La nueva Zaragoza antigua de Trallero, editor y pastelero

164zaragoza-antigua-II-P
Por Carlos Calvo

  Los tiempos son hoy mejores y disfrutamos de mucha más libertad y confort que antaño, pero yo añoro aquella infancia en la que la calle y los amigos era todo lo que necesitábamos para ser felices. “La leche era leche y los pollos sabían a pollo”, se suele oír hoy a cualquier persona mayor en cualquier supermercado.

    También la información era propaganda y las películas estaban censuradas. Tu madre te llamaba a gritos desde el balcón para que subieras a cenar y luego te dormías viendo la televisión en blanco y negro del comedor. En su defecto, la radio nunca faltaba en la cocina. También te llevaban la leche natural a casa, o al colegio, en unas tinajas metálicas de color gris. Incluso tu abuela te contaba que existían coches de caballos en Zaragoza. Y desde su fábrica de caramelos expendía sus productos para esos cines ya desaparecidos: Fuenclara, Latino, Coso, Victoria, Dorado, Actualidades, Avenida, Coliseo, Gran Vía, Palacio, París, Pax, Roxy…

  Y había muchas profesiones que hoy también han desaparecido, nobles oficios que ya no existen: los talabarteros, los tundidores, los traperos, los piconeros, las lavanderas, los organilleros, los herreros, los serenos, los cerilleros, los afiladores, los limpiabotas, los faroleros… Tu abuela, incluso, te llevaba a la periferia, o donde fuera aquel sitio, y había unas aguadoras con unos botijos de colores que cobraban una perra gorda por un trago. “¡Qué coméis para que no bebáis!”, exclamaban al ver pasar a la gente de largo. Hoy los jóvenes no han visto un botijo y no saben lo que era una perra gorda.

  Todos estos pensamientos te vienen a la cabeza al ir pasando, con atención, las hojas de ‘Zaragoza antigua II’ (Ediciones Sariñena, 2016), la segunda entrega que Salvador Trallero dedica a la capital del Ebro, una ciudad por la que siente una especial relación de amor. Y es que solo desde el amor se puede abordar una aventura editorial de estas características, cuidada hasta el mínimo detalle y, además, costeada de su bolsillo. Lo que no es moco de pavo. El volumen contiene una valiosísima y personal selección de imágenes procedentes de diferentes archivos y colecciones, tratadas con los medios actuales que permiten recrearse en detalles que serían inapreciables en su formato original.

  Muchas instantáneas te sorprenden. El libro se erige en material imprescindible para quienes alimentamos la insaciable curiosidad de conocer el patrimonio de nuestra ciudad, una suerte de recuperar su memoria, con su urbanismo, sus habitantes y sus oficios. La memoria es necesaria, es imprescindible, es la savia que alimenta las soluciones nuevas. La memoria engendra conocimientos y escupe sentimientos. Incluso pasiones. Tan poderosa como un arma o tan inocente como un juguete. Depende de la mirada moral que contempla el pasado. Toda una aventura ardua y apasionante porque Zaragoza, dicen, fue la tercera ciudad más fotografiada de España, después de Madrid y Barcelona. Acaso se debe a que en la inmortal se establecieron, a principios del siglo diecinueve y principios del veinte, excelentes fotógrafos para desarrollar estrategias comerciales. Para muestra, dos botones: el catalán Lucas Escolà y el alemán Gustaf Freudenthal.

  Esa ingente variedad de instantáneas congeladas en placas de cristal tienen, hoy, su réplica afectiva en la mirada de Salvador Trallero. Así, este sariñenense de la añada del 66 opta por ofrecernos una visión de Zaragoza con tintes cinematográficos. Breves textos –como en las películas mudas- aportan la información precisa para situar al lector-espectador en los escenarios por él elegidos. Por ello, las imágenes del libro no solo tienen valor por sí mismas, sino por las historias que cuentan o sugieren. Son relatos de una ciudad demasiadas veces víctima de la piqueta: el castillo Palomar, derruido en 1969; el lavadero de La Balseta de San José, cerrado en 1970, o el edificio de la señorial universidad de La Magdalena, derribado en 1976 pese a la incontestable presión vecinal.

  Las ciudades son seres vivos y poderosos, escenarios de lo diverso y lo abundante. Por eso resultan esenciales a la galería de lo humano. “La función principal de las ciudades”, decía Lewis Mumford, “es convertir el poder en forma y la energía en cultura”. La capital del Ebro es un escenario privilegiado para Salvador Trallero, donde resuenan algunas voces melancólicas del pasado. Recorrer la ciudad antigua es vivir en un tiempo en el que el honor tenía algún sentido. La ciudad es siempre un contexto elocuente y variado. La ciudad de antaño y la de hogaño son extremos que se tocan en una exploración de los límites. El recorrido fotográfico que hace Trallero enseña las heridas del tiempo. Y edita libros para que no se evaporen los recuerdos.

  Aquí tenemos, sin ir más lejos, el recuerdo de la calle Sobrarbe en el barrio del Arrabal, hacia 1920, con el tranvía y las torres de la iglesia de Altabás. O el recinto ferial con norias y carruseles en la actual plaza de los Sitios, en la década de 1910. O la tercera puerta de Santa Engracia, con la facultad de Medicina y Ciencias al fondo, a finales del siglo diecinueve. O las almadías en el Ebro, en una fotografía fechada en 1930. O la venta de equinos en el paseo de la Mina, hacia 1915. O el tranvía nº 2 de la línea del Bajo Aragón, con el director de la sociedad tranviaria Manuel Escoriaza en la cabina del conductor, de 1902. O varios animales concentrados en un abrevadero del paseo del Ebro, hacia 1895. O el reparto de carne por la ciudad, en 1906. O el interior de una de las naves de la matacía, hacia 1930. O el paso subterráneo de Delicias en 1918 y las obras de su desdoblamiento en 1955.

  También las lavanderas en el barrio de Santa Isabel. Y el lavadero al final de la cuesta del Morón. Y la fachada del teatro Pignatelli. Y la exposición hispanofrancesa de 1908. Y el puesto de venta de la asociación de confiteros. Y el barco de pasajeros del canal Imperial. Y la venta de pavos en la antigua plaza de la Constitución. Y la inauguración de la plaza de los Sitios, abarrotada de gente. En fin, la historia se construye con letras, pero también con imágenes. Cada vez más. Una iconografía que nos llega desde el pasado, nos trae hasta el presente y nos cuenta lo que pasó y cómo eran las personas y los paisajes.

  Como decía, ciertos escritos del ayer sirven de entradillas a las imágenes misteriosas como una emboscada, a los inmensos laberintos de piedra, a las tiendas y cafés, a las fuentes y quioscos, a los baños y bancos situados a intervalos, a las mercaderías de caza, frutas y hortalizas, a la forma elíptica de la ciudad romana cruzada por las dos vías principales y un dédalo de callejas. Ahí están, para demostrarlo, los textos de Benito Pérez Galdós, Gustave d’Aloux, Rafael Pamplona, Isidoro de Antillón, Charles Didier, Charles Bogue Luffman, Manuel Joven, Alexandro Lobarde, Fortún Solfí, Manuel Gascón, Pascual Madoz, Samuel Edward Cook, Joaquín Gimeno o Juan Bautista Labaña.

  La fotografía es emocionante porque nos permite aproximarnos de forma real a quienes nos precedieron. En este libro vemos cuatro o cinco generaciones de zaragozanos y los contemplamos en su entorno, en su barrio, en su ciudad. Caminamos con los contemporáneos de nuestros bisabuelos, abuelos, padres y hermanos para recorrer sus distintos escenarios. En realidad, es una forma también de verlos a ellos. Es la emoción de caminar con quienes compartieron vivencias con nuestros antepasados. Y así, ahora, también con nosotros.

  La Zaragoza que nos muestra Salvador Trallero, finalmente, tiene un elemento seductor por excelencia: la portada. Otro de sus aciertos. La secuencia iniciada en el primer tomo, con ese coche que atraviesa de izquierda a derecha la ribera del Ebro siguiendo las vías del tranvía, en esta segunda portada la enlaza con un ingenioso recurso de continuidad: el tren que cruza el puente, de derecha a izquierda. Cine puro. Una vez más.

Artículos relacionados :