Elegía de la baby-room


Por JJ Beeme

     Alfonso Cuarón dice que soledad y cine van de la mano, y que su infancia tomó de ambos bebedizos. Por eso se remonta a esos años de autoafirmación y deslumbramiento, escarba en su memoria personal de clasemediero con nana mixteca…

….y arma un monumento a su niñez y a la pérdida de la inocencia, la suya y la de México, sacudido por la matanza militar de Tlatelolco del 68 y su remate en puro escuadrismo fascista, el Halconazo del 71. Roma es uno de esos juguetes caros y tecnológicos que se otorga un director mimado por la industria, cientos de capas de sonido ambiente, blancos y negros depurados hasta la extenuación digital, maníaca reconstrucción de calles y barrios como quien recibe de vuelta, ya grande, el inaudito regalo de su mecano infantil en versión maxi. Fleta incluso un maratón ambulante para presentar la película, Romatón lo han bautizado, por toda la geografía mexicana, fenómeno de despotismo ilustrado o misión pedagógica que llega a conceder privilegio de pantalla a humildes pueblitos sin cine de donde proceden algunos de los protagonistas. Secundarios de la Historia que aquí se tornan protagonistas justamente por el arte mnemotécnico; criaturas periféricas al mercado, subordinadas al progreso, ancilares al bienestar criollo, que Cuarón eleva, casi santifica en figuras fundamentales de la familia matriarcal y burguesa en que creció, determinantes de su formación sentimental y humana, sin que pueda evitar por detrás del homenaje, ayayay, una indisimulada mirada clasista y condescendiente. Porque Cleo, sierva seducida y abandonada, seguirá tendiendo coladas en su azotea y recogiendo cacas en su patio, los dos reinos de su confinamiento urbano, mientras que su patrona (gracias a ella) saldrá a desempeñarse con sus pares de la ingeniería química; el novio matón de la tata seguirá pudriéndose con sus amigos desclasados del arrabal —borgata más miserable que las de Roma-Roma—, al tiempo que el doctor Cuarón, padre ausente, avanzará en su medicina nuclear completamente ajeno al mundo de los de abajo. Siete millones de habitantes (ahora suman millón y medio) estrictamente compartimentados en aquella Ciudad de México, desarraigados los mixtecas de sus plantíos de Oaxaca o Puebla y alienados en el anillo de fango de la metrópoli, rotos los ascensores sociales y sin otra porosidad entre castas que poner las manos y la cabeza, el cuerpo, al servicio de los que pagan. Y todavía hay otro corolario: el cine en México (¿sólo allí?) lo juegan sólo los elegidos.

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