Julio José Ordovás, el hurón que gastaba suela


Por Carlos Calvo 

  Menos mal que la mente humana no es un archivo de imágenes perfectas, sino más bien un laboratorio que borbotea expresionista.

     Por eso las ciudades se nos resumen en un matiz de la luz, una ráfaga atmosférica, una perspectiva que solo se insinúa. Todo se ve, entonces, con más calma y el tiempo se concentra hasta que los siglos se superponen como solo pueden hacerlo en las ciudades. Es la calma perturbadora de una intriga criminal, con esas “calles que se llenan de espectros atraídos por las luces de las farolas decimonónicas”. Así sí que creemos en la importancia de la literatura. Y en la maestría literaria, en sus insólitas fabulaciones, de Julio José Ordovás.

  Y, claro está, en las agencias de detectives y en los ríos sigilosos y en los puentes que los cruzan y en las ventanas indiscretas y en las tapias ciegas regadas de orfanato y en los callejones de las once o doce o trece esquinas. Zaragoza, esa ciudad situada en las orillas del Ebro que conoce el calor sofocante, la niebla y el viento áspero, “ya no es aquella ciudad oscura y varonil, de color coñac y olor a cirios y a farias, de los años cincuenta, pero hay sombras que no las ha borrado el tiempo”. Como aquellas largas noches residenciales de antaño –y de hogaño, ay- de nuestros mayores, “entre toses, sollozos, voces ahogadas, chistidos y castañeteos de dientes”.

  ‘El peatón sentimental’ (Xordica, 2022), el nuevo libro de Ordovás, con una ilustración de portada a cargo de Saúl Irigaray, es un dietario, también un manual de sociología, pero, sobre todo, un viaje a la conciencia colectiva que nos permite soñar y contemplar el hipotético efecto de nuestras pesadillas. La certeza de una prosa tan escasa e improbable, tan única y delicada, tan evocadoramente envolvente que, ante ella, solo queda la posibilidad del entusiasmo o algo más extravagante como cualquier paloma con un grito de urraca.

  Porque hay certezas que durante siglos aguardan a oscuras hasta que alguien vuelve a ellas, las encuentra de cualquier manera, las descubre donde no esperaba. Basta con tirar un tabique o abrir el portillo de un desván inexplorado. Entonces ocurre algo imprevisto, incluso se da el milagro. Y aparece un libro como ‘El peatón sentimental’. Un libro que habla de cómo vivir es una expedición de dentro a fuera y se hace despacio. Los mejores libros también lo son porque hacen de leer un ejercicio bello y peligroso. Sin fórmula ni instrucción.

  Ordovás callejea Zaragoza. Conoce la ciudad en la que vive. La recorre en largas caminatas con mirada enamorada. Ordovás se declara a Zaragoza, sabe dónde se refugian del viento las palomas. Ordovás afirma que cambiamos de calles cuando cambiamos de pareja, de piso, de trabajo o, simplemente, cuando cambiamos de costumbres. Ordovás se declara a la vida habitada. Porque habitar, por decirlo con Walter Benjamin, es dejar huellas. Ordovás desentraña los misterios de la ciudad, toda ella “un libro que se reescribe continua e interminablemente y es en las afueras donde mejor se leen los nuevos capítulos de esa novela en marcha y los borradores y las páginas arrugadas y desechadas”.  

  Ordovás dice que Zaragoza “es un lugar tan bueno para vivir como cualquier otro, siempre, claro está, que uno no tenga grandes aspiraciones”. Y que “es bipolar, a medias beata y a medias golfa, una ciudad en la que conviven, en permanente equilibrio, El Pilar y El Plata”. También que “los pájaros urbanos le han enseñado que el inconsciente no es otra cosa que Zaragoza al amanecer”. Sea como fuere, Ordovás traza un hipnótico puzle entre la memoria y el olvido. Y su pequeño volumen de apenas cien páginas, vibrante y acogedor, ilusionado y consciente a la vez de las tinieblas que habita, vive en la certeza de la oculta e íntima obviedad de la vida.

  Hay ciudades que tienen el corazón desplazado, o que desarrollan varios corazones, y hay ciudades que no tienen corazón, que lo perdieron, porque ya se sabe que las cosas del mundo son siempre complicadas. A veces, Zaragoza se muestra incapaz de hallar la paz ni soñando ni despierta. Otras, la capital del Ebro es un gran silencio y se dan las condiciones perfectas para que no ocurra nada. Puede estar en llamas, pero lentamente se apaga, o se enfría, para que mañana pueda estar de nuevo y los acontecimientos sigan su cauce. Lo escribe el propio Ordovás: “Para saber de una ciudad, para leerla y aprenderla, hay que perderse en ella como los niños de los cuentos se perdían en los bosques”. En el fondo, Zaragoza no es una ciudad cualquiera, sino el fuego mismo jugando a ser un lugar de surcos y meandros.

  Ordovás ama Zaragoza. Y la homenajea. Y la completa. Y la ordena. Y le da sentido. Un sentido, efectivamente, a la cotidianidad de esas mujeres que limpian el portal de un edificio, de esas enfermeras que suben a un tranvía para ir al hospital, de ese escritor que trabaja en su nueva novela con disciplina samurái, de esos chinos que se acuchillan en su bazar, de esas dependientas de las tiendas del centro que corren a sus trabajos dejando un perfume de resignación, de esos taxistas que se exploran la nariz, de esa brigada de barrenderos que parece una comitiva fúnebre, de esa encorvada anciana que cubre su pelo blanco con un pañuelo negro, de esos hombres que juegan al guiñote con los ceños fruncidos, de esos enfermos que balbucean en sueños el nombre de su madre muerta, de esos jubilados con espíritu olímpico que calientan motores antes de iniciar la ruta del colesterol, de ese abogado laboralista que parece llevar un saco de piedras en vez de un maletín, de ese repartidor de periódicos que entra y sale de los edificios deslizándose como una sombra, de ese viejo actor que se arranca la máscara y llora como un niño porque no se reconoce en el espejo o de ese repartidor de pizzas que se salta en rojo el semáforo y se lleva por delante a un abuelo con andador.

  También con la charcutera que le dice a la clienta a la que le corta doscientos gramos de jamón en filetes muy finos, casi transparentes, que con su vida podría escribirse un ‘best seller’. Y con el pequeño filósofo al que se le apaga la pipa mientras contempla todos los matices de verde que ofrecen los árboles de la ribera del Ebro. Y con el enigmático doctor con bigote severo, manos peludas y voz de trueno. Y con el poeta recién divorciado que, tras un corto periodo de eremitismo y abstinencia, regresa a la nocturnidad, a la nicotina, al vodka y al acoso poético con renovado ímpetu. Y con el vagabundo del río Huerva, siempre entre patos y gatos, que parece un personaje de novela rusa fugado de una historia de Gógol. Y con la viuda que apaga la tele, se pinta los labios, se pone el visón y baja en el ascensor canturreando la misma copla que cantaba su madre cuando tendía la ropa o limpiaba la borraja. Y con el quiosquero de la esquina en sus andares zancos al modo de Jacques Tati. Y con el yonqui que, al salir de la cárcel, regresa a su barrio y no reconoce las calles tóxicas que le condenaron. Lo que importa, en cualquier caso, es la textura diáfana de la temperatura de una ciudad amada. Un zaragozano, esto es, que ama su ciudad y la llora y le da literatura.

  Amar Zaragoza, y andarla, es como amar al viento, o al cierzo, y no buscar respuestas y tampoco hacer preguntas. La ciudad esconde preguntas que no tienen respuesta. Una identidad cultural, si nos fijamos bien, tiene el mismo valor que una marca. Si llegas a Zaragoza y anochece, sumérgete por sus callejuelas celestinas y enamoradas, curiosas y vergonzosas, tímidas y sensuales, y déjate abrazar por el dibujo del rostro más salvaje y religioso, más turbio y hermoso. Más misterioso. Zaragoza tiene mucho de pulsión atávica, de naturaleza explosiva, también de austeridad o de ascetismo. Y de incógnita. No del lado del secreto, sino, esto es, del misterio.

  Todo en ‘El peatón sentimental’ es ofrecido a la vez, sin cronologías o mapas establecidos, en un puzle prodigioso de literatura clarividente donde el desasosiego convive con la esperanza, la angustia con la claridad, la realidad con el deseo, el pasado con el futuro. O los recuerdos con las heridas. Ordovás se ofrece como la célebre paloma de Kant, esa que soñaba con volar más rápido y sin dificultad si tan solo pudiera hacerlo con aire. Y, como acabó por saber ella y cada una de las trescientas colúmbidas (una arriba, una abajo) que existen, solo cobró verdadera consciencia del sentido del viento al primer ahogo en cuanto se le concedió el deseo. Como ese cuerpo del cierzo helador en enero o del sofocante en agosto.

  Zaragoza es ese lugar que es más que una taberna y menos que un restaurante de mil tenedores, pero donde lo sustancial deviene comodidad, el compañerismo efímero, el recurso a una vida urbana intensa en el que los únicos oasis para gente común o vistosa, amiga o desconocida, está en tomarse algo en un sitio acogedor. La intención de Ordovás es recuperar el pulso de la vida o, en términos colombofílicos (que también son kantianos), volver a sentir la temperatura del aire. La búsqueda de un lugar en el mundo. La exploración de lo oculto. La vocación y el ánimo de trascendencia de los hombres. Su pasión y su imposibilidad de respuesta. Eso mismo que se puede sintetizar en un puñado de obras imprescindibles.

  Al fin y al cabo, ‘El peatón sentimental’ es un libro siempre pendiente de una encendida reivindicación de lo más a mano, de lo cercano, de lo simplemente imprescindible. Ordovás concibe la escritura como un espejo de la realidad, por lo que es normal que la ciudad en la que vive aparezca en muchos de sus libros, ya desde el primero, ese controvertido ‘Días sin día’ (2004). Desde entonces ha cultivado diversos géneros, desde la poesía en ‘Una pequeña historia de amor’ (2011), el diario en ‘En medio de todo’ (2016) y la novela en ‘El Anticuerpo’ (2014) o ‘Paraíso Alto’ (2017).

  Ahora, en ‘El peatón sentimental’, hace un recorrido por una Zaragoza que tiene mucha pose y mucho rollo, pero también mucho talento, una feliz bastardía de gentes que la van organizando a su manera. Acaso no tan bella y solamente con encanto. Y variada. Y racial. Y decadente. Ruidosa en ocasiones, silenciosa en otras. Porque Zaragoza es no tener nada y tenerlo todo. Asumimos la ciudad con apetito de gloria y gastamos suela huroneando por todos los recodos. Y la fijamos con éxtasis peatonal para desplegarlo como un mapa hecho al capricho. Con aire brincador saltamos de un lugar a otro. Porque Zaragoza es un luminoso refugio, una bengala desde la que hacer señales. Es cultura alternativa, sólida, diversa. Y luego están los zaragozanos, claro, con ese carácter que “tiende a simplificar las cosas y su prurito megalomaníaco”.

  Dicen que los zaragozanos tenemos olfato, esa capacidad de desentrañar el último suspiro que revela lo oculto, más misterioso cuanto más evanescente. Nos trae el recuerdo de quiénes somos a través de quiénes hemos sido. En cierto modo, atrapamos la inmaterial esencia del tiempo y desciframos lo constitutivo de nuestra realidad. No nos resta de nosotros mismos sino esos obeliscos místicos que se funden en la atmósfera dejando recado de lo que fuimos alguna vez. Porque la arquitectura, en toda su extensión, es la clave para la interpretación correcta de cada ciudad, cuya dimensión cualitativa es esencial para comprender el alma y la cultura de quienes la crearon.

  Ordovás, como creador, conoce los aciertos y errores de la capital del Ebro, pero también algo esencial, “lo que ella significa para mí cuando me alejo”. La geografía literaria de Ordovás tiene que ver con su biografía sentimental y su memoria. Porque el aire de la paloma kantiana no es solo una metáfora existencial ligada a lo evidente de la vida; también vale como excusa para desentrañar las herramientas que configuran el sentido mismo de la narración. En sus andares, en efecto, Ordovás recuerda, sueña e inventa. Y rastrea su ciudad como un sabueso. La desnuda. La disecciona como a un insecto, como haría Luis Buñuel, al que Ordovás se refiere como uno de los perros de Goya, “heredero de su sordera feroz y delirante”.

  Como la Albertine de Marcel Proust, la ciudad es una mujer de oscuro pasado que se escabulle cuando intentamos atraparla. O como la ballena blanca de Herman Melville. Esto es, Ordovás es el Melville de las calles zaragozanas y de las letras aragonesas. Porque toda obsesión, si se maneja bien, es un privilegio que está muy cerca de la pasión. Las obsesiones se fabrican a la sombra y con un vaso de horchata. O con el tintineo de los cubitos de hielo en la copa de la mejor ginebra. Pero toda obsesión es también un asedio, una perturbación propiciada por una idea fija. ‘El peatón sentimental’, así, es un diálogo, una suerte de exorcismo de voces, un recuerdo y un viaje sin fin. Un viaje de dentro a fuera, decía más arriba.

  Y en el camino, por el amor de dios, Ordovás incrusta sus propias devociones: está Goya, está Buñuel, está Kafka, está Dostoyevski. Y Nietzsche, y Delibes, y Baroja, y Joyce, y Baudelaire, y Octavio Paz, y Luis Martín-Santos. También están escritores del terruño como Juan Domínguez Lasierra y Félix Romeo Pescador. O los cineastas Raúl Ruiz, Ingmar Bergman, Alfred Hitchcock, Jacques Tati y Aki Kaurismaki. O los pintores Víctor Mira y Francisco Marín Bagüés. O el fotógrafo José Antonio Duce. O el arquitecto José Laborda Yneva. O el cantante Kase.O.

  La escritura de Ordovás es poderosa, hipnótica, con modales de danza derviche. Se hace de capas (y estas conjugan una prosa vibrante). Se hace con cambios de rasantes y un poco desde la conmoción. Al final, es imposible separar la lectura (Ordovás es un lector empedernido) y la escritura de la idea de recuerdo. Como un Melville cualquiera se recuerda naufragando desde antes de naufragar. Y como el autor de ‘Moby Dick’, el peatón Ordovás tan solo intenta, a fin de cuentas, encontrar una realidad mucho mejor y más real que la realidad. A partir de ahí, no hay marcha atrás para que el abordaje de la vida solo pueda ser un abordaje de sombras. Como en cualquier aventura.

  Una aventura de calles, plazas y gentes zaragozanas en la que encontramos comercios centenarios, años de reivindicaciones vecinales, edificios con solera y con balazos y personajes de toda índole. La vida se antoja demasiado vulgar para no sorprendernos de, precisamente, eso: el profundo lirismo de lo banal. O el recorrido por todo lo que duele. Solo hace falta acordarse de la demolición de la Torre Nueva o de la antigua universidad de Zaragoza, y de cómo esta curiosa ciudad, inmortal llamada, comenzó a llorar sus edificios justo cuando no existían, en el preciso momento en que el patrimonio se convirtió en ceniza.

  Zaragoza, sí, una ciudad a la que Julio José Ordovás homenajea con estilo y resume en un matiz de la luz, una ráfaga atmosférica, una perspectiva que solo se insinúa. La certeza de una prosa única y delicada. La certeza de la oculta e íntima obviedad de la vida. Una ciudad, en fin, que se mueve entre lo real y lo ideal, entre el sueño y la razón, entre el pasado y el futuro, viviendo y reivindicando siempre en presente.

  Decididamente, el aire de la paloma kantiana (con un grito de urraca o sin él) no es solamente una metáfora existencial ligada a lo evidente de la vida: vale igualmente como excusa para desentrañar las herramientas que configuran el sentido mismo de un libro tan evocadoramente envolvente como ‘El peatón sentimental’.

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