Pablo Mored, el ilusionista


Por Martín Ballonga
Fotografías de Antonio Morata

  Sus majestades de Oriente, seguramente, hubieran disfrutado de lo lindo con el espectáculo que el novel ilusionista Pablo Mored ofreció en la mítica taberna Gallizo del zaragozano barrio de la Magdalena. Y es que coincidió con la víspera de los reyes magos, o sea, con ese pasado cinco de enero del recién estrenado 2017.

   En efecto, Melchor, Gaspar y Baltasar, ajetreados en la preparación de cabalgatas y regalos, no pudieron sacar unos minutos para acudir a ese vermú mágico. Dicen que sus majestades llegaron de Oriente subidos de sus respectivos camellos (¿o eran dromedarios?), pero algunos escribas han especulado con la teoría según la cual procedían de Tartessos. Lo cierto es que solo aparecen en el evangelio de san Mateo, un cuento para una infancia llena de pesares: miedo a los fantasmas, a los animales, a la oscuridad, a la altura…

  Y, encima, el pavor a un dios que se enfada si comes demasiados pasteles. Porque si eres malo, o peor que malo, no te hacen regalos. En todo caso, maldita sea, recibes carbón. Y agradecido quedas. En medio de las tinieblas y sinsabores del viaje, estos magos o sabios o reyes o ingenieros de la electrónica o buscadores de la verdad son la hostia. Cada uno, claro está, que crea lo que le plazca, porque, como escribía Lord Byron, hay idiotas e impostores en todas las sectas. Ya lo decía Nebrija, ni eran tres ni eran reyes ni eran magos.

  Sea como fuere, los reyes magos se perdieron el espectáculo del joven ilusionista aragonés Pablo Mored. Este, en realidad, no practicó la magia ni la hechicería ni las interpretaciones cabalísticas. Lo suyo era el ilusionismo. Puro y duro. Sin trampa ni cartón. Como los sabios que vinieron de Oriente, el oficio e imaginación de Pablo Mored parecían encaminados por una estrella que guiaba sus pasos, probablemente como metáfora del pasaje bíblico. La magia, no hace falta decirlo, es más sospechosa que cristiana. Quizá porque la magia tiene el significado de ciencia oculta. Pablo Mored sabe aceptar que es posible no obtener todo lo que se desea. Su actuación fue un regalo, una oportunidad para descubrir unas inesperadas ilusiones y capacidades.

Imágenes del éxito de Pablo Mored en su debú:

  Pero su camino no es solitario ni desértico, ni tampoco emplea en sus números el oro, la mirra y el incienso de los cofres. Sus números devienen cuerdas, bolas rojas, huevos blancos o morenos, sobres, dibujos de color, juegos de manos imposibles… Compartir ilusión es un buen vehículo para llegar todos más lejos por la virtud de quienes saben asociar sus intereses y sus deseos con los de los demás. La gracia de los números escénicos de Pablo Mored no está solo en lo que muestran, que también, sino en lo que se oye. Se dirá que eso ocurre con todos los ilusionistas que manejan la palabra con precisión, pero el caso de Pablo es especial. Su sentido de la teatralidad es rotundo. Sus guiones tienen magia de por sí. Una magia para reinar en nuestro devenir.

  El ser humano, en general, es un ilusionista de la vida. La ilusión es algo falso que parece real, crea una falsa imagen en la mente como resultado de que los sentidos se ven engañados. Las ilusiones crean imágenes o ideas en nuestra mente y nublan la realidad. La magia crea ilusiones de lo imposible, Y es un arte escénico. Y es tan real como el teatro. “No rechaces tus sueños”, decía Ramón de Campoamor, “porque sin la ilusión, ¿qué sería el mundo?”. Acaso la diferencia entre el pasado, el presente y el futuro solo sea una ilusión persistente. No es necesario destruir el pasado. Se ha ido. En cualquier momento puede volver a aparecer. Parecer ser. Y ser presente.

  Ya definía Calderón -en ‘La vida es sueño’- la existencia como una ilusión dentro de un escenario que bien pudiera ser onírico, bien terrenal. Ese escenario lo agrandó Pablo Mored en el Gallizo y colmó a los presentes -niños y grandes- del regalo de la ilusión, sin necesidad de carrozas ni escolta de dragonas. Su espectáculo trajo calor a su genuina y colorida cabalgata de deseos y paz, sueños y amor. Ilusionarse, ya lo sabemos, significa acotar la racionalidad, alimentar la esperanza, dar alas a los sueños. Ser, pues, un poco menos hieráticos y ponerle una sonrisa a la mueca de la vida.

  Pablo Mored interactuó con los espectadores (por ahí vimos a los padres de la criatura, a las hermanas Gabarre, a Eduardo Laborda, a Isabel Palacín, a Marisol Repiso, a Jesús Rueda, a Ángel Hebrero, a Pascual Martínez, a Aurelio Esteban Carazo, a Helena Santolaya, a Amparo Gallego, a Carmen Villanúa, a Rosa Nieto, a Julia Hoyas, a Mercedes Calvo, a Juan Solozábal) y se mostró como un adolescente ya educado, a la manera de los buenos vinos jóvenes. Sin sacar ningún conejo de la chistera ni ninguna moneda de la oreja, siempre conseguía sorprendernos, con su buena dosis de frescura y su más delicada ternura. En cierto modo, aprovechó al máximo la transversalidad propia de esta disciplina con su capacidad de observación. Con soltura, en fin, enlazó bien un número con el siguiente.

  Pablo Mored nos recordó ese cuento de Steven Milhauser llevado a la pantalla grande en 2006 por Neil Burger, las peripecias de un prestigioso ilusionista que, en la Viena de principios del siglo veinte, es contratado por el príncipe heredero para que lleve a cabo sus trucos imposibles. Los trucos del joven Pablo fueron resueltos con grandes dosis de humor en la distancia corta, a la manera de Jorge Luengo, Luis Piedrahita, Nuel Galán, Jorge Blass o Jandro. O los históricos Pepe Carroll y Florences Gili. Ni el más auténtico de los veteranos le pondría peros. Nos referimos, por supuesto, al gran Juan Tamariz, el referente de todos y el maestro del… ¡tachán! Y el icono que ha cambiado la magia por dentro.

  El regalo que recibió del auditorio, sin reyes magos de por medio -ya saben, ajetreados en la preparación de cabalgatas y saludos-, fue un sonoro y continuado aplauso, que casi hace ir directamente al arriba firmante a pedir una revisión auditiva. Pablo Mored, recuerden, se llama. El ilusionista.

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