Riñas en el ágora


Por José Joaquín Beeme

      Polvareda de debates y mesas redondas, de los más variopintos microespecialistas, levantó la última megaproducción de Amenábar, para unos panfleto anticristiano, para otros bandera de razón y feminismo antes de la palabra.

    El periódico de la conferencia episcopal italiana Avvenire («Una extraña Hipatia iluminista») elogia la reconstrucción visual de la antigüedad grecorromana pero objeta las analogías con el presente, por las que la guardia cirílica de los mirabolanos aparecería como una suerte de Gestapo, y añade que más valdría a su director, puesto a debelar fundamentalismos, ocuparse de las persecuciones sufridas por los cristianos del día, en Pakistán o en Turquía. El Observatorio Antidifamación Religiosa (OADIR) blande el Código penal ante una «cinta llena de falsedades históricas al servicio de la propaganda rancia de la izquierda española», que enaltece a la matemática alejandrina en su «rol de mártir de la ciencia ilustrada desde Gibbon y Voltaire» y «echa carros y carros de estiércol sobre una institución que hoy ayuda a millones de seres humanos a vivir y a disfrutar al máximo de la vida». Mientras el historiador clásico Luciano Canfora la saluda como «justa y necesaria» porque «la alternativa filosófica a la barbarización cristiana nunca se ha perdido» y «las muertes de Sócrates e Hipatia son fruto de la misma infamia».

    Cuando eligió como compañera de viaje a la astrónoma Hipatia de Alejandría, de la que se sabe bien poco y con cuyas cuatro líneas de enciclopedia Mateo Gil y él han escrito un kolossal de todo respeto, Amenábar preveía la tormenta al autodefinirse irónicamente «gay, rojo y, ahora, además, ateo». En una época turbulenta de concilios doctrinales y padres de la Iglesia afanados en excluir la heterodoxia y estatuir la «verdadera» religión de Estado, su intencionada pintura de personajes como el patriarca Cirilo de Alejandría, el obispo Sinesio o el prefecto imperial Orestes, alrededor de la figura materna y áulica de Hipatia que asiste a la salvaje destrucción de libros del Serapeo a manos del populacho cristiano, no puede sino encontrarme de acuerdo, más allá de la puntillosidad filológica y aceptando, pues de espectáculo se trata, no de historiografía, los correspondientes amaños narrativos. Como aprecio la visión de poeta que hay en esos planos picados desde las estrellas, el griterío de las hormiguitas guerreras elevándose de aquel «crisol de tantos sueños, amores y maravillas» (Lawrence Durrell), del más teológico y elíptico de los planetas.

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