El proyecto inacabado de la política / Daniel Arana


Por Daniel Arana

   Decía el poeta Eugenio Montale que «hemos hecho el mayor de los esfuerzos para empeorar el mundo». Parece pertinente recordar esa frase en unos momentos en los que Europa se ha convertido, más que nunca, en el circo ambulante de la irracionalidad política.    Sin irnos tan lejos, en esta España nuestra hemos caído en la falacia de asumir una tradición heroica o épica, sin pensar en que pueblos así tienen también, paralelamente, una tradición de perjuros y delatores. Quizás sea esto lo que nos está llevando al final de la política, aventados, por supuesto, pedigrí y carisma.

    Hoy los jóvenes siguen empeñados en hablar un lenguaje que tiene más que ver con un nefasto siglo XX que con la necesaria higienización del cinismo y la inmoralidad del que se sabe ladrón y se pretende tirano. Los menos jóvenes, por su parte, están varados en sus viejas podredumbres, amparadas y ejecutadas por esos siniestros hombres de negro con maletín y levita de ejecutivo, dispuestos a imponer medidas inadmisibles y crueles, y que ya antes han fracasado con estrépito.

   En otras palabras, las izquierdas –o algo parecido- no consiguen desprenderse de su habitual marbete leninista, de escaso bagaje democrático o si no lindante, directamente, con el más oscuro y rancio estalinismo. Las derechas, por supuesto, empeñadas en privatizar hasta el sol -si se tercia- continúan merced a la aquiescencia de los sanguinarios neoliberales, sin renunciar tampoco a su iconografía totalitaria.

   Somos demasiado país para ser una simple provincia, y sin embargo, el mal del provincianismo nos asedia a cada instante.

   Resulta, pues, difícil entender, a la vista de lo anteriormente expuesto, que el patriotismo consista en empobrecer una nación y a sus habitantes, desmantelando lo único que aún funcionaba en sus estructuras –la educación y sanidad públicas- y colocándose, eso sí, banderitas en la cintura o en las muñecas en cuanto se da el momento.

   Eso por no hablar de quienes se afanan en creer todavía que los planes quinquenales y el socialismo marxista pueden todavía salvar algo, cuando está comprobado lo vertiginoso que es el paso del estado a meras cenizas. O que un olvido -nada inconsciente, por cierto- del obligatorio Montesquieu, en esa exigencia de «compromiso con el programa del gobierno» que cierto sector de la izquierda hacía a los jueces en su programa electoral, no sea, al cabo, un tumor maligno capaz de destruir la democracia.

   En épocas de crisis, y dado que no es cierto que podamos ser apolíticos (tal afirmación escondería un evidente desconocimiento, cuando menos, de Aristóteles), sí que es habitual que aparezcan los salvadores, dispuestos a ayudar al pueblo aunque no se deje. Como lo es también que quienes estaban sesteando cómodamente en los sillones del estado no quieran acabar su letargo.

   Nos hemos acostumbrado en este país, y esta es la parte más dolorosa, a una alarmante falta de cultura y valores democráticos. Olvídense de los «nuevos políticos». No tienen intención alguna de renovar los arcaicos riscos legales heredados del franquismo: les faltan las ganas y los obligados conocimientos, tanto como les sobran ciertas idolatrías.

   Este proyecto inacabado que es la política pasa por reinventar el estado, por restaurar la mermada democracia, por devolver a Montesquieu al lugar de dónde jamás debió salir y pasa también por empezar a leer a Keynes –no a Marx- y aplicarlo con rigor.

    Ni estado socialista ni régimen neoliberal. Eso supondría que hemos fracasado en todo, que hemos dejado las libertades hundidas en el magma del tiempo y al amparo del sistema político actual. Un fracaso que se resolvería en la imagen global de esta sociedad no como la de un cuerpo, sino como la de un desbarajuste heterogéneo, sin substrato alguno de cohesión y eso sí, corrupción generalizada, a ambos lados ideológicos.

    De ahí a la dictadura –sea cual sea su color- hay sólo un paso.