Los estrenos en los cines: Juntos hasta la muerte

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Por Don Quiterio

   Decía el gran Alvite que “a los quince años el sexo me parecía pecado; a los cuarenta, me parecía un deber; ahora, sinceramente, me parece caro”. Sea como sea, el erotismo es al sexo lo que la gastronomía al hambre, el aria al grito, la caricia al golpe.

   El amor es el despliegue de lo imaginario, la proyección de lo sublime, la floración de las fantasías. Nunca somos más vulnerables ni más sensibles que cuando amamos. Las mejores películas románticas son las que encaran el amor en todas sus variantes, también del amor fraterno, del amor de género y en todas sus etapas: el enamoramiento, la pasión y, luego, ay, el abandono, la separación. Hay muchas películas que han sabido ver de una manera maravillosa estos recovecos sentimentales, porque el amor, por así decir, existe para borrar la fealdad del mundo, en el sentido ético incluso: la bondad contra la maldad, la generosidad contra el egoísmo, la belleza contra el pragmatismo. 

   Tras su apariencia liviana y superficial, las buenas comedias románticas (o los melodramas bien entendidos) esconden un sincero retrato del ser humano, su fragilidad y sus más íntimos impulsos. Acaso por ello es uno de los géneros más populares en taquilla. Pero, claro, la comercialidad, muchas veces, casa mal con el buen cine o, al menos, el cine hecho con cierta dignidad. El amor, en cualquier caso, es un truco indescifrable, del que el neoyorquino Woody Allen es un maestro a la hora de intentar descifrarlo. Ahí están, para demostrarlo, ‘Annie Hall’ o ‘Manhattan’. O aquella sentencia memorable: “Algunos matrimonios acaban bien; otros, en cambio, duran toda la vida”.

 

   ‘Magia a la luz de la Luna’ es la última película estrenada de este importante cineasta, una comedia romántica en la que se filtra el combate entre la filosofía del pesimismo y la aparente ingenuidad de la juventud arrobada de energía vital. La pareja formada por una embaucadora y un mago escéptico con el poder del amor le sirve a Allen para desentrañar las grandezas y vilezas del ser humano. Una historia en la que las relaciones sentimentales entre los protagonistas sirven para plantear un conflicto moral o intelectual que, en el conjunto del relato, termina situándose en el mismo plano de relevancia. 

    Allen plantea el debate sobre si todo lo que nos sucede tiene una explicación racional y lógica, para reflexionar, a continuación, ante la fuerza de los sentimientos y la imprevisibilidad de las cosas que nos pasan e, incluso, de la importancia del azar. Hay fuerzas que están fuera de nuestro alcance, que nos mueven y que somos incapaces de explicar. La incertidumbre es nuestra condición y tenemos que aprender a vivir con ella. Hasta la fe es una apuesta, como escribía el gran Pascal, que sostenía que no podemos estar seguros de nada. De lo que sí estoy seguro es de la valía de un cineasta como Woody Allen y de la grandeza de su ‘Magia a la luz de la luna’, a pesar de que últimamente se le quiera ningunear. 

   Todo muy previsible, sin embargo, sucede en ‘El club de los incomprendidos’, de Carlos Sedes, un producto español de consumo, con unos requiebros más llorosos que dramáticos de un fallido guion escrito desde una novela de Francisco de Paula. No está bien ni mal ‘Big eyes’, un biopic inusual ribeteado por lo sórdido de unas relaciones matrimoniales devastadoras, en el que Tim Burton se preocupa por el despertar de la pintora Margaret Keane y describe la excéntrica relación que mantuvo con su esposo: mientras el hombre se llevaba la fama, ella sufría en silencio.

   Por el contrario, ‘Quédate conmigo’, del canadiense Michael McGowan, no se malogra por un guion austero y sin pedanterías, la historia de un matrimonio de los que ejemplifican el amor incondicional, una demostración de enamoramiento mantenido durante más de seis décadas, que, pese a cierto sentimentalismo, refleja el envejecimiento desde una mirada de ternura y esperanza, tocado con la gratitud y la magia de un amor cotidiano, pero el tiempo impertinente hace su labor y la decadencia física –y mental- amenaza con borrar la memoria, un proceso de degradación que tan bien analizaran el austriaco Haneke en ‘Amor’ o el japonés Yoshida en ‘La promesa’. Una gran película sobre el amor para siempre, el fruto del amor contra el acoso de la justicia, la envidia y la burocracia: un romance inquebrantable como amargo recordatorio del paso del tiempo, que siempre degrada la piel, la carne y la memoria, pero nunca el amor que une a la pareja protagonista hasta la muerte. Juntos hasta el fatal desenlace. 

  También de los estragos del alzhéimer trata la estadounidense ‘Siempre Alice’, dirigida al alimón por Richard Glatzer y Wash Westmoreland, según la novela de la doctora en ciencias neurológicas Lisa Genova, la historia de una familia feliz que se replantea todo por la enfermedad de la madre. Ya nada volverá a ser como antes ante los muy razonables dilemas morales y el dolor silencioso del marido y los tres hijos. Aunque algo convencional en su narrativa, la película no recurre a excesos melodramáticos, ni a sobrecargas emocionales del sentimentalismo barato. La sobriedad, al contrario, está al servicio de la credibilidad de los personajes, llenos de realistas claroscuros. 

  Un aroma genuinamente romántico, pero decididamente desaprovechado, impregna las imágenes del musical ‘Into the Woods’, de Rob Marshall, que entremezcla sin mucha fortuna los personajes de cuatro cuentos de los hermanos Grimm para desarrollar la idea de los deseos por cumplir (encontrar novia al príncipe, el desgraciado matrimonio que no puede tener hijos) en eso que Truman Capote llamaba las plegarias atendidas, aquí con tensión sexual en el aire, enfrentamientos generacionales, críticas a los poderosos y víctima colaterales. 

  Algo más entonado es el melodrama dirigido por la peruana Claudia Llosa ‘No llores, vuela’, en torno a una madre que se reencontrará con su hijo veinte años después de haberlo abandonado, pero, al final, la realizadora desaprovecha ese potencial emocional, de sentimientos muy intensos, en aras de unas pretensiones espirituales mal entendidas. Algo parecido le ocurre al bienintencionado documental dirigido por el francés Pascal Plisson ‘Camino a la escuela’, sobre el amor a la educación de un grupo de infantes, pero está narrado, ay, al modo de un sermón dominical.

  Sorprende por su calidad el debut de la australiana Jennifer Kent en ‘Babadook’, que rinde homenaje a Segundo de Chomón, una desquiciada historia real sobre el amor perdido, en la que un chiquillo problemático es arropado por su madre frente al monstruoso ser que habita las páginas de un extraño cuento. No convence la norteamericana ‘Birdman’, del mexicano Alejandro González Iñarritu, una historia que juega con la comedia, el romance y la fantasía, el relato de un actor en decadencia que trata de darle un nuevo rumbo a su vida y recuperar a su familia, en un filme más falso que una moneda de chocolate, pese a los elogios de ciertos críticos tan prestigiosos como acomplejados. 

   Sí convence la coral ‘Hombres, mujeres y niños’, de Jason Reitman, una reflexión sobre la ambivalencia de las nuevas tecnologías, según la novela de Chad Kultgen, que pueden volverse contra el usuario cuando este empieza a sustituir la vida real por la virtual, a través de un cóctel en el que encontramos a un matrimonio que busca romper la rutina con relaciones adúlteras buscadas en la red o un enamoradizo y deprimido adolescente porque su madre se ha ido con otro y se refugia en los videojuegos. 

  Roza el despropósito ‘Héctor y el secreto de la felicidad’ (Peter Chelsom), una coproducción europea basada en la novela homónima de François Lelord, que cuenta, en tono de tediosa e insufrible comedia dramática, las peripecias de un joven sicoterapeuta londinense de posición envidiable pero sumergido en plena crisis de los cuarenta y con una novia pija que no quiere tener hijos y solo le preocupan las cosas de la moda y así. Cansado de su vida monótona, se lanza a recorrer medio mundo para averiguar qué hace feliz a la gente. Desde luego, la felicidad de la película es inexistente. 

  La cordura regresa con ‘El jugador’, de Rupert Wyatt, remake del filme realizado por Karel Reisz en 1974, con un protagonista que no siente absolutamente ningún remordimiento en su adicción hasta que conoce a una mujer, quien le da una razón para salir de la ludopatía, de ese callejón sin salida, la persona que puede cambiar su destino de perdido apostador y con la que encuentra un objetivo en algo que le motiva a desear volver a empezar su vida desde cero. En el original homónimo de Dostoievski, nos ilustra Manuel Rodríguez Rivero, “las pasiones del juego y las zozobras del amor contrariado de Aleksei por la inestable Polina Aleksandrovna son el reflejo de las del propio escritor en la época en que estaba locamente enamorado de Apolinaria Súslova, una hermosa mujer que acabó dejándolo y sumiéndolo en la más negra desesperación. Súslova lo había sustituido por un misterioso estudiante español de medicina, que, a su vez, abandonó a Apolinaria, dejándola hundida en la miseria”. 

  El desequilibrio vuelve con el brasileño Bruno Barreto, que narra en la tibia y amorfa ‘Luna en Brasil’, según el libro de Carmen Oliveira ‘Flores raras y banalísimas’, el turbulento romance lésbico –alcoholismo, depresión, maternidad, éxito creativo, adulterio, choques culturales- entre la poeta norteamericana Elizabeth Bishop y la arquitecta carioca Lota de Macedo Soares, dos artistas que desafiaron las convenciones sociales, pero con unos toscos diálogos y una narración académica que lo desaprovecha todo.

  Igual le ocurre a ‘La teoría del todo’, del británico James Marsh, la vida del genio de la astrofísica Stephen Hawking, basada en las memorias de su esposa, Jane Wilde, un matrimonio que dura veintiséis años, desde cómo se conocen o cómo afrontan juntos el diagnóstico y el desarrollo de la enfermedad del científico, a quien le detectan una modalidad de esclerosis a los veintiún años, pero el director cae en todos los clichés propios del más rancio biopic.

  Mucho más atractiva, aunque algo sensacionalista, resulta la norteamericana ‘Whiplash’ (Damien Chazelle), la explosiva relación que se establece entre un batería de jazz, decidido a convertirse en un genio, y su instructor, que le hará pagar un precio muy alto para lograrlo, una relación de poder, mayormente sadomasoquista, de víctima y verdugo, la lucha entre David y Goliat. Tampoco es desdeñable ‘Alma salvaje’, del canadiense Jean-Marc Vallée, basada en el libro autobiográfico de Cheryl Strayed, aunque sea una algo torpe e insípida reflexión sobre la pérdida de los seres queridos, la historia de una joven desorientada que se sumerge en un viaje en solitario a través de un desierto con la intención de encontrarse a sí misma y superar una serie de trágicas experiencias personales.

  Las que no encuentran el norte son ‘Project Almanac’, de Dean Israelite; ‘Annie’, de Will Gluck; y ‘Las ovejas no pierden el tren’, de Álvaro Fernández Armero. La primera es una ficción científica con aires de retrato generacional que amontona tópicos como droga, sexo y mucho rocanrol, la historia de un grupo de amigos que construyen una máquina del tiempo con la que cambiar todos los errores de su pasado. La segunda es un mediocrísimo musical de niña huérfana ya llevado a la pantalla en 1982 por John Huston. La última en discordia es otro flojo retrato generacional con toque de comedia romántica sobre los treintañeros desorientados, en torno a una pareja que desea tener un segundo hijo y se ve obligada a trasladarse al campo, a lidiar con la parte menos idílica de la vida rural, con personajes sin pincelar como la hermana de la protagonista obsesionada por encontrar marido o el cuarentón divorciado que anda con una veinteañera para recuperar la ilusión. 

  Siempre he pensado que las mejores películas románticas son las que elaboran relatos oscuros y amargos, freudianos y corrosivos, surrealistas y demoledores, que se convierten frecuentemente en melodramas para disertar sobre la naturaleza del amor, en ocasiones caprichoso, en ocasiones irreversible. La pasión amorosa como un acto intimista, centrada en la melodía de la mirada, el roce de una caricia y el rumor de un beso, que puede no ser tan fuerte como el retumbar de un cañón, pero cuyo eco dura mucho más. Ya lo sabía Woody Allen: “Algunos matrimonios acaban bien; otros duran toda la vida”. O Groucho Marx: “El matrimonio es la principal causa de divorcio”. O el gran José Luis Alvite: “Lo malo de la vida en pareja es que, con frecuencia, se alcanza la compenetración sexual coincidiendo con el acuerdo de divorcio”. (A José Luis Alvite, con todo el corazón).

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