El patrullero de la filmo: Eric Rohmer


Por Don Quiterio

   Hay una célebre escena en ‘La noche se mueve’, de Arthur Penn, en la que una amiga invita al detective protagonista, interpretado por Gene Hackman, a ir a ver una película de Rohmer …

…y este declina diciéndole: “Una vez vi una película suya y era como contemplar cómo se seca la pintura”. Quizá el malévolo comentario sea aplicable con más justicia a otros directores –Angelopoulos, Kiarostami, Béla Tarr-, pero lo que el personaje de Hackman quiere decir es que en las películas del cineasta francés apenas pasa nada de gran intensidad dramática.

  En apariencia. Porque, bajo el liviano trabajo de lo cotidiano, el cine de Rohmer (1920-2020) explora las pasiones e inseguridades humanas, sobre todo en el campo de las relaciones amorosas. Su verdadero nombre es Maurice Schérer. Lo del seudónimo viene de combinar dos entusiasmos: Eric von Stroheim y Sax Rohmer, el autor de ‘Fumanchú’. En sus inicios muestra ambiciones literarias y en 1946 llega a publicar una novela, ‘Elisabeth’, y luego una incursión teatral, ‘Trío en mí bemol’, que él mismo adapta para su película homónima de 2008.

  Redactor jefe de la revista ‘Cahiers du cinéma’ entre 1957 y 1963, escribe con su compañero de generación Claude Chabrol un relevante (y controvertido) libro sobre Hitchcock y una tesis doctoral sobre el uso del espacio en el ‘Fausto’ de Murnau. También dedica en el medio televisivo un recorrido por la figura del gran Carl Theodor Dreyer. Después de varios cortos, debuta en el largometraje en 1959 con ‘El signo del león’, financiado precisamente por Chabrol, el relato de un músico bohemio que, en sus andanzas por las calles de París, tiene la posibilidad de recibir la herencia millonaria de una tía recién fallecida.

  En 1962 inicia una serie preestablecida de “seis cuentos morales”, que comprende media docena de filmes realizados entre esa fecha y 1972: “La boulangére de Monceau’, ‘La carriera de Suzanne’, ‘La coleccionista’, ‘Mi noche con Maud’, ‘La rodilla de Claire’ y ‘El amor después del mediodía’. Son todos ellos excelentes retratos de personajes, cercanos, certeros, vivos. Rohmer sabe mirar con insólita placidez, con la maestría de quien puede enmascarar una puesta en escena de milimétrica complejidad tras una apariencia de desnudez.

  Un ejemplo de cine vital, imaginativo, que hace de la lucidez su mejor arma, con personajes tan fascinantes como ambiguos que dialogan ante el espectador acerca del paso del tiempo, los designios del azar o las relaciones personales. Rohmer asiste imperturbable a todo ello a través de una insólita belleza plástica. En medio de estos cuentos morales, el cineasta dirige un episodio (‘Place de l’etoile’) del filme colectivo ‘París visto por…’. Claude Chabrol, Jean-Luc Godard, Jean-Daniel Pollet, Jean Rouch y Jean Douchet, respectivamente, se encargan del resto.

  A partir de aquí, Rohmer encuentra su estilo: películas muy dialogadas –sus detractores hablan de logorrea-, rodadas con presupuestos modestos –funda con Barbet Schroeder la productora Les Films de Losange y posteriormente la Compagnie Eric Rohmer-, trabajando en más de una ocasión con el formato de los dieciséis milímetros, en busca de cierto aire amateur. Utiliza equipos reducidos y colaboradores fieles para desarrollar su universo temático: el amor, el deseo, los devaneos, las dudas, las rupturas, las vulnerabilidades…

  Rompiendo con su estilo habitual, Rohmer dirige dos filmes verdaderamente hermosos, ‘La marquesa de O’ (1975) y ‘Perceval, el galo’ (1978). En el primero, con música basada en marchas militares prusianas, adapta la novela homónima de Heinrich Von Kleist, respetándola casi conmovedoramente, un drama ambientado en el norte de Italia del siglo diecinueve, la historia de una aristócrata decimonónica que durante la guerra queda embarazada sin saber por quién. En el segundo título toma prestado un texto de Chrétien de Troyes para explorar al máximo la teatralización y la artificiosidad, con decorados de cartón piedra y banda sonora de Guy Robert basada en aires de los siglos doce y trece.

  Con ‘La mujer del aviador’ (1980) inaugura Rohmer un nuevo ciclo, el titulado ‘Comedias y proverbios’, en el que muestra su creciente interés por los personajes jóvenes y tira de la comedia para abordar sus habituales conflictos amorosos, aquí repletos de engaños, enredos y detectives aficionados. Del mismo modo, sus entregas de los ‘Cuentos de las cuatro estaciones’ también se centran en las cuitas sentimentales y dudas existenciales de personajes muy jóvenes.

  Los títulos, pues, se suceden sin descanso: ‘La buena boda’ (1982), ‘Pauline en la playa’ (1983), ‘Las noches de la luna llena’ (1984), ‘Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle’ (1986), ‘El rayo verde’ (1986), ‘El amigo de mi amiga’ (1987), ‘Cuento de primavera’ (1989), ‘Cuento de invierno’ (1991), ‘El árbol, el alcalde y la mediateca’ (1992), ‘Les rendez-vous de Paris’ (1994), ‘Cuento de verano’ (1996), ‘Cuento de otoño’ (1998)…

  Ya en pleno siglo veintiuno, Rohmer sigue en la brecha. En 2001 filma ‘La inglesa y el duque’, donde recurre a decorados que no disimulan su condición de tales para recrear el París de la época y hablarnos de la revolución francesa vista desde el punto de quienes fueron los derrotados, la aristocracia, a partir de las memorias de Grace Elliott. Con ‘El romance de Astrea y Celadón’ (2007), personal filme que adapta un capítulo de un clásico de la literatura barroca francesa de Honoré d’Urfé, el cineasta narra una historia de amor de ambiente pastoril, la del hijo de una familia noble que se enamora de una campesina, un filme cuidado y delicado, con ecos estéticos de uno de los títulos más populares de su autor, ‘La marquesa de O’, aunque de superior nivel erótico. Entre ambas películas, Rohmer dirige la sugestiva ‘Triple agente’ (2004).

  Las imágenes de Rohmer fluyen, sensuales, y viajan a muchas partes para indagar en la fragilidad de los sentimientos, en los celos y egoísmos, ahondando en su obsesión de crear relatos transparentes y emotivos. La cámara del cineasta captura a sus variopintos personajes de la manera más sencilla, desprendiendo verdad y atrapando la cotidianeidad de sus anhelos en un alarde de inaudita sobriedad en la que estalla la emoción.

  Las incansables conversaciones de sus guiones tienen una elevada calidad literaria y, de fondo, se perciben ecos filosóficos (de las reflexiones de los moralistas franceses a Pascal, pasando por las milimétricas comedias amorosas de Mirvaux). Tanto en las series contemporáneas como en las películas ambientadas en el pasado, Rohmer es uno de los cineastas más fieles a lo largo de toda su carrera a los planteamientos estéticos de la ‘nouvelle vague’ y a su particular concepción del cine. Su sutil y atenta mirada crea un mágico ejemplo de cine verdadero. Hondo y bellísimo. Puro y vivo. Cine imprescindible.

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