Las películas de los demás


Por Carlos Calvo

  A la gente parece que la película ‘Rocky’ le da como mucha esperanza. De las siguientes entregas de la franquicia, maldita sea, mejor no hablar.

   Esto es lo que ha debido entender Ignacio Estaregui para seleccionar, en un ciclo programado en el museo Pablo Serrano de Zaragoza, esta típica ‘americanada’ en su afán por conmover a través del mundillo del boxeo y la vida de un aspirante (interpretado, recuerden, por Sylvester Stallone, autor igualmente del guion). Es, no se engañen, una película tramposa para satisfacer las necesidades de los espectadores. Todos tenemos nuestras películas de referencia, desde luego, pero que el cineasta zaragozano elija este filme dirigido en 1976 por John Avildsen parece una broma. Y maldita la gracia que tiene. Como la de su largometraje ‘Miau’, de reciente producción. Está claro que el mundo del cine se retroalimenta en base a los filmes preexistentes, nutriéndose de sus predecesores. Pero a ver si espabilamos.

  Si Estaregui pincha en hueso, otros cuatro profesionales más del celuloide eligen mejor para hablar de “las películas de los demás”. Así se titula este ciclo que acaba de comenzar y se prolonga hasta mayo. Una sesión por mes. Coordinado por Adrián Domínguez Barbáchano (sobrino del autor de un interesante libro sobre Luis Buñuel, “el director más moderno del cine español”), el ciclo se compone de películas que han marcado, en cierta manera, a los directores invitados. ¿Qué opinan los cineastas de las películas de sus colegas? A esta pregunta responden los invitados en unos filmes para comentar y debatir con el público. Y todos tiran de películas antiguas. ¿Es que el cine actual no es tan bueno?

  Así, el madrileño David Trueba (el de ‘La silla de Fernando’, junto a Luis Alegre), para quien “nadie es director de cine o escritor si no ha disfrutado del placer que da de joven una buena película o un buen libro”, se hace cargo de una de sus películas de referencia, nada menos que ‘Perdición’ (1944), de Billy Wilder, una trágica combinación de sordidez, audacia y pasión que esculpe a Barbara Stanwyck como una fascinante “mujer fatal”. Y todo unido a la compleja y paternofilial amistad entre un vendedor de seguros -inculpándose de un crimen- y su jefe, un inmenso –como siempre- Edward Robinson. La película es la adaptación de una historia de James Cain, transformada en guion fílmico por Raymond Chandler y el propio Wilder. Desde el inicio del metraje, estructurado en la mezcla de flashbacks, primeros planos y la utilización de voces en off, se conoce el desenlace del relato, pero eso no le resta un ápice de intriga al desarrollo de la trama. “¿Cómo iba yo a saber que a veces el asesinato tiene un aroma parecido a la de la madreselva?”. El autor de ‘Vivir es fácil con los ojos cerrados’ sabe lo que elige.

  El catalán Jaime Rosales, un cineasta que se separa del cine español con filmes conceptuales o relatos cotidianos rotos por giros trágicos, se centra en ‘Sed de mal’ (1958), de Orson Welles, una abstracta y casi kafkiana alegoría sobre la justicia, la ambición y la amoralidad, elaborada a partir de una peculiar historia negra repleta de personajes turbios, crispados, todo un fascinante viaje visual que arrastra al espectador a un mundo de pesadilla y a un expresionista festín sensorial. Esta película, que supuso el retorno de Welles a Hollywood tras su exilio europeo, está basada en una novelita mediocre de Whit Masterson, cuyo guion estaba destinado a un filme de serie b, pero el cineasta trasciende este relato fronterizo en un montaje que deriva en la destrucción del tiempo y del espacio real. Un insignificante thriller, pues, transformado en arte, célebre por su plano secuencia del comienzo, tres brillantes minutos en los que la cámara, situada sobre una grúa, desciende en picado hacia una bulliciosa escena nocturna. La caza final es un delirio de exuberancia visual, efectos sonoros experimentales y omnipresente  fatalidad.

  Por su parte, la zaragozana Isabel Peña (guionista de Rodrigo Sorogoyen) ha elegido ‘Senderos de gloria’ (1957), de Stanley Kubrick, una intensa película bélica basada en la novela de Humphrey Cobb y adaptada por Jim Thompson, Calder Willingham y el propio director, sobre un incidente vergonzoso que sucedió realmente en el ejército galo durante la primera guerra mundial. Kirk Douglas es un sincero e intrépido capitán de un batallón francés que defiende ante un consejo militar a tres soldados acusados de cobardía. Y todo porque un anciano general con ideas trasnochadas mandó a las tropas atacar frontalmente a los alemanes, produciendo una carnicería. Las intrigas políticas durante el parcial juicio entorpecen el trabajo del oficial. Uno de los títulos claves del antimilitarismo cinematográfico.

  Por último, la sevillana Celia Rico (que debuta en el largometraje de ficción en 2018 con el drama maternofilial ‘Viaje al cuarto de una madre’) se centra en ‘La ventana indiscreta’ (1954), de Alfred Hitchcock, toda una lección cinematográfica que sitúa su acción a caballo entre un apartamento y un patio vecinal, yendo más allá de los habituales recursos del suspense para provocar inquietud, según la novela de Cornell Woolrich, adaptada por John Michael Hayes, frecuente colaborador en los guiones del maestro. El filme está construido con tal precisión que verlo es como observar un ecosistema vivo y palpitante, con la emoción añadida de un misterioso asesinato sacado a la luz. Las sugerencias de esta obra son infinitas, una mezcla sublime de comedia costumbrista, thriller de intriga y filme de erotismo suave como la seda y caliente como la lava (el calor que sufre el lisiado protagonista –un inconmensurable James Stewart- es algo más que fruto de la temperatura ambiental). Una metáfora del propio cine, al fin y al cabo, del acto de mirar sin ser visto que se convierte, finalmente, en espejo perverso del deseo. Porque el protagonista, en última instancia, comprende que lo que tiene delante de sus narices (Grace Kelly, nada menos) es mejor que cualquier cosa que pueda ver desde la ventana.

  Cada uno tiene sus preferencias, solo faltaba, y todo cineasta tiene sus propios referentes, sus fetiches fílmicos que han podido influenciar en su propia obra. Pero uno, vaya por dios, echa en falta títulos más modernos (‘2046’, de Wong Kar-Wai, pongo por caso) o, ya puestos, clásicos como el ventrílocuo de Cavalcanti en uno de los episodios de ‘Al morir la noche’, el Chaplin de ‘Luces de la ciudad’, el Polanski de ‘El quimérico inquilino’, el Chabrol de ‘El carnicero’, el Huston de ‘Dublineses’, el Resnais de ‘Mi tío de América’, el Losey de ‘El merodeador’, el Buñuel de ‘Él’, el Bergman de ‘La hora del lobo’, el Dreyer de ‘Dies Irae’, el Lewin de ‘Pandora y el holandés errante’, el Ford de ‘Centauros del desierto’, el Malle de ‘Atlantic City’, el Wyler de ‘La heredera’, el Mizoguchi de ‘La historia del último crisantemo’, el Cukor de ‘Doble vida’, el De Sica de ‘Ladrón de bicicletas’, el Fellini de ‘Ocho y medio’, el Melville de ‘El silencio de un hombre’, el Tarkovski de ‘Stalker’, el Herzog de ‘Woyzeck’, los Taviani de ‘Buenos días, Babilonia’ y así. Títulos, en fin, que bien podrían servir para venideras ediciones. ¡Pero no ‘Rocky’, por el amor de dios! Que la cosa no consiste en satisfacer las necesidades de la gente. La esperanza, decía.

  Cuestión de gustos, en cualquier caso. O de lo que sea. Porque ahora que se ha explorado la mirada, solo queda una cosa: que usemos los ojos para ver cualquier obra del séptimo arte y no del icono. Justo lo que a nadie le interesa.

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