Por Liberata
Los efectos de la crisis económica que afectara al país habían llegado incluso hasta la programación de los festejos con los que aquel pequeño pueblo honraba a su santo patrón. Para colmo, el tiempo tampoco estaba contribuyendo al esplendor de los mismos, aunque, por otra parte, se considerara a la lluvia caída beneficiosa para la sedienta tierra.
Lo cierto era que, entre unas cosas y otras, el personal andaba tristón, sintiéndose un tanto disconforme con la parquedad revestida por los actos de aquel domingo en que se clausuraban las fiestas. Durante la mañana del mismo, bajo un cielo todavía nublado aunque, al parecer pronto a despejarse del todo y brindar un agradable día otoñal, los ventanales que daban a la plaza iban abriéndose perezosamente, como si fueran unas grandes, verticales y soñolientas pupilas. Desde uno de los balcones más antiguos, la enjuta figura de una anciana parecía contemplar el húmedo pavimento mostrando una actitud a tono con las restantes. Elvira Pardo Guillén había nacido tres cuartos de siglo atrás en aquella misma casa, por entonces el hogar de la familia integrada por la hija de unos acomodados labradores, el joven esposo de la misma -un templado maestro foráneo que ejerciera en la escuela local- y la pequeña Magdalena, primer fruto de la dichosa unión. Por un instante, Elvira creyó escuchar de nuevo aquella frase que, dadas las circunstancias a que aludiera, cobraría siempre cierto dramatismo en la voz de su madre: “Eran tiempos difíciles, pero, gracias a la decisión y la templanza de vuestro padre, logramos salir adelante.” “Decisión y templanza”, características éstas que, en su caso, unidas a un congénito entusiasmo allanarían el camino hacia el logro de los propios objetivos.
Aunque la familia se trasladara a la capital cuando las niñas contaran ocho y diez años, éstas se hallarían siempre entrañablemente ligadas a su pueblo natal. Ambas amaban el genuino entramado que formaran las rectilíneas calles en torno a la rectangular plaza Mayor, las airosas torres de la iglesia parroquial y del convento; la hermosa campiña, los añosos olivos. La cadena de suaves colinas que limitaran su horizonte tras el río murmurador… Por su parte, Elvira se sentiría tan vinculada al acontecimiento más notable de su historia moderna, que, sin duda, ello contribuiría a determinar muy temprano la elección de su trayectoria profesional. Casualmente, había nacido el mismo año en que el más ilustre de sus paisanos -quien lo hiciera cuatro décadas atrás destinado a ser un extraordinario tenor- falleciera lejos del lugar, tras haber cantado en los mejores teatros del mundo y emocionado a cuantos escucharan aquella voz prodigiosa, rotunda a la vez que aterciopelada, entre otras extraordinarias características. La temprana desaparición del divo, debida en parte a su naturaleza mucho más pasional que reflexiva, daría paso, inevitablemente, a la leyenda. Circunstancia recurrente con la de que la madre de Magdalena y Elvira -que habría recibido una refinada educación en un internado de la provincia- trasmitiera a sus hijas el amor a la música, así como sus conocimientos de la misma. Para la más joven, los objetos más venerados del hogar en que creciera serían el hermoso piano de cola y el gramófono de magnífico sonido, con la consiguiente colección de discos de piedra que lo sustentara, entre los se hallaba todo cuanto su ilustre paisano grabara antes de morir. Desde edad muy temprana, se acostumbraría a escuchar con deleite las obras líricas, las canciones, los himnos, las jotas y las nanas en aquella voz inconfundible de bellísimo timbre, lo cual influiría en que eligiera el Conservatorio de la capital como la acogedora escuela en que, como alumna primero y como docente más tarde, se desarrollaría su entusiasta vocación musical. Considerando la voz como el más bello, cálido y expresivo de los instrumentos, comenzaría por educar la de versátil contralto que ella misma poseyera. Más tarde, en el propio Conservatorio serían descubiertas sus dotes pedagógicas y, desde que esto sucediera, el resto de su existencia se hallaría ligada a innumerables voces, habiendo contribuido a la formación de sopranos y tenores, mezzos, contraltos, barítonos y algún contratenor, la mayoría de ellos poseedores de unas aptitudes que en modo alguno correrían pareja con las propias expectativas o las suscitadas en los entornos familiares. A lo largo de tantos años, tan sólo una soprano y un barítono lograrían actuar en los auditorios más prestigiosos del orbe, aunque sin acceder al estrellato que aquel joven campesino con nombre de arcángel alcanzara. Voces tan brillantes como la suya surgían muy de tarde en tarde. Eran verdaderos prodigios. Tal vez por ello, a Elvira le doliera tanto el hecho de que sus propios paisanos, pese a haberle dedicado un sencillo busto y haber dado su nombre a la calle en que viniera al mundo, hubieran olvidado rendirle el tributo que merecía, tal como debería hacerse por encima de todo, según su opinión: lanzando al aire su voz mediante la aplicación de las más sofisticadas técnicas disponibles. Que ella recordara, la última vez que ésta sonara emocionando a los asistentes, sería durante la sencilla y a su juicio escasamente concurrida ceremonia que conmemorara el centenario de su nacimiento. Tras aquella celebración, poco a poco, debido a la desaparición de los escasos parientes vivos y los vecinos que habían llegado a conocerlo, la negra sombra del olvido acabaría por eclipsar el brillo de la colosal figura. Elvira y su hermana -las señoritas Guillén, como se las conocía en el lugar- tratarían, aprovechando alguna ocasión considerada propicia, de despertar entre la juventud autóctona que frecuentaran la memoria del artista y de resaltar las dificultades que aquél habría de superar a una edad muy temprana, aun poseyendo una voz realmente extraordinaria. Pero lo cierto sería que aquellos jóvenes, apenas estimulados culturalmente y harto preocupados por el porvenir, preferirían dedicar sus ratos de asueto a actividades más acordes con los tiempos, que la de honrar la memoria de un cantante lírico -modalidad ésta muy ajena a sus preferencias musicales- por muy ilustre y muy paisano que fuera en su momento. La mayoría de ellos, no habían oído ninguna de sus grabaciones ni una sola vez. Tal respuesta produciría una penosa impresión en la sensibilidad de ambas hermanas. A Magdalena, menos apasionada que Elvira, el hecho la entristecería, simplemente, en tanto que en el ánimo de esta última avivaría la tempestuosa rebelión subyacente, como sucedía siempre que constatara las carencias de unos modelos educativos que considerara politizados en exceso, cuyos resultados, en su opinión, dejaban mucho que desear.
Tales sentimientos prevalecerían en el ánimo de la anciana y parecerían poco dispuestos a abandonarlo. Y lo mismo sucedería con el deseo de escuchar la voz de su admirado tenor en algún entrañable auditorio de aquel pueblo un tanto indiferente al significado de tan brillante paisanaje. Volviendo a la realidad, por un momento se preguntó qué hacía allí, casi vestida para salir, aunque sin desear hacerlo, contemplando el suelo de la plaza todavía mojado por la reciente lluvia y la escasa animación que aquélla presentaba. Sentía una tristeza semejante a las experimentadas en esas edades juveniles en las que a menudo la carencia de madurez induce a revestir casi con visos de tragedia la más leve contrariedad. “Una vuelve a sentirse niña cuando se acerca al final…” se dijo, sintiendo el imperioso deseo de hacer rápidamente el equipaje y salir a la carretera a ver qué autobús pillaba que la condujera a la próxima estación de ferrocarril, o directamente a la capital. Pero ¿qué dirían los familiares que la esperaban a comer un rato después? Comprendió que no podía dejarse llevar por aquel ímpetu más propio de una irreflexiva adolescente, que de la anciana razonablemente equilibrada que creyera ser y que parecía ser considerada por los demás.
Como sucedía casi siempre que algo sacudiera su ánimo en medio del silencio, su mirada fue a posarse en el aparato compuesto de radio, soporte de CD y aun de grabaciones en cassettes, que le permitiría amenizar las frecuentes estancias en su lugar de origen. Para ella, casi no existía pesar alguno que no fuera atenuado por la ejecución o audición de la música. Tanto el piano como el gramófono heredado de sus mayores y la magnífica colección de discos, se hallaban en el piso de la capital. Como funcionales, aunque válidos sustitutivos, un repleto MP3 -que contendría otras músicas del género denominado “clásico”- y un CD conteniendo sus interpretaciones favoritas del insigne paisano la acompañaban allá donde fuera. Casi inconscientemente, se aproximó al mueble, sacó el disco referido, lo introdujo en su espacio y le dio al “play”. De inmediato comenzó a sonar el aria más temprana de “Marina”, deleitándola como siempre lo hacía. Aumentó el volumen. Entonces, sonó el teléfono. Con un dedo oprimiendo su oído más sensible, atendió la llamada de su prima, que le recordaba su invitación a comer y le advertía que una media hora más tarde uno de sus hijos pasaría a buscarla. Finalizada la breve conversación, miró hacia el exterior y comprobó que los escasos viandantes divisados se aproximaban a la casa, atraídos, al parecer, por el sonido de la espléndida voz. Rápidamente, elevó el volumen al máximo, separó los altavoces del cuerpo central y los posó sobre dos sillas que aproximaría al balcón todo lo posible. “¡Dios mío!”, se dijo al ver cómo los ventanales se abrían y rostros o cuerpos enteros se asomaban a ellos conforme transcurría la breve selección de la obra. A ésta siguieron romanzas de zarzuela, bellísimas arias de ópera, canciones de la época que él popularizara,… Entretanto, el público afluía por las calles adyacentes, salía del bar, y ella, que se había retirado al interior, vertía unas lágrimas arrancadas por la dicha.
¿Cómo que aquella voz incomparable había perdido ya su poder de convocatoria? Allí había hombres, mujeres, jóvenes y viejos, ignorantes, medianamente formados y algún ilustrado que otro. Y todos ellos se mostraban igualmente embelesados. Con escasas salvedades, así seguirían cuando “E Lucevan le Estelle” cerrara aquella improvisada audición, premiada con entusiastas y prolongados aplausos, que los puristas, seguramente, hubieran reprobado, pero que mostraba la conmovida aprobación de los sorprendidos asistentes. Para entonces, había transcurrido algo más de una hora. Elvira, asomándose apenas al balcón, sólo pudo hacer un leve gesto de saludo con la mano antes de volver a su recogimiento. Entonces sonó la aldaba de su puerta.
-¡Tía, qué maravilla de concierto!- exclamó su sobrino al tiempo que la abrazaba efusivamente. ¿Cómo se te ha ocurrido?
-Ha sido un acto reflejo. Quizá porque llevaba los últimos años de mi vida pensando en ello… Fue una voz excepcional y un gran artista, desdichadamente, desaparecido demasiado pronto. Y había nacido aquí. Nosotros, no sólo debemos recordarlo, sino que hemos de pasar el testigo a las generaciones venideras.
-A pesar de la improvisación, creo que ha resultado un sentido homenaje. Mi madre ha subido a la terraza y dice que se oía un poco desde allí.
-Un homenaje de los que salen del corazón. Ya me puedo morir tranquila, aunque no asista a ningún otro en su honor. Porque en la capital creo que en el siglo que despedimos ya se han conmemorado todas las fechas memorables de su existencia. Sólo queda… que el principal de sus teatros ostente su nombre. Siento que Magdalena se lo haya perdido, porque lo habría disfrutado muchísimo.
-¡Qué cosas tienes! No te queda guerra que dar ni nada… Sí que ella lo habría disfrutado también. Oye, lo que sí me gustaría… es que me prestaras algún CD para grabármelo.
-Claro que sí; no te preocupes, creo que tengo todo lo que de él ha salido al mercado desde que grabara el primer disco de piedra. Prometido para la próxima vez que nos veamos.
-Anda, borra de esa cara las huellas de la emoción, que parece más bien que te hayan dado un disgusto. Mientras, yo pongo los altavoces y las sillas en su sitio y cierro el balcón.
-Eres un encanto. En seguida estoy. No quiero hacer esperar a tu madre.
-No te preocupes, hay tiempo. Lo que pasa, es que le gusta hablar contigo. En la mesa, vas a ser la sensación.
-Yo, no. Por lo menos, gracias a este evento inopinado, se hablará de él.
-Se hablará de todo, porque la sobremesa será larga.
-¡Y tanto! Hasta el refrigerio anterior a la misa de ocho para los que no vayan a comulgar. Tu madre es la anfitriona más espléndida que conozco.
-Le gusta mantener vivas las tradiciones. Recuerda su juventud, cuando el abuelo era alcalde. Todavía le complace que las autoridades y algún personajillo de cierto relumbrón se sienten a su mesa durante las fiestas; pero, cuando va a disfrutar de verdad, va a ser hoy, reuniendo a la familia y los amigos íntimos. Es como una compensación después de los trabajos que ella misma se impone.
-Ojalá siga siendo así por mucho tiempo. Bueno, un leve retoque que mejore mi aspecto y salimos.
“Los vínculos de la sangre son, naturalmente, esenciales -se diría Elvira momentos después, en tanto recomponía su semblante frente al espejo- y lo mismo sucede con los amorosos. Sin embargo, existen otros que nuestra sensibilidad es capaz de establecer espontáneamente y que pueden acabar adquiriendo categoría de imponderables”.