Colchón de púas: Imagen de Mariano de Cavia (1855-1929) en su sesquicentenario

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Por Javier Barreiro

Algunas de las fotografías que acompañan este trabajo, extraídas de distintas publicaciones de la época, son casi desconocidas. Cavia fue hombre descuidado, que rara vez aceptó retratarse e incluso sus contemporáneos se quejaban de que siempre mandaba la misma fotografía de treintañero, con los impertinentes, el ricillo repeinado sobre la frente y el clavel en la solapa.

Fue, probablemente, el periodista más famoso de su tiempo y, contra lo habitual en el gremio, la fama le sobrevivió varios lustros. En los años cincuenta todavía era uno de los ejemplos más citados de aragonés eximio y en esa década se publicaron los trabajos más extensos sobre su obra y vida, entre ellos el libro de Castán Palomar, Cavia, el polígrafo castizo, que aún se ve por ahí, aunque vaya a cumplir el medio siglo, y el estudio previo que puso Pardo Canalís a su antología, que todavía resulta el más documentado entre lo poco con sustancia que sobre la persona y obra del publicista zaragozano puede consultarse. Es posible que Cavia, casi tan fecundo como ellos, forme con González Ruano y Umbral la tríada de los tres periodistas más populares, más leídos del siglo XX. Pero ¿quién que no sea rata de biblioteca o taurino sedicente es capaz de citar un título de Cavia? ¿Quién ha leído uno solo de sus artículos? En Zaragoza, ciudad a la que amó sin paliativos, tuvo hasta hace poco calle y aún no le han quitado la placa que conmemora su lugar de nacimiento en la calle de Manifestación, esquina con la plaza del Justicia, ni el busto esculpido por José Bueno en el centro de la ciudad y que, a decir de Blasco Ijazo, fue el primero que se erigió en Zaragoza. Tiene incluso una asociación de amigos, como él, tirando a perdularios, que le homenajean anualmente y acaban de publicar uno de sus títulos menos vistos. Uno de los más codiciados premios nacionales de periodismo lleva su nombre. Sería demasiado pedir que también tuviera lectores.

 Fue la generación conservadora que monopolizó la cultura, o lo que fuese, tras la guerra civil, compuesta por los que conservadores siempre fueron y  aquellos que hubieron de readaptarse en vista de las circunstancias, la que llevó el apunte de Cavia: los Lacadena, Castán Palomar, Altabella, Del Arco, Pardo Canalís, Horno Liria y compañía ensalzaron al periodista y escribieron sobre él páginas numerosas. Otro fue el Cavia de su tiempo, en el que llevó fama de escritor festivo pero fino y dio lugar a panegíricos tan rimbombantes como el de Adolfo Bonilla Sanmartín, que no era nada tonto y tenía una profusa veta cáustica como puede comprobar quien lea su desmesurado ataque a Cotarelo en Sepan cuantos… Dice del aragonés “por su galano estilo y por ser maestro en el bien decir, ocupa lugar preeminente, después de Fígaro, en el periodismo español”. Y, finalmente, otro Cavia es el de hoy en el que, si se le atisba, se le contempla como algo similar a un costumbrista. Leer hoy a don Mariano puede ser ameno pero suele devenir inane. No le falta agilidad, variedad, cultura, y hasta puede tener gracia, pero raras veces el pensamiento sobrepasa el listón de lo mediano. Su tan ponderado estilo es, efectivamente, suelto, clásico, personal y, a menudo, ocurrente, pero carente de magia. Capaz de escribir artículos magistrales en su precisión o emoción contenida y capaz también de insulsas ramplonerías. En una época en la que no faltaban plumíferos de alguna talla es posible que el lugar que ocupó Cavia pueda sorprender.

Este soneto acróstico, a pesar de su nada brillante factura, puede ilustrar sobre cómo veían los contemporáneos sus luces y sombras

Más bien feo que guapo, algo vulgar,

Aficionado a los toros, bonachón,

Raro de genio, a veces muy zumbón.

Intransigente en cuanto al bien hablar.

Al juzgar los estrenos, prodigar

No suele los elogios con razón,

Obedeciendo así a su condición,

De que es poco lo digno de alabar

Escribe con estilo y fluidez

Captándose enemigos cada vez,

Aunque no sea cosa que asombre…

Vive ajeno a cenáculos y gafes,

Irrítale lo malo, y sin ambages,

A las cosas llama por su nombre.

Don Mariano respondió a la descripción con una octavilla al desgaire, descubriendo al autor, que tampoco mejoraba mucho el grado poético de lo anterior.

A mis manos ha llegado

Recién publicado un verso

No malo, algo más, perverso,

Y en él me vi retratado,

Como me elogia, el rubor

Háceme ser generoso…

En acróstico ripioso

Saludo al ignoto autor.

Su vis satírica parece que le propiciaba mejores frutos cuando daba salida a su veta de improvisador, un punto agresivo. Así, cuando pasado de copas, como era habitual, le fueron a presentar al periodista Luis Zozaya.

¿Conque éste es don Luis Zozaya,

el de los ojos saltones?

¡Que me toque los cojones

y se vaya.!

Tampoco faltaron otros contemporáneos que expresaran sus reservas sobre Cavia. Bonafoux y Valle-Inclán lo sometieron a su sátira, el primero, aún reconociéndole méritos, cuestión en la que no era muy generoso el llamado “víbora de Asnières”, el segundo, con alguna sorna. El argentino Soiza Reilly llegó para aducir que las obras del famoso periodista eran inferiores a su talento y el gran Alfonso Reyes le dedicó también un artículo tan agudo como desvalorizador. Por su parte, si Isidoro Fernández Flórez “Fernanflor” le llamaba “perla de El Liberal”, José Castro Serrano elevaba el alza hasta titularle “perla exquisita de la prensa española”. Sin embargo, en una fecha tan relativamente cercana a su muerte como 1948, Emilio Carrère podía escribir: “Hoy apenas se recuerda a Cavia sino como una sombra de una bohemia disparatada, dipsomaníaca, perorativa de café en taberna”.

Mariano de Cavia y Lac (25-IX-1855) fue un rebelde a medias. Hijo de un notario, hizo como si estudiaba para no disgustar a su padre. Pasó por los jesuitas de Carrión de los Condes –el colegio tenía ganadería propia ¡y daba becerradas a los alumnos!-, estudió, sin terminar, Leyes e hizo sus primeras armas periodísticas en el Diario de Zaragoza. Pronto lo llamó Calixto Ariño al Diario de Avisos, llamado “el diarico” por su tamaño, y hasta se atrevió a fundar con sus amigos Jerónimo Vicén y Antón Pitaco un periódico satírico, El Chin-Chín, que llegó a los seis números y alcanzó alguna fama en la ciudad. Muerto su padre, Cavia vio el cielo abierto para huir de una Zaragoza que no toleraba nada bien sus invectivas y sátiras. Con una carta de Gil Berges para el director de El Globo, en 1880 llegó a Madrid pero las circunstancias lo llevaron a entrar en El Liberal, dirigido entonces por el también aragonés Miguel Araus. Entre junio y noviembre de 1881 residió en Tarragona, requerido para dirigir un llamado Diario Democrático, pero pronto volvió al Madrid del sainete donde sus crónicas empezaron a ser populares. Más famosas que el escritor que, tímido, retraído y orgulloso, empezó a darle al trago sin moderación y a despellejar contemporáneos con sus ilustres tertulianos del Bilis Club, en un tiempo en que la gente se reunía con el solo y hasta plausible objeto de pasar el rato.

Algo tendrá el agua cuando la bendicen porque muy pronto Cavia logró puesto preeminente en el escalafón –“el primero de cuantos hemos escrito en la prensa”, dijo Ortega Munilla- tanto por su cultura e ingenio, como por su estilo y personalidad. En El Liberal, donde permaneció casi tres  lustros, hizo populares los diversos epígrafes bajo los que firmó, se lo disputaron los diarios más importantes y, tras una temporada en el Heraldo de Madrid, pasó a El Imparcial, que fue el periódico donde transcurrió la mayor parte de su vida como cronista. Admirativamente se decía que su estipendio ascendía a una peseta por palabra.

Una de las razones de la popularidad de don Mariano fue su labor como crítico taurino que ya había ejercido en el periódico zaragozano en que se inició. Quien cumplía esta función en El Liberal, un tal Don Éxito, firma que correspondía a Eduardo de la Loma, fue nombrado gobernador civil de Cádiz -¡Ay, España, España!- y la vacante fue solicitada por Cavia. Y ahí quedó, con su sobrenombre de Sobaquillo, como una de las cumbres del género, según cuentan los taurinos. A tres libros dio lugar esta afición. El primero, División de plaza. Las fiestas de toros defendidas por Mariano de Cavia (1887),  era un contraataque a Las fiestas de toros impugnadas por José Navarrete. Hoy el volumen es bastante buscado. Otros dos, De pitón a pitón (1891) y Notas de Sobaquillo (1923), reunieron posteriormente varias de sus crónicas taurinas.

El otro seudónimo con que firmó, “Un chico del Instituto”, lo utilizaba en sus artículos de opiniones lingüísticas en las que sensatez y jactancia se juntaban con cierta superficialidad, seguramente agradecida por los lectores de la época. Aún hoy se cita en alguna ocasión su apuesta por el neologismo “balompié”, que perdió el partido. Muchos de estos artículos entre censorios y catonescos, un poco antecedentes de los de su paisano Lázaro Carreter, los recogió en Limpia y fija. Hoy se leen con gusto y merecerían una reedición. Otros artículos célebres fueron “Post tenebras spero lucem” (2-XII-1903) en el que pedía una cumplida celebración del centenario del Quijote o “La catástrofe de anoche” (25-XI-1891), en el que daba cuenta de un incendio que había arrasado el Museo del Prado y que dio lugar a que los madrileños, en una época en que no había medios de comunicación inmediata, acudieran en tropel a contemplar el desastre y a que se tomasen medidas precautorias para alejar esa posibilidad.

Hombre de ideas avanzadas en  lo social, Cavia no siempre se había distinguido por su comprensión de lo social, sin embargo, a las alturas de 1917, fue fichado por el naciente periódico El Sol, como cronista de prestigio. Lo que sucedió realmente es que varios redactores se desplazaron con su director, Félix Lorenzo, de un diario a otro. El Imparcial ya no se recuperaría de ese golpe. El primer artículo de Cavia en el número inaugural (1-XII-1917) fue verdaderamente modélico y parecía un programa del propósito modernizador y europeísta que propugnaba el que llegó a ser mejor diario español de su tiempo. Poco antes, el 24 de febrero de 1916, Cavia había sido elegido académico aunque no llegara a tomar posesión del sillón A, en el que, precisamente, le sucedió su viejo admirador, el erudito Adolfo Bonilla y Sanmartín.

A pesar de ser costumbre tan compartida por los plumíferos de su tiempo, y aun por los de otros tiempos, Cavia fue tenido por borracho inveterado y circularon numerosas anécdotas sobre el asunto. Así, con escasa piedad, lo retrata Cansinos Asséns en el primer tomo de sus memorias:

“…está sentado otro hombre, ya viejo, con un gran bigote escarolado, lentes y un clavel ya marchito en el ojal de la solapa, que de cuando en cuando murmura frases inconexas, intermitentes, como un papagayo. Mariano de Cavia, el popular cronista de El Imparcial (…) A su lado, de pie, tiénese, solícito como un escudero, un hombrecillo gris de fachada apicarada. Es Rodríguez, el criado del escritor, el hombre que lo acompaña a todas partes, lo sostiene cuando sale tambaleándose de las tabernas, le va a por cigarrillos y se los pone ya encendidos en la boca, y que, en fin, lo defiende cuando algún bebedor de mal genio, ignorante de habérselas con un gran hombre, alza la mano en réplica de algún insulto del agresivo cronista: -¿Qué va usted a hacer, hombre? ¿No sabe usted que es Mariano de Cavia?

El escritor tiene una borrachera procaz, peligrosa, y más de una vez lo habrían descalabrado a no ser por ese Rodríguez. Éste es el ama de llaves, el perro y la única familia del cronista solterón. Lo cuida como a un niño en la invalidez momentánea en que alcohol lo deja, le recoge del suelo el bastón que se le cae y hasta le suena los mocos y le limpia la baba…”

Cansinos continúa rememorando las torpezas y chapucerías del cronista, auxiliado por su rodrigón, en la cervecería de la calle Hileras donde solía coincidir con otros dos grandes aficionados al trago: Rubén Darío y Manuel Machado. El famoso criado de Cavia, cuya desconocida imagen podemos ahora contemplar junto a él, no se llamaba Rodríguez sino García y había sido paje del pretendiente don Carlos durante su estancia en las provincias del norte. Nótese cuán fácilmente puede soportar características y necesidades de dueños tan disímiles quien tiene el espíritu avezado a servir. Pero al parecer hubo dos: un García I y otro García II, que sucedió a aquel. Este último se llamaba muy propiamente Manso y le sirvió con fidelidad y cariño hasta su muerte. Esta connivencia y algún otro rasgo de su conducta propició que en los corrillos se hablase en voz baja de la presunta homosexualidad del periodista, rasgo al que también aluden Cansinos y Baroja en sus respectivas memorias. Realmente, sólo se le conocieron relaciones en su época zaragozana con Pilar Alvira y fueron frustradas por la oposición familiar. Horno Liria aduce que los dos se prometieron soltería y lo cumplieron.

Otros han contado como, además de la cerveza, eran las bebidas blancas, en sus formas de aguardiente, chinchón, cazalla, anís y demás variedades, sus nepentes preferidos. Parece que en el vaso grande, que se solía poner con agua para acompañar el aguardiente, a él le ponían la bebida y era la copa la que contenía el agua. Además de la cervecería de la calle Hileras, otros muchos locales acogían su hablar carraspeante: el café Castilla, Platerías, el Levante de la Puerta del Sol, el Colonial, el inevitable Fornos o la tan literaria taberna de la Concha, el garito perdulario de la calle de Arlabán. Difícil obviar esta condición  filoalcohólica de don Mariano porque la reflejó Valle-Inclán en Luces de bohemia, quizá la obra cumbre de la literatura española del pasado siglo, publicada muy pocos meses después de la muerte del periodista: “¡Ni que se llamase este curda Don Mariano de Cavia! ¡Ese si que es cabeza! ¡Y cuanto más curda, mejor lo saca!”, dice un guardia en la escena cuarta ante las protestas de los cofrades, cuando don Max es conducido a la “Delega”. También Baroja lo saca a relucir en algún apartado de sus memorias (Vitrina pintoresca) y Felipe Sassone en las suyas (La rueda de mi fortuna), donde asegura como, con mucho aguardiente dentro, “dando cabezadas, sacó unas cuartillas del bolsillo, pidió pluma y tinta, y redactó currente calamo, una de sus primorosas crónicas para El Imparcial”.

Probablemente esta propensión precipitó su muerte, acaecida el 14 de julio de 1920. Arrastraba serios problemas de salud desde 1915, año en el que había sufrido una trepanación, y sus delirios iban en aumento. Sus últimos meses fueron patéticos: tras una temporada en el balneario de Alhama, los médicos, impotentes, recomendaron su traslado al madrileño sanatorio para dementes del doctor León, en la plaza que hoy lleva el nombre del periodista, ya que nada podían hacer para mejorar su situación. Apenas aguantó un día más y murió en la compañía de su criado. Dejaba dos hermanas con las que no se veía, una cuenta corriente con 26.000 pesetas y una vivienda en el tercer piso del número 18 de la Carrera de San Jerónimo, que había puesto a sus libros y a su criado, ya que él prefería vivir en el Hotel Términus de la misma vía madrileña. La cantidad, que no llegaría a los 60.000 euros al cambio actual, pareció desmesurada a muchos que se felicitaron de que por fin en España un escritor pudiera vivir de su trabajo. Zaragoza reclamó su cuerpo y en Torrero se encuentra su tumba, que, como es propio del país, no suele congregar admiradores ni curiosos.

Como asegura García Mercadal, don Mariano no quiso ser otra cosa que periodista y pocas veces ha estado tan justificado el remoquete de maestro que tan frecuentemente se le asociaba. Cavia no tuvo otras aspiraciones, fue reacio a homenajes y honores, de los que como buen aragonés desconfiaba y que muchas veces rechazó con cortesía. Como se ha dicho, ni siquiera llegó a tomar posesión de su sillón académico. Aunque, sin duda, el mejor de los homenajes a que podía aspirar se lo ofreció un compinche de brumas alcohólicas llamado Rubén, al dedicarle el segundo de los dos intensísimos “Nocturnos” del que fue su mejor libro, Cantos de vida y esperanza. Hombre retraído y agresivo, inteligente y temeroso, justiciero y arbitrario, ocultó sus amarguras y se llevó a la tumba sus secretos.

Cavia, al contrario que los citados González Ruano y Umbral, no escribió libros sino que se limitó a reunir sus artículos y ponerles muchas veces el mismo título de su sección del periódico, cosa que, por cierto, no hicieron sus citados colegas. Incluso, su único libro de creación, Cuentos en guerrilla, reunió también textos publicados en El Liberal. No se animó tampoco a juntar sus poesías, que dejó diseminadas por muchas publicaciones. Regeneracionista pero taurino, hombre de inmensa curiosidad y, sin embargo, poco adicto a profundizaciones, artífice de una lengua purista y precisa pero poco ambicioso en su tratamiento, hombre de café pero tirando a huraño, irreligioso pero pilarista, Cavia fue una contradicción viva, una inteligencia a la que tocó lidiar con un tiempo y un país, que él nos ayudó a entender mejor pero que resultaba demasiado toro para lidiar, para que él mismo lo llegara a entender del todo.

OBRAS

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-Revista cómica de la Exposición de Pinturas de 1887, Madrid, F. Baena, 1887.

-Azotes y galeras, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1891.

De pitón a pitón, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1891./Zaragoza, Asociación Cultural Mariano de Cavia, 2004.

Salpicón, Madrid, Librería de Fernando Fe, 1892.

Cuentos en guerrilla, Barcelona, Antonio López-Col. Diamante nº  54, s. f. (1897).

Grageas, Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1901.

Limpia y fija, Madrid, Renacimiento, 1922.

Chácharas, Madrid, Renacimiento, 1923.

Notas de Sobaquillo, Madrid, Renacimiento, s. f. (1923).

Antología, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1959/1981. Estudio preliminar, notas y selección de Enrique Pardo Canalís.

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Publicado: febrero 24, 2012

Publicado en  Criaturas saturnianas nº 2, 1er.semestre 2005, pp. 107-125.

Incluyo la bibliografía publicada en mi Diccionario de Autores Aragoneses Contemporáneos (1885-2005), Zaragoza, DPZ, 2010, por ser algo más completa que la que acompañaba al artículo en cuestión.

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