurosawa se adscriben a él. Por un lado, Hitchcock, a pesar de un posicionamiento moral común con el sórdido, practica, con abundantes dosis de comedia y sin ponerle reparos al melodrama, el suspense (otro género aparte que no conviene confundir, como tantas veces suele suceder, con el thriller y que, aunque el inglés lo llevara a su cumbre, en realidad no creó: como casi todos, lo inició Griffith de una forma u otra, en este caso, con fragmentos estrella de sus intensos melodramas, como el asesinato de la hermanita Cameron o el acoso final a la cabaña de “El nacimiento de una nación”, y con sus proverbiales y pasmosos salvamentos en el último minuto, como el del episodio moderno de “Intolerancia” y el de “Las dos tormentas”). En cuanto a Kurosawa, el japonés suele rodar melodramas, chambara y hasta cine negro de proveniencia americana; aparte de que su talante humanista es lo más opuesto que imaginar quepa al cine de la crudeza.

El sórdido ha sido género favorito, no sólo de Stroheim, Browning y Kuleshov; también de ese hacedor de melodramas oníricos que fue Sternberg (“Thunderbolt”, “El ángel azul”, “Anatahan”), de ese iconoclasta que fue Buñuel (“Susana”, “Los olvidados”, “Viridiana”, y en clave irónica, “Él” y “Ensayo de un crimen”) o del maestro de la tragicomedia Monicelli (“Un burgués pequeño, pequeño”, “Parientes serpientes”). Otros lo han transitado de manera más ocasional, como Sjöström (“El que recibe el bofetón”, 1924, o lo siniestro es clown), Pabst (“La caja de Pandora”, 1928, o la ruindad es mujer), Leni (“El hombre que ríe”, o de la risa como máscara de una sociedad frívola, donde hasta las mujeres guapas resultan feas al mostrar la dentadura) y el maestro Hitchcock, que con “Psicosis” (1960) le brindó al género una de sus cimas (y tantos psicópatas sueltos como pululan por las pantallas no son más que excrecencias de Norman Bates, o si se prefiere, vulgarizaciones de los complejos antihéroes del cine sórdido)… Repasados someramente algunos de los jalones imprescindibles del género, se hace evidente que no son demasiados (y, es más, muchos se fechan en el cine silente, cuando no proceden de directores que debutaron en el período mudo), lo que parece indicar que el género experimentó cierta decadencia una vez asentado el cine sonoro (y quizá por ello nadie se haya preocupado de sistematizarlo). Ello es rigurosamente cierto: en parte, debido a la más férrea censura establecida por el código Hays, por el nazismo y por la dictadura estalinista; pero también en gran parte, a que el cine de terror, que se iba afianzando en esos años, a que el recién nacido cine negro, especialmente el subgénero de gángsteres, e incluso, más tardíamente, algunos westerns (aunque otros, firmados por pioneros, prefirieran mantener una íntima ligazón con el melodrama, como “Duelo al sol” y “El hombre que mató a Liberty Valance”) acabaron comiéndosele el terreno a su progenitor; eso sí, desestimando, salvo muy contadas excepciones (caso de la tardía y magistral “Hombre del Oeste”, de Anthony Mann), la viscosidad y la exasperación temporal propias del sórdido a favor de la aceleración y brusquedad más propias de la década de los treinta y siguientes.

 

Una vez contextualizado el género, procedamos a caracterizarlo. La diferencia fundamental del cine sórdido con el género al que más veces se ha asimilado, el melodrama, estriba en la mirada: si el de la lágrima pone el énfasis en los sentimientos, tantas veces sublimados, y sus corolarios (el amor, la maternidad, la soledad, el sacrificio, la redención…), el drama negro se ocupa de los instintos y pasiones, mejor cuanto más bajos (el deseo sexual, la codicia, la venganza, la falsedad, el arribismo, la mera supervivencia…). Nada o poco, por tanto, de sacrificios altruistas, sino satisfacción de los apetitos. Por ello, precisamente el melodrama es un género especialmente refractario a la ironía (lo que no impide que a veces se cruce con la comedia), mientras que el cine sórdido hace de ella una de sus armas favoritas, tantas veces rayana en el sarcasmo, a lo que se añade su tendencia a mostrar a los personajes en los momentos más comprometidos o impresentables (Stroheim fue un maestro en esto). A ello se deben añadir las tendencias sádicas; algo común, por cierto, con el cine de terror, parentesco que puede volverse carnal (como Stroheim puso de manifiesto en “La reina Kelly”, con esos primeros planos de Tully Marshall babeando ante la vista de Gloria Swanson, iluminado desde abajo, que podrían extrapolarse a una película de terror). Al contrario que el melo y al igual que el noir, su principal heredero del sonoro, el cine sórdido se refocila en adoptar la perspectiva del verdugo antes que la de la víctima; muestra con condescendencia y cierto regodeo al primero, para tolerar condescendientemente, y hasta con cierto desdén, a la segunda. En resumidas cuentas, el melodrama suele apostar por la mejora espiritual del ser humano o denunciar aquello que la imposibilita, normalmente las convenciones sociales, aunque sin olvidar las cortapisas particulares, mientras que el maurodrama utiliza esas mimas convenciones y cortapisas para constatar la represión que la sociedad ha efectuado sobre los instintos del animal humano y la pugna de éstos por salir a flote. También frente al cómico y la comedia, que denuncian lo absurdo de las convenciones sociales, el sórdido opta por realzar la cara oculta, monstruosa y primitiva, de la naturaleza sometida.

 

No sólo eso, tan ajeno se siente el cine de la ruindad al melodrama que con frecuencia se mofa de las convenciones del último. Así, Browning, en “Los pantanos de Zanzíbar”, (1928) retoma significativamente una idea de un film cómico, “Los ociosos” (1921), de Chaplin. En ambas, en un momento en principio dramático se muestra a un personaje de espaldas, sacudido por convulsiones, al parecer por el llanto, para negar esa percepción en el momento en que el personaje se gira hacia cámara: si en “Los ociosos” el aristócrata de Chaplin resulta que agitaba una coctelera, en “Los pantanos de Zanzíbar” Mr. Crane en realidad ríe a mandíbula batiente. Más sofisticado y sardónico que el brutal Browning resulta Stroheim, cuando en “Esposas frívolas” (1921) el tunante Karamzin, cuidando de ocultar su rostro a la criada seducida, agita los dedos para echar unas gotas de agua sobre el mantel, lo que la mujer interpreta (tal y como él maquinaba) como lágrimas de desesperación…

 

Mientras el melodrama suele preservar la dignidad que el ser humano se ha otorgado a sí mismo, en las actitudes, en los ademanes, cuando menos de los héroes y heroínas (aunque muchos de sus maestros, ejemplarmente Sirk, acabaran desvelando dicha integridad como mera hipocresía), el cine sórdido se complace en socavar, sin ambages, la máscara humana de la civilización y la dignidad. Por ello, el género gusta de pervertir los lugares o ritos más sacrosantos de la burguesía: véanse el grotesco funeral y la mascarada de juicio en “Según la ley” (1926), el conato de violación en un tío vivo en “Los amores de un príncipe” (1923), la parroquia que resulta ser el nido de un delincuente en “Maldad encubierta” (1926), o los asesinatos navideños de “Avaricia” (1924) y “El trío fantástico” (1925). Hitchcock, ya en el sonoro, tomaría buena nota de todo ello.

 

Pero, es más, en su trabajo de zapa, el cine sórdido no duda en mostrar gestos o acciones que el melodrama elude; pongamos por caso: eructos, hurgarse la nariz o las orejas, comer cabezas de cordero, retozar en medio de unas monedas de oro (ejemplos todos ellos extraídos del film sórdido por excelencia: “Avaricia”, claro está). Y sin embargo, algunos gestos, por su puro absurdo y su mera desmesura, alcanzan una belleza singular (la madre de MacTeague comiéndose literalmente el pañuelo en la despedida de su hijo, también en “Avaricia”). Así mismo, algunos sentimientos y actitudes humanas se condensan en imágenes desoladoras (el pajarillo muerto arrojado a la estufa en “El ángel azul”) o escabrosas (las bragas de Patricia que olfatea el príncipe en “La reina Kelly”), sin olvidar algunas metáforas de viscosidad inusual (las judías que se deslizan por el cráneo del herido en “Según la ley”). El sórdido es pues, género ideal para lo prolijo y lo concreto, proclive a la descripción física directa, sin tapujos, y al exceso perturbador, incluso hiriente (no se ocultan la imperfección física ni la deformidad; antes bien, se realzan), lo cual sin duda lo emparienta con el naturalismo literario, mientras que el melodrama hunde sus raíces en el folletín. Por ello, también exige composiciones de personajes a base de pinceladas firmes y recias, lo que en el período mudo particularmente se traduce en interpretaciones excesivas (pero muy matizadas y controladas: nada que ver con la sobreinterpretación): ora caricaturescas (Jean Hersholt en “Avaricia”), ora viscosas (Roy D’Arcy en “La viuda alegre”), ora alucinadas (el asesino encarnado por Vladimir Vogel en “Según la ley”), patéticas (el extraordinario, como siempre, Conrad Veidt de “El hombre que ríe”), repulsivas (el indescriptible Tully Marshall, con sus babeos y sus muletas como de araña, de “La reina Kelly”), histéricas (la puritana Aleksandra Xoxlova de “Según la ley”), o directamente esquizofrénicas (como tantas composiciones de Lon Chaney, pero especialmente la prodigiosa doble interpretación del Mirlo y su supuesto hermano párroco de “Maldad encubierta”).

 

1919 puede considerarse el año de nacimiento del cine sórdido; el mismo año en que el maestro Griffith (otra vez Griffith) simultáneamente intuye su llegada con ciertos fragmentos de sus folletines más lúgubres, especialmente esos momentos en que muestra los rostros desencajados de algunos maltratadores: el brutal Donald Crisp de “Lirios rotos” y los mezquinos Josephine Crowell (magnífica actriz que reaparecería en algunos títulos del género) y George Nichols de “La gran cuestión”, todos ellos dispuestos a apalear o a asesinar a la frágil victoriana Lilian Gish. Pero, sobre todo, 1919 es también el año de las dos películas que inauguran el género con pie firme: “La rosa del arroyo” y “Maridos ciegos”, debidas a sus dos pilares, Stroheim y Browning; al menos, a falta de conocer los anteriores títulos del último, todos desaparecidos. Aparte de la fecha común, el paralelismo entre ambos directores es intrigante: ambos cultivaron el mismo género y se sintieron atraídos por los farsantes y por los tullidos; ambos iniciaron su andadura artística en la Universal para luego trasladarse a la Metro; ambos se verían forzados con mayor o menor presión, pero cada vez más persistentemente, a dulcificar sus propuestas; ambos acabarían coincidiendo, Stroheim como guionista, en ese cruce entre melodrama y fantástico que es “Muñecos infernales”; y ambos finalizarían sus carreras, repudiados por los estudios, en la década de los treinta, cuando el código Hays ya había conseguido extinguir el cine sórdido primigenio, y aún vivirían varias décadas sin volver a dirigir; ¡incluso en las filmografías de ambos existen, herencia de Poe, monos asesinos, en concreto, en “Los amores de un príncipe” y “El trío fantástico”! Entre los dos, hay, no obstante, notables diferencias: mientras Browning prefirió decantarse por el lumpen, por los desarraigados, los feriantes y los fuera de la ley, Stroheim puso en evidencia la sordidez humana en personajes “respetables”, preferiblemente de la alta sociedad (burgueses, potentados, nobles, príncipes), lo que no deja de ser un valor añadido; y mientras Browning, menos estilista, acusó bastante el cambio de productora, condescendiendo a veces demasiado, Stroheim, más completo y más artista, supo conservar intacto su vitriolo y mantener su exacerbado cuidado formal, de manera que, con las relativas excepciones de las aun así estupendas “La viuda alegre” (1926) y “Los amores de un príncipe” (que tan sólo es parcialmente suya), el resto de su obra brilla a una altura de vértigo. (No incluimos aquí su último film, de 1932, “Walking down Broadway”, que sufrió tantas manipulaciones que posiblemente no quede nada, o prácticamente nada, de lo rodado por él).

 

La primera película conservada de Browning, “La rosa del arroyo”, ya supone un abandono del melodrama, al que en principio se adscribe, por el nuevo género, pues pese a brindar, como tantos filmes de su director, una historia de redención, la mirada arrojada sobre la narración es tan negra como la noche; tanto en la caracterización de los personajes (el gordo y bestial camarero que despacha a los clientes), como en los diálogos (tras haber devuelto una joven de la alta sociedad el anillo de compromiso, su madre le comenta: “menos mal que no has devuelto el collar de perlas”); tanto en la descripción de la fauna humana (la patrona que, asustada al ver al inquilino que sangra, pone la escupidera bajo el brazo del herido para que no le manche la alfombra) como en las elecciones formales (el inserto del brazo que agarra el puño de Lon Chaney cuando se dispone a golpear a la arisca Priscilla Dean; los primeros planos del camarero rechinando los dientes). Si ciertas ráfagas del género del pañuelo aún soplan en “La rosa del arroyo”, en cambio, en el debut de Stroheim, la excelente “Maridos ciegos”, se aflojan hasta desinflarse. El argumento (una mujer desatendida por su marido es, durante unas vacaciones alpinas, cortejada por un oficial teutón) podría haber dado lugar a un señor melodrama, pero la mirada de Stroheim, entre ácida y arrebatada, lo transforma en algo muy distinto. Su apasionamiento, muy dosificado, no cuadra, ni mucho menos, con el del género en el que se ha solido enmarcar la obra de este americano de adopción: los planos más arrebatadores nos muestran a Margaret, no llorosa como una típica heroína de melodrama, sino sufriente y ascética como una figura mística, en claro adelanto de esas mártires de Dreyer con la mirada dirigida a lo alto (lo que trasluce, no anhelos terrenales, sino aspiración de trascendencia). Pero, siendo bellos como son los momentos de congoja de la mujer, la acidez es lo que empapa todo el film, empezando con el personaje central del teniente von Steuben (encarnado por el mismo director), una especie de encarnación desatada e irresponsable de la libido, un truhán que lo mismo flirtea con una criada que con una adinerada huésped del hotel y que no tiene empacho en repetir las mismas lisonjas de conquista a dos mujeres distintas en una misma noche. Y aun más que la caracterización de un personaje concreto, es la mirada clínica y algunos significativos detalles los que definitivamente califican el film de sórdido. Así, tras haberse colado von Steuben como una comadreja en la habitación de Margaret, la criada despechada apoya el oído en la puerta, y la turista, en el interior, hace otro tanto: la una se espía a la otra, y Margaret, casi sin quererlo, se ve atrapada en una espiral de bajeza. Tan a la vista de todos están, de hecho, las atenciones del teniente, que en la posterior pernoctación en la cabaña, un chico retrasado pondrá de manifiesto, entre risas, lo que todos saben y callan (y su padre, el hostelero, tras disculparlo, le levantará la mano para que calle). Es inolvidable también la forma cortante con que von Steuben sacude la ceniza de su cigarrillo mientras lee la misiva de Margaret, o ese humor ácido que lo muestra postergando el encuentro furtivo ¡al acicalarse frente al espejo! Tampoco el desenlace reserva las habituales dosis de sacrificio o altruismo del melodrama: marido y rival se enfrentan en la cumbre de la montaña; el marido amenaza con tirar al otro por el precipicio; al no hacerlo, el teniente está tentado de apuñalarlo por la espalda; finalmente, el airado marido, experto alpinista, abandona a su suerte al rival, aficionado, en la cima. Al final, cosas de la censura de la época, el marido arrepentido y la mujer incitada, pero fiel, se reconcilian, mientras la tentación se despeña. Pero lo más sorprendente de todo es que Stroheim ha jugado a fondo las cartas de la ambigüedad, pues hasta el mismo final ha ocultado deliberadamente la intención de Margaret de serle fiel a su marido: de esta forma, las miradas ambiguas en el refugio, a la lumbre y a la vista de todos, las idas y venidas nocturnas por el pasillo de la cabaña, los planos de Margaret aguardando tras la puerta, no tratan sobre el amor o el pecado, sino sobre el deseo y la carnalidad; una diferencia de primer orden con los melodramas de la época.

 

Aun teniendo en cuenta que la fuerte censura de la época solía suavizar esos radicales planteamientos, sobre todo añadiendo una redención final más o menos plausible, los siguientes títulos de ambos directores ahondaron en sus planteamientos y acabaron por asentar el cine de la ruindad: por ejemplo, “El tigre blanco” (1923), de Browning, ya apenas tiene nada de melodrama, mas que la consabida relación sentimental de la heroína, aquí más esquemática que nunca, y la redención final, mucho más coherente que en otros títulos del mismo director. No sólo eso, por en medio, se asiste a todo un desfile de sentimientos subversivos: Roy y Sylvia, sin saber que son hermanos, se reconocen y se atraen ¡por su afición al latrocinio!; Roy siente una atracción incestuosa por Sylvia y el blanco romance de ésta con Longfellow se distorsiona porque siempre está contemplado a través de la mirada celosa de Roy; Sylvia, por su parte, que responde a los angulosos rasgos de la excelente Priscilla Dean (heroína ideal del cine de Browning), se redime casi a su pesar, y eso, tras haberle asestado una puñalada a su hermano y haber maquinado una sesión de tortura, hierro candente en mano, al malvado Hawkes. En cuanto a Stroheim, a falta de conocer la por desgracia desaparecida “La ganzúa del diablo” (1920), “Esposas frívolas” supone un afianzamiento definitivo de su gusto por lo sórdido a la vez que una superación del film precedente. Ya resulta una declaración de principios el hecho de que el director la trufe de tullidos, jorobados, discapacitados mentales, personas con tics: la enfermedad física no es más que el acuse de la decadencia moral del entorno. Ejemplar de ello, y de todo el toque Stroheim, es ese plano donde aparece centrada en el encuadre una cojita, pobre, mal sujeta en sus muletas, a la que enseguida el dueño del Hôtel des Rêves la despacha sin contemplaciones para que los aristócratas tengan expedita la entrada. Asimismo, el protagonista del film, Karamzin (interpretado, de nuevo, por el mismo cineasta), continúa con la saga de villanos inaugurada por “Maridos ciegos”: un canalla dispuesto a abusar de cualquiera que lleve faldas (aunque sean retrasadas mentales), caracterizado ejemplarmente al inicio bebiéndose un vaso de sangre de buey en ayunas, y aún mejor, echándose un par de gotas de colonia bajo las orejas, para a continuación ¡tomarse un sorbito! Eso, sin olvidar a las dos compinches que lo escoltan, con sus expresiones de arpías y sus pelucones rubios escandalosamente falsos (es memorable el momento final en que la policía las despoja de ellos); y, claro está, a la necia esposa Mrs. Hughes, de la que Stroheim no vacila en reseñar su vulgaridad, mostrándola en el dormitorio con la cara embadurnada de crema, y al poco, toda desgreñada. Ciertamente, en “La marcha nupcial” el director no tardará tanto y nos mostrará a sus altezas reales, los príncipes Ottokar y María, con sus ridículos afeites nocturnos nada más empezar el film… La siguiente película del director del cráneo rasurado, “Los amores de un príncipe”, todavía producida por Universal, supone un abandono momentáneo del maurodrama por el melodrama, no sabemos si porque Stroheim fue despedido del rodaje y apenas un cuarto del material montado es suyo (acabó el film Rupert Julian), o bien por voluntad propia del director (al fin y al cabo, la posterior y excelsa “La marcha nupcial” es, voluntariamente, un melodrama). Queda el toque Stroheim en las descripciones hogareñas del brutal Schani y en todo el comienzo, rodado documentadamente por él, que propone una maliciosa disolución de los roles sexuales (la condesa Gisella despliega ademanes masculinos y fuma puros, mientras el afeminado conde Franz Maximilian no hace más que acicalarse e incluso acaricia tiernamente la mano de su criado… durmiendo, eso sí).

 

Es notorio que la Metro se convertiría en la productora más pacata de todo Hollywood, pero en los años veinte, bajo la férula de Irvin Thalberg, la empresa aún no era la pastelería de los años del sonoro; es más, tenía bajo contrato a muchos de los mejores directores de la época rodando sus mejores películas, con Vidor, Sjöström y Keaton a la cabeza. Por eso, no extraña tanto la presencia en su nómina de esos morbosos de campeonato que fueron nuestros dos cineastas, pero sí es cierto, que si bien Stroheim más o menos evitó las imposiciones de la productora (lo que forzó su despido), Browning no siempre salió airoso del envite. Por ejemplo, comparándolo con el inquietante trío de ladrones de “El tigre blanco”, el de “El trío fantástico”, a pesar de las soberbias presencias de Lon Chaney y Harry Earles (que años después sería el conde enano de “Freaks”), acaba resultando convencional: tras una primera parte magnífica, donde el director ofreció tantos momentos estelares del género (a destacar, la mirada libidinosa de unas mujeres al enano Tweedledee), la película acaba perdiendo fuelle al trasladar el énfasis a otra historia de amor y redención, sólo que mucho más lacrimógena y omnipresente que las previas en la Universal. [Tangencialmente, algo parecido les pasaría a los hermanos Marx al trasladarse de la Paramount a, de nuevo, la Metro: la desvirtuación de su idiosincrasia, saboteada por la inclusión de cándidas intrigas (es un decir) amorosas.] Otras películas de Browning adolecieron de la misma perniciosa indefinición, la cual, al diluir la severa mirada sobre el ser humano que en un principio proponía su autor, transformaba la sordidez de partida en una mera exhibición de morbosidades, como en “La sangre manda” y “El palacio de las maravillas” (1927); y otras veces, como en “Zara la mística”, ni siquiera eso. Por fortuna, Browning pudo esquivar los romances acaramelados o integrarlos de manera más productiva y coherente en sus mejores películas del período: “Maldad encubierta”, “Garras humanas” (1927) y, sobre todo, “Los pantanos de Zanzíbar”, cualquiera de las cuales bastaría para representar por sí sola todo el género. Y bastaría para definirlo tan sólo esa secuencia de “Los pantanos de Zanzíbar” que registra la llegada de Marie al antro donde vive Phroso con sus secuaces: Doc baila ebrio, espasmódicamente; Phroso se arrastra por el suelo hacia su silla de ruedas (no hay duda: es un ser rastrero física y espiritualmente); Marie los mira con expresión desencajada; todo ello, mientras los negros de la tribu celebran un funeral en el que, junto al cadáver, queman a la hija del finado, ceremonia culminada por la participación de Phroso, el rastrero, oculto bajo una grotesca y risible máscara. Aunque, ciertamente, la obra maestra del director, de tal osadía que provocaría su declive, llegaría a principios del sonoro: la imperecedera “La parada de los monstruos”, alias “Freaks”, donde pudo desactivar la ya muy escueta intriga amorosa de la pareja convencional a favor de la de los enanos, y donde desplegó una de las miradas más extrañas y chocantes que haya ofrecido el cine. ¿Se trata de un documental sobre los fenómenos de feria? ¿Es una intriga circense? ¿O una película fantástica? Ni lo primero ni lo segundo, y tampoco, a pesar de su mirada alerta a otras realidades, solamente lo último. Sin duda, en los últimos minutos se convierte en una película de terror, pero, al fin y al cabo, la intersección de este género con el drama noir es cuantiosa (véase el caso de “Psicosis”), y la mirada sórdida es la que empapa todo el film, descompuesta por el horror: “Freaks” denuncia el auténtico espanto del retorcimiento mental frente al horror aparente de la deformidad física, a la vez que, al tomar el circo por la vida, sugiere que la vida es circo, donde el “más difícil todavía” resulta ser el “más mezquino todavía”. Es una lástima que la Metro, intentando suavizar film tan incómodo, cortara alguna de las escenas más escabrosas (como la mutilación de Hércules) y añadiera un conciliador y horrible plano final, recuperado en su distribución actual, pero eliminado con mejor tino en pases más antiguos, al menos en España, que acababan el film con el sobrecogedor plano de Cleopatra metamorfoseada.

 

Ahora bien, la a buen seguro apoteosis del cine sórdido es responsabilidad de Stroheim: la versión íntegra de “Avaricia”, por desgracia perdida para siempre. El montaje que finalmente se comercializó, aparte de reducir la duración original (unas dos horas frente a las ¡diez! del primer montaje), atenúa y suprime muchas de las audacias de Stroheim, si bien, por fortuna, todavía conserva numerosas; y no nos referimos a la tantas veces elogiada escena de la boda, pues su contraposición con un funeral crea un admirable dispositivo simbólico, sólo que totalmente factible en parámetros comunes a otros géneros. Nos referimos especialmente al primer beso de Mac a Trina en su consulta, aprovechando el hombre que la joven está anestesiada (una situación que Buñuel recuperó en “Viridiana”); al paseo invernal de Mac y Trina en un paisaje húmedo y desolado, donde yacen las ratas muertas, al hecho de que se sienten sobre la tapa de una alcantarilla (constante de Stroheim: ya teníamos una en “Esposas frívolas”), y de que todo ello se corone por una declaración de amor bajo un aguacero y por un antológico efecto de montaje, en el que al beso le sigue un tren en marcha (posible eco, escarnecido, de los hallazgos poéticos del Murnau de “Nosferatu”); a que Mac celebre su aparente triunfo sentimental golpeándose la palma con el puño, como atizando a alguien; a la extraordinaria secuencia del banquete de bodas, pura caricatura, rebosante de detalles que otros géneros y directores ocultan (los padres de Trina mordisqueando las cabezas de cordero); a los desaforados primeros planos de Mac mordiéndole los dedos a Trina y de ésta llorando de dolor; a la violencia que genera la puesta en escena cuando Mac golpea a Mark en plano general y se pasa a un primer plano en contrapicado de éste yaciendo ensangrentado; a que la liberación final del canario, en pleno desierto, sea inútil, ya que el exhausto pajarillo simplemente se posa sobre la cantimplora vacía…

 

Y sin embargo, tal y como muestra la reconstrucción de esta obra capital, Stroheim aún iba más lejos en algunos fragmentos mutilados. Algunas escenas eran de una violencia inusitada (la pelea en que Mark muerde a Mac una oreja, y éste, ensangrentado como un tocino, le rompe un brazo), o de un erotismo escabroso (Trina, encarnada por la extraordinaria ZaSu Pitts, acostándose desnuda entre las monedas de oro desperdigadas en el lecho). Algunas caracterizaciones, asombrosamente repulsivas, como la faz cadavérica del lotero o los rostros pútridos del padre de MacTeague y de su amante (personajes totalmente suprimidos), que hacían que Mac, por comparación, con su cara de bruto y sus forúnculos, pareciera un angelote. Y otros muchos secundarios acabaron desapareciendo del montaje final, en la que habría sido la mayor exhibición de tipos pintorescos y deformes desde los tiempos del Bosco y de Quentin Matsys; una fauna humana que tan sólo sobrevive (algo es algo) en la antológica escena del banquete nupcial, donde orondos y flacos, inmensos y menudos, esbeltos y contrahechos, viejos y pequeños se atracan con avidez, eructando, hurtándose la comida, comiendo con las manos (o más precisamente, con las dos manos), chupándose los dedos, secándose el sudor con la servilleta… Semejante galería y semejante desmesura liga “Avaricia” con el expresionismo pictórico y literario (no el cinematográfico), cuando no la hace lindar con el puro surrealismo. No es de extrañar que Thalberg y la Metro acabaran mutilando la película, pues lo raro fue en realidad que se le diera carta blanca a Stroheim para rodar lo que rodó: ninguna otra productora de Hollywood, ni de Europa, ni de ningún otro país habría tolerado tanta subversión.

 

Para continuar su carrera Stroheim debió abandonar el cine de la crudeza y, ahora sí, dedicarse a filmar melodramas… aunque esto no significa que con ello perdiera fuelle: si “La viuda alegre” es, efectivamente, una obra menor, la inacabada “La reina Kelly” es extraordinaria y la arrebatadora “La marcha nupcial” es una obra maestra a la altura de “Avaricia”, al menos, de la versión reducida. Y aunque fueran melodramas, Stroheim siguió trufando sus películas de detalles ácidos y escabrosos, de forma que algunas secuencias parecían trasvasadas de un drama sórdido: uno de los momentos inolvidables del género y del cine del austroamericano es aquél de “La marcha nupcial” que nos ofrece el forcejeo del tosco carnicero Schani con la frágil Mitzi alternado con primeros planos de caretas de cerdo. Menos evidente resulta, en cambio, la adscripción genérica de la inacabada “La reina Kelly”, versión desleída de lo que, a buen seguro, completa, habría sido finalmente un drama negro, cuando menos un fructífero cruce entre ambos métodos rivales. Al menos, es lo que cabe colegir de las magistrales secuencias africanas de la última empresa muda de Stroheim, pertenecientes a las grandes cumbres del cine sórdido, de una viscosidad y exasperación temporal nunca vistas hasta la fecha… y que no es de extrañar que impelieran a una Gloria Swanson escandalizada, o simplemente temerosa de censuras imponderables, a zanjar el rodaje del film.

 

Mientras el cine sórdido americano poco a poco iba cediendo el paso al naciente cine negro (“La ley del hampa” y, sobre todo, “Thunderbolt”, de Sternberg, son los eslabones intermedios, si bien la primera tiene más de melodrama que de sórdido), en otros lares el género empezaba a florecer tímidamente. Pues, inesperadamente, el siguiente gran director que se alistó en la corriente fue el injustamente olvidado Lev Kuleshov; si bien sus incursiones tomaron un carácter totalmente distinto, pues el soviético, sin abandonar los rasgos más característicos del género, lo recondujo hacia la abstracción.

 

Antes, sin embargo, se impone un paréntesis. El cambio de década fue el momento en que surgió una figura capital del cine, que, bastante más tarde, en los años cincuenta, recuperaría el extinto cine de la mezquindad y acabaría configurándose como su más destacado practicante: el aragonés Luis Buñuel. Las tres películas que rodó en esa época puente entre el mudo y el sonoro no caben adscribirse plenamente al género, pero ya muestran, al retomar muchos de sus presupuestos, la pasión que el cineasta sintió por él. En efecto, si el cine sórdido puede considerarse una contestación sarcástica al melodrama, en sus dos primeros filmes, “Un perro andaluz” (1929) y “La edad de oro” (1930), Buñuel parece proponer una irrisión del género ruin desde dentro de él; o mejor, ofrecer un cruce absolutamente personal entre el maurodrama y el cine cómico, que trasluce la gran admiración del director tanto por Stroheim como por Keaton. En estas dos obras inaugurales y ya magistrales Buñuel recupera tantas situaciones típicas del sórdido (el deseo y el acoso sexual, la violencia de los instintos, los crímenes…), sólo que adobadas por una sorna y sentido del humor mucho más invasor, o incluso diluyéndolas en brillantes gags (como la depilación telepática del sobaco femenino en “Un perro andaluz”; o en “La edad de oro”, la patada al perrito, la defenestración del obispo, o ese Sade caracterizado como Cristo que, tras una de sus orgías, sale del castillo ¡afeitado!). Si ambas películas, empapadas tanto por la técnica de los collages surrealistas como por la insolencia dadá, conforman un díptico finalmente inclasificable, más evidente resulta la cualidad sórdida de “Las Hurdes” (1932). Nominalmente es un documental, pero Buñuel efectúa una operación similar a la realizada por Murnau en “Tabú”, donde el documental se transformaba en melodrama. Quizás sea menos evidente en la película española, por carecer de argumento y de actores; o quizás no tanto, pues siempre se ha destacado la abrumadora subjetividad de Buñuel al abordar un género que, al menos entonces, pretendía ser objetivo. Por ello fue prohibida por la República española y por ello otros hablaron de una cualidad surrealista del film que en realidad no tiene… a no ser la de un naturalismo exacerbado, como en el caso de “Avaricia”. Y es que Buñuel, en lugar de una visión más ecuánime de la región hurdana, efectúo una criba absolutamente parcial y ofreció una escalada intolerable de crueldad, que incluía muchas de las situaciones características del sórdido… sólo que reales: rituales bárbaros, supersticiones, miseria, carroñas, malformaciones genéticas, idiocia, sepelios, etc. Tamaña osadía le valdría al aragonés la expulsión de la industria en un momento en que las censuras se hacían mundialmente omnipresentes y asfixiantes. Buñuel tardaría en volver a rodar más de quince años, pero los ajustados presupuestos mexicanos le proporcionarían en cambio la libertad para retomar, ya sin disimulos ni coartadas, su género favorito; y en concreto, a él pertenecen tres de sus cuatro mejores películas (que ya es decir): “Los olvidados” (1950), “Él” (1952) y “Viridiana” (1961) (la otra es, evidentemente, “El ángel exterminador”).

 

Retrocediendo a finales de la etapa silente y cambiando de país, no sorprende la adscripción al drama noir del ruso Kuleshov, aunque sólo fuera porque nunca había mostrado el fervor revolucionario de sus camaradas y todas sus películas mudas volvían la mirada obstinadamente a géneros entonces clásicos. Primero, “El proyecto del ingeniero Plight” (1918) era un film de aventuras de espionaje; luego, “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los bolcheviques” (1924), puro cine cómico; y a continuación, “El rayo de la muerte” (1925), una nueva incursión en el cine de espías. Esta última sátira, magnífica, supone un asombroso puente entre las inclinaciones cómicas anteriores de Kuleshov y las afinidades sórdidas por venir: a la par que se arroja una mirada severa sobre la brutalidad de los espías, hay una continua mofa de las convenciones melodramáticas, y por haber, hay hasta muertes que resultan cómicas.

 

El siguiente eslabón en la carrera del ruso fue “Según la ley”. En este caso, la fuente original de Jack London y la ambientación en el Yukón no conllevó un film de aventuras, y al igual que Chaplin hizo el año anterior con “La quimera del oro” (1925) cine cómico, Kuleshov ofreció aquí un señor maurodrama. Es más, el director aún fue más lejos que sus predecesores, pues, lejos de la dosificación que, pese a todo, éstos solían mostrar, forzó el naturalismo típico de Stroheim y de Browning hasta desembocar, a base de puro exceso, en un feroz expresionismo (acentuado por un detalle nada baladí: las feas, careadas dentaduras de los actores). En efecto, al uso estilizado, casi desnudo, del decorado y del paisaje opuso un radical trabajo de interpretación, más que moldeado o esculpido, cortado a hachazos (y quizás haya que reprochar a Xoxlova algún cambio demasiado abrupto: claro, que encarna a una histérica). Desde la presentación de los cinco personajes (en la que destaca la de la puritana Edith, con sus piernas formando una cruz) y la inmediata escena de la colación, en la que los cuatro haraganes le birlan la comida al medio retrasado Dennin, hasta ese final en que el fantasma de Dennin, bajo un aguacero, vuelve a la cabaña a recoger su oro, la película rebosa de momentos estrella del género: la muerte de Harky, con las judías escurriéndosele por el cráneo; los ataques de Hans a Dennin, como si fuera un perro de presa; sus dientes rechinantes y su repentina calma con las caricias de Edith; Dennin, atado, retorciéndose como una fiera (sólo le falta echar espuma por la boca); Edith y Hans tirando como perros de carga del trineo con los cadáveres de Harky y Dutchy; el paralelismo entre Dennin arrastrándose en el suelo nevado y Edith revolcándose en el montículo de la tumba; las ambiguas expresiones de Edith al hacer “justicia” con Dennin (sólo le falta tener un orgasmo); cómo, de camino a la horca, Hans lleva el rifle mientras Edith empuña la Biblia; la forma ciega y afanosa de ambos de empujar el cajón para que Dennin pierda pie y sea así “ejecutado”, etc. La película, evidentemente, denuncia el concepto de justicia burguesa como una mentira aliada de la religión (Edith, con su Biblia, exige que el culpable tenga un juicio “justo”, pero ni puede evitar mirar premonitoria y morbosamente al cuello de Dennin, ni sentir escalofríos de placer, ya dispuesta a ejecutarle). Pero también, y sobre todo, plantea la reducción del ser humano al puro animalismo; de hecho, es una gran ironía del film el contrapunto del perro del equipo, que parece mucho más pacífico y civilizado que sus dueños… Entre tanta mezquindad destaca una escena de sosiego: la narración que Dennin hace de la anhelada vuelta a su Irlanda natal, a la casa materna, rico y respetable, y la posterior emoción que le embarga a él, a Edith y Hans… y al perro.

 

Por desgracia, los seis siguientes filmes de Kuleshov, que configuran su etapa más prolífica, o no se han difundido o han desaparecido. Tan sólo hemos podido tener acceso al escaso fragmento conservado, de apenas un cuarto de hora, de “Una conocida suya” (1927), film que revela un abandono del género por parte del cineasta, aunque perdure esa mirada ácida, típica de sus practicantes (así, el momento en que Xoxlova, despedida de la imprenta, parece abandonarse a la añoranza, en plano general, se ve matizado por la invasión en el lado inferior del cuadro de una gran pila de basura: la mujer de la limpieza está trabajando). Es una lástima que sólo quede un magnífico muñón por el que es imposible hacerse una idea cabal de una película que quizá se contara entre las obras maestras del final del período silente.

 

Por fortuna, sí es posible el acceso al segundo título sonoro del ruso, “El gran consolador” (1933), una de las grandes películas olvidadas del cine. Ya no es que se cuente, sin lugar a dudas, entre las mejores de un quinquenio creativo como pocos, sino que lleva el cine sórdido a unas cotas de abstracción inauditas para la época y para cualquier género, que se anticipa, nada menos que en tres décadas, a estructuras y temas que no reaparecerían hasta la eclosión de la modernidad cinematográfica de los sesenta… y que es tan sumamente personal que no se parece a ninguna otra película, ni de su director ni de ningún otro. Quizás también se trate del último film sórdido de su autor, pues el único posterior que conocemos de él, “Los siberianos” (1940), ya encaja, a regañadientes, en la doctrina del realismo socialista, lo que no impide que sea, si no genial, estupendo. Si las censuras mundiales estaban empeñadas en finiquitar el género, Stalin, evidentemente, no se iba a quedar atrás…

 

Basada libremente en la obra y en el real encarcelamiento del literato estadounidense O’Henry, “El gran consolador” está estructurada en tres bloques que van alternando: la vida real del escritor O’Henry, seudónimo  de Porter, en la cárcel, considerado por presos y lectores, debido a sus curas y a sus relatos, como “el gran consolador”; la vida real de una lectora suya, Dulcie, entusiasmada por su obra; y la ilustración de uno de sus relatos, “La metamorfosis de James Valentine”, basado, pero convenientemente modificado, y sobre todo edulcorado, en la vida real de un prisionero tuberculoso. El contraste entre la cruda vida real de los personajes de la película y la idealizada de los del relato no hace más que poner en evidencia las convenciones del melodrama, aquí virado hacia la sátira para mejor denunciar su falseamiento de una realidad deprimente. Además, el bloque del cuento, central en el film, está rodado como una película muda, sin diálogos y con intertítulos, en un cariñoso guiño del director (¡ya en 1933!) a un cine en el que había descollado y que justo entonces desaparecía; pero no es esta opción lo que le dota al fragmento de su falsedad a la vez que potencia su atractivo, sino el hecho de que está planificado, coreografiado mejor, por los movimientos, por los gestos, por las miradas, como si se tratara de un ballet, expresión artística estilizada y artificiosa por antonomasia (de hecho, la actriz que encarna a Annabel, Galina Kravchenko, era también bailarina).

 

Sin embargo, tan admirable como la construcción pasmosamente moderna de esta fascinante película es que, partiendo de una austeridad absoluta, rayana, insistamos, en la abstracción, se creen tantas conexiones y sugerencias y haya tanta riqueza en la utilización de los recursos; así: los tiros de cámara (reducidos en la tienda y en la habitación de Dulcie a uno solo, lo que redunda en la idea de prisión vital); los gestos de los actores (cómo el detective Ben le sujeta el teléfono al alcaide mientras éste se afeita; las miradas de Annabel; el ciego vaivén del reo); el uso del sonido (el chirrido de la carretilla que transporta a Valentine; la risa de la compañera de Dulcie, siempre en off); lo sugerente de la genial iluminación (las sombras que proyectan los prisioneros o que se proyectan sobre ellos, como si estuvieran ahorcados, como si fueran muertos en vida; o la avasalladora sombra chinesca de la carnal y alocada compañera por encima de la frágil Dulcie, lo que sugiere dos actitudes vitales, y en concreto frente al sexo, totalmente opuestas); los efectos de montaje entre planos (los pies de Ben subiendo las escaleras en paralelo con el rostro extasiado de Dulcie), o internos al plano (la repentina aparición de Ben, con su silueta fálica a contraluz, en la puerta del apartamento de Dulcie, allí donde suele aparecer la sensual sombra de la compañera, efecto que dota a sus apariciones de una soterrada violencia sexual); o incluso, algo que sin duda deslumbró e inspiró a Ejzenshtejn (lo que a éste le costaría teorizar una década, Kuleshov lo llevó a la práctica nada más empezar el sonoro), los efectos de montaje polifónico (la primera vez que aparece un inserto del libro de O’Henry se oye la risa burlona de la compañera de Dulcie; la última, con la tapa toda arrugada, el grito de horror de la lectora).

 

“El gran consolador” acaba siendo finalmente la historia de dos humillaciones intolerables, perpetradas por el sistema con la complicidad del arte, representado aquí por la literatura. Primera: la del recluso, compañero de Porter y convencido por él para que colabore con las autoridades bajo la promesa de un indulto que, una vez cumplido el trato, se verá denegado, precipitando su muerte. Segunda: la de la lectora obnubilada por los príncipes azules de las narraciones de O’Henry, ciega a la rastrera realidad, y que acabará, casi sin darse cuenta, vendiéndose sexualmente a Ben, el rijoso detective de atuendo vaquero. No se trata, ni mucho menos, de una crítica al escritor O’Henry y a su literatura burguesa (como pretendían los esbirros estalinistas: sin duda, Kuleshov, disidente a la chita callando, disfrutaba con ella), sino una denuncia del arte puesto al servicio del poder (un tema al que, que sepamos, tan sólo se aproximaría en cierto modo Bergman treinta años más tarde, en 1964, en la injustamente denostada “Esas mujeres”); ¿quizás, más en concreto, una pulla a las obras de sus camaradas postrados ante la ortodoxia soviética, ciegos ante el hecho de que los rusos vivían sin libertad y en la miseria, como en una enorme prisión? Otros, de hecho, han apuntado un detalle esclarecedor en el diálogo del film: James Valentine se queja de haber estado pudriéndose en la cárcel 16 años; pues bien, 1933-16=1917, ¡la fecha de la revolución de octubre!

 

Porter, véase O’Henry, es al principio un ser ambiguo, excesivamente (falsamente) compasivo, de gesticulación exhibicionista (lo que le valió a Xoxlov la acusación de interpretación teatral, lo cual era un efecto buscado por el cineasta), que lo mismo confraterniza con guardianes que con presos. Sin embargo, poco a poco el film irá desvelando de qué ralea está hecho: tras el engaño hecho a Valentine, Porter protesta al alcaide, pero éste, que antes ya compartía los puros con él, lo soborna con un nuevo “regalo” (es admirable el plano en que la mano de Porter, sólo la mano, surge como avergonzada para cogerlo, un gesto subrayado por la sombra en la pared: es un hipócrita de tomo y lomo); y aún tiene el valor, confortado por la bebida y el soborno, y estando el Valentine real ya muerto, de acabar su historia añadiendo un tópico final feliz, con el lozano Valentine literario prometido a la bella Annabel. No hay duda: su egoísmo es recalcitrante. El cineasta Kuleshov, de hecho, le enmendará la plana al personaje Porter, y tras un rótulo posterior que reza “Final Feliz”, propondrá dos desenlaces que raramente la industria consideraría como felices, pero que lo son, porque hacen justicia, aunque amarga y póstuma, a las humillaciones del film, pues brindan la rebelión de los sometidos y la posterior ejecución de los verdugos.

 

Ciertamente, el mismo Porter, ése que necesita de la bebida de la que el alcaide le provee para inspirarse, ese mismo que perora que sólo se debe escribir sobre sus sueños o ¡sobre lo que dijo un loro!, ya lo había confesado en una de sus histriónicas cavilaciones: no se puede escribir con tinta, sino con la sangre del corazón… ¡pero no del suyo, sino del de otros! Por ello, el plano final de la película lo muestra consciente de su cobardía e indignidad, tras las rejas de su celda, abrazado a ellas, con la iluminación y el gesto haciendo de él poco menos que el mono de un zoo…, o quizás, como sugieren esos brazos en cruz, un Cristo lamentable y fracasado, cuyo sacrificio no es el suyo, sino el de los demás. Si el epíteto de gran consolador suele asociarse a Dios o a Cristo, el final no puede ser más irónico: el gran consolador del film, el gran humillador en realidad, es un patético impostor.

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