Por Carlos Calvo
Ana Asión y Fernando Sanz Ferreruela han pergeñado un volumen, publicado por la editorial madrileña Fragua Comunicación, en torno al cineasta zaragozano Fernando Palacios (1916-1965), elaborado trabajo que significa uno …
…de los pocos acercamientos rigurosos a su figura, fluidamente escrito aunque algo repetitivo y academicista. Director popular de comedias juveniles, costumbristas y rosas, que cosecha grandes éxitos comerciales, Palacios colabora con productores como Rafael Salvia o Pedro Masó, que también suelen ser sus guionistas. Un buen tejedor de películas blancas y familiares que viene de una familia de la alta burguesía del paseo Sagasta. Al lado de su tío, Florián Rey, se inicia en el cine trabajando en la versión sonora de ‘La aldea maldita’ (1942) y otros títulos como ‘Orosia’ (1944), ‘Brindis a Manolete’ (1948) o ‘Cuentos de la Alhambra’ (1950). Otra persona clave en su trayectoria es Ladislao Vajda, de quien es su traductor, su asesor y su ayudante de dirección.
El habilidoso Palacios, al que Buñuel repudia, destaca por el ritmo que le da a sus relatos, siempre frescos y espontáneos, aunque de argumentos elementales, en clave optimista y sus chorros de sentimentalismo, con materiales ciertamente endebles e irritantes por su abierta apología de los valores éticos que imperan en el régimen franquista. Se inicia en la realización en 1952 con ‘El tirano de Toledo’, codirigida por Henri Decoin, a la que siguen ‘El marido’ (1957) y ‘Los misterios del rosario’ (1959), igualmente codirigidas (Nanni Loy y Gianni Puccini, en el primer caso, y por Joseph Breen en el otro).
Su primer filme como director en solitario lo fabrica en 1959, ‘El día de los enamorados’, escasamente agraciada comedia que tiene como referencia a las que se hacen en Italia de episodios entrecruzados, en torno a cuatro parejas enamoradas, felices y muy castas, pero en conflicto y asistidas por san Valentín en persona, que se baja a Madrid a solucionarlo todo. ‘Las chicas de la Cruz Roja’, realizada un año antes por Salvia, y en la que el zaragozano es ayudante de dirección, es el modelo, ante el éxito cosechado, y casi con el mismo equipo técnico y artístico.
De hecho, Palacios vuelve a la carga con la comercial ‘Tres de la Cruz Roja’ (1961), después de realizar un año antes ‘Juanito’, una de las últimas interpretaciones del niño prodigio Pablito Calvo, y el mismo año la moralizante ‘Siempre es domingo’. Los enredos y el fútbol son los ingredientes de la comedia de la Cruz Roja, en la que tres amigos descubren que, con ese uniforme sanitario, pueden entrar en los estadios de forma gratuita. Y acaban haciendo del servicio un sacerdocio. O casi. En su intrascendencia está su mayor valor. Y aparecen, qué gracia, dos actrices de idóneo apellido: Mara Cruz y Ethel Rojo. Con ‘La gran familia’, en 1962, alcanza su mayor éxito de público, una glorificación nacional de la familia numerosa -hace una secuela en 1965-, y ese mismo año vuelve con san Valentín en, efectivamente, ‘Vuelve san Valentín’.
Rueda luego con Marisol en dos ocasiones, ‘Marisol rumbo a Río’ (1963) y ‘Búsqueme a esa chica’ (1964), y entre ambas ‘Operación embajada’, otra intrascendencia. En efecto, tras sus películas con Luis Lucia, el personaje de Marisol cae en manos del zaragozano y se traslada la acción a Río de Janeiro, donde se duplica una adolescente Pepa Flores (Marisol tiene una gemela, o sea, como los filmes con Pili y Mili) y donde impera esa gracia sospechosa de Isabel Garcés. Hay canciones, claro, una subtrama policiaca y ese licor sensiblero del melodrama. En el segundo título, Marisol va cantando por diferentes lugares para llevarse algo de comida a la boca, en un previsible subproducto de adolescente prodigio, con romance idealizado incluido.
Precisamente, con las gemelas zaragozanas Pili y Mili (Pilar y Aurora Bayona) y el actor también zaragozano (de Utebo) Roberto Camardiel filma en 1965 ‘Whisky y vodka’, la típica película de enredos derivados por el hecho de que las protagonistas son dos chicas de un parecido insultante. Se trata de su última película, pues muere Palacios de un infarto al poco tiempo, a la temprana edad de los cuarenta y nueve años. Un cineasta que siempre se rodea de un cuerpo técnico y artístico de su confianza, ya en los operadores (Alejandro Ulloa, Ricardo Torres, Juan Mariné, Antonio Ballesteros, Francisco Sempere, Francisco Fraile), ya en la banda sonora (Augusto Algueró, Adolfo Waitzman, Waldo de los Ríos) o ya en la interpretación (Tony Leblanc, Concha Velasco, Alberto Closas, Amparo Soler Leal, José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Analía Gadé).
Y siempre quedará ese relato del aparejador pluriempleado que lidera una tropa de quince vástagos con la ayuda del abuelo y del padrino pastelero en ‘La gran familia’. Esto es, honra y gloria de las familias numerosas en época franquista y opusdeística, a la par que pintura de una sociedad apañada y optimista. El relato tiene gracia debido a las pinceladas costumbristas, sentido del detalle y dosificación de la sensibilidad, pese a la abundancia de almíbar. Se trata del particular ‘¡Qué bello es vivir!’ patrio, centrado en un elogio a los valores familiares y a la solidaridad y paciencia entre padres, hijos y hermanos (y padrinos). Subí Gran Vía arriba, torcí por Preciados, atravesé Sol, enfilé Postas y me planté en la plaza Mayor a ver si encontraba a Chencho en los belenes. No estaba. Habrá que creer en Pepe Isbert. Y con él todos un poco.
Pues eso, Fernando Palacios o la sonrisa complaciente del franquismo.