Algunas lecturas dichosas (I)


Por Don Quiterio

¿Por qué perdemos el tiempo leyendo cosas que son mentira, cuando sabemos bien que nunca han sucedido? En el siglo XIX, un autor de novelas llamado nada menos que Henry James ya dijo: “El ser humano, en su infinita astucia, intenta siempre conseguir, a través de las ficciones, el máximo de experiencia con el menor esfuerzo”.


En otras palabras, si no tiene tiempo, medios, valor o ganas para escalar montañas, luchar en junglas, enamorar a multitudes de congéneres hermosos y vivir o conocer otras vidas más que la propia, las ficciones le permiten asomarse a la experiencia sobre qué decisiones tendría que tomar en esos casos. Decía no sé quién que los relojes se vuelven locos en el misterio de la literatura. Los libros, en efecto, forman parte de tu vida, todo enloquece, se colorea, se construye, se disfraza, hace piruetas, crece, toma volumen.


Para seguir la tradición en estas fechas de vanidades librescas, nos acercamos, una vez más, a la feria del libro viejo y antiguo de Zaragoza, en su novena edición, que se celebra en uno de los lados de la plaza Aragón, y con la participación de librerías de Zaragoza, Pamplona, Madrid y Valencia. Con un pregón del catedrático de economía aplicada (a la bibliofilia, que no a la bibliomanía) José María Serrano Sanz, este profesor de la universidad de nuestra ciudad inmortal nunca ha sabido si compra libros para tener alimento espiritual o se trata, simplemente, de un bajo instinto de comprador compulsivo. Vaya usted a saber, desocupado lector. Lo que está claro es que en esta feria puede encontrar cualquier visitante todo tipo de postales, carteles, revistas, programas de cine, recortables, grabados, mapas, tebeos, cromos, manuscritos, cartas, documentos, folletos y, por encima de todo, libros antiguos y viejos, descatalogados, muchos de ellos de tema, autor o imprenta aragoneses.


Sea como fuere, el que esto escribe inquiere a los visitantes la clásica interrogante: “Y usted, ¿qué ha leído últimamente?”. Hay respuestas para todos los gustos: luminosas, tenebrosas, alegres, desesperadas, tiernas y asquerosas, hermosas y horrorosas, inteligentes y estúpidas, candorosas e hipócritas, santas y blasfemas, plenas y decrépitas, compasivas, lujuriosas, razonables, delirantes. He aquí una pequeña selección de nuestros ilustres entrevistados.

José María Serrano:

-Por mi condición de economista, compro el máximo de libros al menor precio posible y en el más corto espacio de tiempo. En la profesión le llamamos a eso maximizar una función de utilidad. A mí lo que me gusta es comprar un libro y poseerlo, más que leerlo. Mis primeros tiempos de comprador eran felices y simplones, como suelen ser tantas experiencias iniciáticas. Voltaire decía que no había aprendido nada en los libros nuevos y todo en los antiguos. Pues si se trata de leer libros antiguos, lo mejor será hacerlo en su primera y más verdadera faz.

Juan Domínguez Lasierra:

-Yo siempre leía el ‘As’, pero, desde que dejó de escribir mi admirado Luis Alegre, que le den al diario deportivo. ¡Cómo echo en falta la figura del cenizo, de Lafita, de su hijo Leo, de esa prosa erudita, dieciochesca, esa agudeza del pensar y esa sutileza en el decir!

José Luis Trasobares:

-Yo solo leo escrituras realizadas por hermanos, a dos (¿o se dice cuatro?) o más manos. O por separado. Una obsesión, oye. A pesar de sus diferencias, siempre se mantienen unidos y se profesan un amor mutuo que, a la vista de muchos adultos de mirada inquisitorial, bordea una singular fraternidad antinatural que hubiera hecho las delicias de Sigmund Freud. Tengo una copiosa biblioteca de estos autores, primeras ediciones y todo (e, incluso, con dedicatorias a sus contemporáneos) que ya quisiera (con descuento o sin él) el Melero ese. Te ilustro: de Jacob y Wilhelm (los Grimm), de Lupercio y Bartolomé (los Argensola), de Adolfo y Valeriano (los Bécquer), de Antonio y Manuel (los Machado), de Serafín y Joaquín (los Álvarez Quintero), de Emily, Anne y Charlotte (las Brontë), de Jules y Edmond (los Goncourt), de Luis, Juan y José Agustín (los Goytisolo), de Michi, Leopoldo y Juan Luis (los Panero), de Arkadi y Boris (los Strugatskai), de Aloma y Daniel (los Castro)… Te vuelvo a ilustrar: los hermanos Grimm (o sea, Jacob y Wilhelm) vivieron juntos. El menor sufrió asma y una enfermedad cardíaca. Y, sin embargo, fue este el que se casó y tuvo tres hijos. ¿Por qué el mayor nunca pudo formar su propia familia? ¿Estaba enamorado de su cuñada? ¿No pudo nunca despegarse del amor a su madre? ¿Fue un homosexual reprimido por su severa educación calvinista? Los dos escribieron autobiografías. Pero todo el que escribe sobre su propia vida, en realidad engaña, omite, transforma, fantasea. O sea, hace ficción. En fin, que uno casi prefiere a los Dalton y sus primos.

Luis Alegre:

-Aunque no me gusta hablar de mí mismo, te diré que anoche soñé que leía un manuscrito inédito de Marcel Proust. Habitualmente, sueño con asuntos mucho menos elevados aunque igual de improbables, no sé, una visita de mi vecinita del quinto, el futuro del periodismo o un KO logrado en el último asalto merced a un directo de derecha que me aplauden a pie de ring mis amigos Hermógenes, Vicky o Miguel. Pero el pantanoso subyo de uno no es el único lugar donde chapotean juntos literatura y erotismo, periodismo y boxeo, sino también la casa de la mujer que se casó con Mike Tyson y a la que el campeón mundial de los pesados sorprendió encamada con Brad Pitt, para relegar a lírica pastoril el apareamiento de plantígrados visto por National Geographic. “Me volví completamente loco y deberías haber visto su cara cuando me vio”, me dijo mi amigo Tyson mientras paseábamos por la quinta avenida en una noche memorable. Y estrellada.

Ismael Grasa:

-Viendo el programa de Fríker Jiménez se me quitan las ganas de leer. De frente despejada y media melena a lo Edgar Allan Poe, su voz carece del eco cavernoso que sería pertinente, y su sonsonete aniñado, monaguillesco, nos tranquiliza en vez de acojonarnos. Y habla a la cámara enmarcado por una estantería llena de libros, anaqueles petados de tomos gruesos, de amenazante enciclopedismo y variada encuadernación, algunos tan gordos que ni siquiera servirán para calzar la cómoda de mi señora. El choque violento que experimento al descubrir el contorno inequívoco de lo libresco remite a la idea freudiana de lo no familiar, noción que el doctor de Viena usaba para explicar el pavor. ¿Qué puede haber más terrorífico para la generación mejor preparada de la historia que un desnudo montón de libros?

José Manuel Blecua:

-Estamos adoptando un lenguaje nuevo, obligados por el apremiante avance de la tecnología y la devaluación de las humanidades. Se acortan palabras, se obvian tildes y se constriñe el vocabulario a un grupo reducido de palabras, enviando otras al exilio del olvido, cuando no al cementerio de las voces. Me he detenido en el diccionario del castellano rural en la narrativa de Delibes, a cargo del filólogo Jorge Urdiales, y recoge elementos del habla diaria en la cuna del castellano que corren serio riesgo de exclusión. La RAE rechazó la mayoría de vocablos propuestos por el autor de ‘El camino’, y, sin embargo, admitió palabros como gayumbos para referirse a los calzoncillos. Hay decisiones que, por muy académicas que sean, te dejan en paños menores.

Perico Fernández:

-Enfilando los puestos de la feria ya me va subiendo la temperatura de la sangre, la cara de gilipollas se pega como un sudario y vienen las ganas de romper algo. ¡Como para comprar libros estoy! Me acuerdo, eso sí, de cuando la Gómez Borrero me leyó la mano y alzó la cara asustada, musitando: “Tú ten cuidado”. Comprendo que de no ser por el boxeo quizá estuviera ya prestando servicios a la comunidad. Y ya en casa me relajo acuchillando óleos viejos con las tijeras de cocina.

Alberto Calvo:

-La depresión ha generado una enorme riqueza, especialmente entre autores y editores de libros de autoayuda y manuales para aumentar la autoestima. Como tengo anorexia del alma, he leído de un tirón los títulos ‘Aprende a quererte’, ‘El arte de apreciarse’ y ‘Cómo hacer amigos siendo un gilipollas’. A muchos, esto de la autoayuda les suena a autoservicio, a establecimiento de venta de muebles que tiene que ensamblar el propio cliente. Da la impresión de que el bienestar se suministra en una caja con piezas incomprensibles y una hoja de instrucciones aún más ininteligible. ¡Como para tener un hijo!

Javier Lambán:

-En estos tiempos de crisis, paso mucho tiempo en casa. Yo creo que hay que leer más. Al precio que se está poniendo la luz, es mejor apagar el televisor y enfrascarse en la lectura. Como tampoco me llega para un libro, he empezado leyendo las etiquetas del champú, que son muy entretenidas. Cuando acabe, empezaré por las del gel.

Luisa Fernanda Rudi:

-Acabo de leer un borrador sobre los problemas de la España de hoy que está preparando mi partido. Te voy a adelantar por dónde va. El estudio de los problemas de España es como el de un equipo de música. Solo hay dos opciones: graves y agudos. No es que no miremos el futuro con optimismo, es que sentimos que el optimismo no tiene futuro. El balance de los socialistas es una clara expresión de la izquierda, pues solo presenta números rojos. Rubalcaba no gana ni al tute porque sus compañeros se pasan el día cantándole las cuarenta. Y los que se quejan de Rajoy, por hacer lo contrario a todo lo que dijo, les diré que ya ha cumplido casi año y medio de presidente, que ya es cumplir algo. También hay una cita de Ángel Ganivet de su ‘Idearium’ de 1896: “En España se prefiere tener un código muy rígido y anular después sus efectos por medio de la gracia. Castigamos son solemnidad y rigor para satisfacer nuestro deseo de justicia y luego, sin ruido ni voces, indultamos a los condenados para satisfacer nuestro deseo de perdón”.

Pepe Quílez:

-Ando pelín irritable últimamente, usted disculpe. Con la que está cayendo, esta feria levanta en cualquiera una disposición de ánimo que oscila entre la morbosidad suicida, tipo Larra, y el afán de reyerta quinqui, tipo Poli Díaz. ¿Qué qué estoy leyendo? Yo me conformo con pasearme por los puestos y leer títulos y más títulos, venga títulos y contraportadas. ¡Hasta puedo pasar por erudito! Lo dicho, usted disculpe, que me está tapando ese libro y quiero leer su título.

Francisco Asín:

-Acabo de leer, por fin, “La biblia”. A mí, Jesucristo me cae bien, pero con el resto bíblico no puedo. En especial con los discípulos, a los que me cuesta distinguir de los fariseos. Gente como esa la hay en todos los lados, en especial el periodismo, sacando vocecitas de lo más hipócrita para echarnos unos sermones la mar de falsos que ni ellos mismo creen. No puedo con eso, se lo juro. Todo el día hablando de la que está cayendo. Al final, Jesucristo nació en un comedero de mulas y miren luego la que armó. De ahí debe venir aquello de “se armó el belén”. Ya podrían los periodistas hacer lo mismo en vez de estar quejándose todo el día, como señoritas aficionadas.

Juanjo Vázquez:

-Lo mío son las revistas de divulgación científica. Lo mismo te descubren la hormona que regula el apetito que te sorprenden con un estudio sobre la relación entre las flatulencias del rinoceronte y la artrosis de las campesinas de Turkmenistán. Leyendo en qué consisten estos trabajos, uno se pregunta quién es más imbécil: si el sujeto que ha realizado los experimentos o el que se los ha subvencionado.

Vicente Martínez Tejero:

-He estado releyendo a Rosalía de Castro y no podría decir si su triste actitud literaria era aflicción emocional o que comía como sus conejos. A veces lo que causa romanticismo es lo mismo que produce gases.

Javier Barreiro:

-Acabo de leer el suplemento literario de un periódico generalista y observo que no hay propiamente crítica, sino panegíricos de autores respaldados por la gran industria editorial y sus tiburones de geometría variable. Nada que ver con el heráldico “Artes y letras” local, que alaban lo que les gusta y tampoco lo que no les gusta. Estos textos de los autores encumbrados por el sistema son (no todos, claro está) libros mediocres, que el pensamiento único del trágala consumista nos pretenden hacer pasar por joyas de la literatura. Están llenos de incorrecciones gramaticales, atentados contra la sintaxis y un vacío temático que prevalece la forma de un culo a una idea. Crean un público artificial que consume esos bodrios que pasan por ser esmeraldas. Yo no me caso ni con dios… y sí con el diablo, quien diera a probar el fruto prohibido que daba el conocimiento.

Ángel Azpeitia:

-Ha leído uno demasiado como para privarse de ciertas rebeldías por miedo al qué dirán los gilipollas, así que me voy a emborrachar, descreído y eufórico a ratos, antes de que Manuel Pérez Lizano se me lleve por delante. Y es que uno ya no tiene edad, lo cual vuelve tan aburrida la vida y tan trivial el periodismo.

Ramón Perdiguer:

-Acabo de leer una biografía del desaparecido Tony Leblanc. Una cosa es respetar el trabajo profesional y el lado humano de un actor tan entrañable como él y otra obviar al cien por cien que muchas de las películas en que intervino eran las tópicas españoladas reaccionarias de la época. Ello por no hablar de que el biógrafo lo compara con el gran Jerry Lewis. En fin…

Joaquín Carbonell:

-Ahora que el género de la entrevista se halla en el centro de la controversia, generada en torno al tono de la conversación televisiva de Hermida con el rey, acabo de leer ‘Las mejores entrevistas de la historia’, de Christopher Sylvester. ¿Cómo tiene que ser la actitud de un entrevistador? ¿Cuál son sus límites? “No me gusta hablar de mí mismo”, dijo, con pasmosa agilidad, el hombre de la gran papada justo al inicio de una “entrevista” en la que solo se hablaba de él. Y allí, en medio, el hombre que narró la llegada a la Luna, desprestigiando el poco prestigio que le queda al periodismo y ultimando su paso voluntario a la parte oscura de la profesión, la que hace lo que le mandan por dinero. Uno diciéndole “señor”, “majestad” (recordaba al López Vázquez de ‘Atraco a las tres’), y el otro tuteándole con una campechanía que no era otra cosa que la soberbia feudal del que trata a sus súbditos como le pasa por los cojones.

Julio José Ordovás:

-No está el horno para bollos y es el momento de ajustar mejor que nunca las proporciones y obtener la mejor masa posible a base de esfuerzo y honestidad. Hay que endulzarse la vida, sí, y, al mismo tiempo, apostar por el conocimiento con el fin de mejorar la situación actual. El saber, la investigación o la cultura pueden salvarnos. Todos los días dedico varias horas a la lectura. La guinda del pastel ha sido Andrés Ibáñez, que en las distancias cortas es el que mejor sabe visualizar colores, aromas y contrastes. Leyendo a Ibáñez se me hace la boca nata y recobro la memoria con el sabor de la dichosa magdalena proustiana. Mientras tanto, me tomaré una tostada mojada en té.

Archi de Consuelo:

-Leí un poema que retumbó en mis huesos con resonancia bruja, sacudiendo mi apatía a base de arrebatadora inspiración e inconmensurable ternura. Lo leí en trance místico, lo releí declamando, lo asimilé en palpitante éxtasis, lo saboreé despacio, lo caté cual exquisito vino, lo viví, lo interpreté, lo reí gesticulando, lo lloré con dramática tribulación viril, lo recité con todo el cuerpo enternecido. Me armé de un rotulador y fui trazando sus partes más rotundas y memorables, lo marqué de lado a lado. Respiré en sus puntos, me desdoblé en sus comas, alcé vuelo en sus lúcidas metáforas, canté ante las enaguas movedizas de su inimitable baile. El entusiasmo tomó mi pulso más zafio de lo habitual y, mientras lo reseñaba por todos sus andamios luminosos, la punta del rotulador se hincó blasfema en medio de una descarnada oración de sublime belleza estética y la delgada hoja de papel, indefensa, malherida, violada, se rajó por el centro en una obscena diagonal impertinente. Sentí que me abrían el pecho con un cuchillo oxidado. Agónico, atormentado por mi fastidiosa impericia repudié mis dedos, mis venas, mi pulso y mi sangre, pero, entonces, el hálito esencial de una idea repentina rozó con sus parpadeantes alas mi intelecto y, al instante, volví a la vida de nuevo, repleto e inspirado, comprendiendo esta sensación pasajera, fútil, inútilmente material: se había roto la hoja, no el poema.

Carlos Calvo:

-Me encantan los escritos de ese gallego llamado José Luis Alvite, tan profundo como divertido. Yo entiendo la literatura que diga algo y que te mueva a la sonrisa. Alvite es de estos. No hay mejor manera para contrarrestar la persistente fatalidad que asuela un periódico que adentrarse en sus textos, tan originales, tan entretenidos, tan cercanos. Su lectura produce una satisfacción similar a un corte de pelo en una de esas modestas peluquerías de barrio, de ambiente relajado, donde se puede charlar de todo, desde vulgares cotilleos rosas o elevada filosofía kantiana, con la única condición de que se entienda al orador. Siempre se sirve del humor como el camino más corto para tocar, aunque sea con la punta de los dedos, esa meta utópica que han dado en llamar humanismo. Y nos habla de una sociedad injusta y preocupante en la que casi todo parece a punto de venirse abajo, un mundo en el que acaso no volvamos a estar seguros mientras no se hayan desplomado las estructuras que amenazan ruina, como ocurre con esos edificios a los que solo es recomendable acercarse cuando de su mole inestable apenas quedan en pie el recuerdo, la polvareda y el suelo. El gran Alvite se felicita por haber vivido en un mundo lento y novicio en el que ni siquiera la muerte había contraído aún el vicio de morir…

Dionisio Sánchez:

-Acabo de leer un estudio científico sobre un experimento consistente en la amputación paulatina de las extremidades de una araña. Al arrancarle la primera de sus patas, el investigador llamó a la araña –“araña, ven”-, y la araña fue. Lo mismo ocurrió tras separarle del cuerpo la segunda, la tercera y la cuarta. Al desprenderle la quinta pata, el profesor insistió –“araña, ven”- y la araña fue, renqueante, pero fue. Incluso cuando al arácnido solo le quedaba una pata en su sitio, acudió, como pudo, a la llamada del científico. Sin embargo, al cortarle la última de sus patas la araña fue incapaz de moverse por más que le gritara el profesor: “Araña, ven”, “¡araña, ven!”, “¡¡¡araña, ven!!!”. Pero el arácnido ni se inmutó. Fue entonces cuando el prestigioso erudito anotó sus conclusiones en su cuaderno de trabajo: “Cuando la araña se le quitan todas las patas, se queda sorda”. A ver cuánto tardamos en dar una subvención a este. Yo, de momento, y que Buñuel me perdone, si me encuentro una araña en el cuarto de baño le meto un zapatazo que no queda del bicho ni el rastro. Y, además, entiendo que lo mío es mucho menos cruel.

Pablo Parra:

-A mí me interesan los escritores que deciden hablar sobre el vicio del juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están, sin embargo, el Dostoievski, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? Buñuel decía que si la bebida era la reina, el tabaco era el rey. Para demostrarlo, ahí está el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, que nos introduce en la destreza del arte de fumar. ¡Ah, aquellos tiempos de tabaco y risas, de tabaco y amistad, de tabaco y quietud!…

José Luis Melero:

-¡Qué va a ser de mí, si he perdido a mi librero de Madrí! Menos mal que me quedan los amigos de Zaragoza: Luis Alegre (que me trae noticias de Penélope Cruz o Maribel Verdú), Ana Palacios (de quien aprendo los misterios de la genética) o Antón Castro (con quien tanto me río). Y esta feria del libro antiguo, tan dichosa para mí, que a ver si encuentro algún ejemplar raro del ‘Quijote’ o ‘Mío Cid’, como gran aficionado al western que soy. El Cid fue el primer cowboy frente a los forajidos llamados infieles. El otro aventurero fue don Quijote cuando la venta era un “saloon”, los indios, galeotes, y los pistoleros, espadachines. En épocas de decadencia se desprecia la epopeya y se pide, como hizo Joaquín Costa, que se cierre con doble llave el sepulcro del Cid, quien, según el de Monzón, era noble y villano, legítimo y bastardo, labrador y guerrero, excomulgado y santo vasallo del rey: la voz de todas las clases.

Empieza a llover y doy por finalizadas las entrevistas. Las entrevistas, en realidad, son la excusa perfecta para acercarme a esta feria del libro viejo y antiguo. Siempre voy a esta feria del libro viejo y antiguo con la remota esperanza de encontrarme con lady Brett Ashley y, claro está, jamás la encuentro. Brett Ashley es el personaje de una novela de Hemingway, y los personajes de las novelas de Hemingway, como el ángel del apocalipsis, no suelen ir a ninguna feria del libro a comprar un libro. Yo, sin embargo, voy a la caza de un libro del que no me haya hablado nadie todavía, que no haya salido en los periódicos, que no se encuentre entre los diez mejores del mes, del año, del decenio, de la centuria, de los tiempos, quizá que ni siquiera se haya publicado, aunque misteriosamente esté ahí, para mí, y nos reconozcamos al instante.

Arrecia la lluvia y desisto. De camino a casa, me resguardo en un porche del paseo Independencia, sólido e impermeable. Cuando, finalmente, se cumplen las previsiones meteorológicas y comienza a llover a mares, numerosas personas se mojan de arriba abajo y de abajo arriba, sin que gorros, capuchas ni paraguas les salven del chaparrón. Me enciendo un cigarrillo y le ofrezco otro a un individuo que está junto a mí, en silla de ruedas, al parecer tetrapléjico, de edad indeterminada y la expresión de la desafortunada delicadeza de su vida. Lleva una orquídea en la solapa y su pelo está peinado al modo persiana, síntoma ineludible del paso del tiempo. Balbuceante, me dice que se llama Javier Silveira. Y me cuenta una historia. Su historia.

“Aquella angustia que se apoderó de mí, aquel desgarrador llanto que me taladraba los oídos, y la escopeta de caza –única herramienta de mi difunto padre- en el trastero. No paraban de llorar, ni yo podía dejar de culparme. Cerré la puerta de su habitación y fui directo al trastero. Busqué la sierra metálica, saqué la Beretta de su funda y con bastante más dificultad de lo que el cine nos ha hecho creer le corté los cañones a la yuxtapuesta. Mi padre, mi difunto padre, se había gastado cinco mil euros en aquel cacharro y no había abatido con él ni una sola pieza. ¡Cinco mil euros! Volví a su habitación y los miré por última vez. Aún lloraban cuando cerré la puerta al salir de casa. Bajé en ascensor al garaje y me monté en mi Audi que, por cierto, ¿quién me mandaría comprarme un coche idéntico al de mi jefe? Arranqué, puse a rodar los casi seiscientos euros mensuales, familiar, ‘full equipe’, los neumáticos enseñando alambre y el depósito en reserva, y me dirigí a la gasolinera de la rotonda. No sé por qué decidí que a una gasolinera, ni sé por qué decidí que aquella, el caso es que así lo hice y en dos minutos me planté allí. Paré durante unos segundos junto a los aspiradores, a unos cincuenta metros de las bombas expendedoras de combustible, para mirar y ponerme el pasamontañas. Un solo dependiente sentado en la caja y nadie repostando. Fue el único momento en que pensé que la suerte podría ponerse de mi lado. Dejé el coche arrancado junto a la puerta, me bajé escopeta en mano, entré y encañoné al sudoroso buzo con gafas: ‘¡Dame el dinero que haya en la caja, rápido!’. El hombre se puso pálido, balbuceó no sé qué y no le di tiempo para más: ‘¡Saca la pasta, me cago en dios!’. Abrió la caja entre temblores y pequeños espasmos labiales que pudieron ser palabras, y andaba intentando pescar billetes como quien persigue una pastilla de jabón en la bañera cuando en su expresión facial un terremoto sacudió todos y cada uno de los músculos de su cara. Me volví para ver qué había visto él para sentir en el mismo instante tal cantidad de miedo, felicidad, odio, asco, tristeza, sorpresa y desprecio, y vi cómo un agente de policía rodaba por los suelos empuñando su arma y se parapetaba tras una de las vigas que soportaban el techo ondulado y azul de Repsol. Al mismo tiempo, un coche patrulla llegaba y se cruzaba junto a los aspiradores. Tras él, se atrincheraron sus dos ocupantes y un megáfono: ‘¡Salga con las manos en alto!’. Agarré del cuello al del buzo, lo hice salir de detrás del mostrador y poniéndomelo de escudo humano comencé a salir a la calle con las manos en alto: con una le rodeaba el cuello, con la otra apretaba la escopeta contra su cara. Y ya no recuerdo más. Los médicos dicen que la bala me ha destrozado la columan vertebral, que ya nunca me podré mover. La policía me acusa de intentar atracar la gasolinera y de matar al empleado. Y yo solo quería dar de comer a mis dos hijos cuando aquella angustia se apoderó de mí y aquel desgarrador llanto me taladró los oídos”.

Decididamente, ha merecido la pena acercarse a este feria del libro viejo y antiguo de nuestra ciudad inmortal. En la historia de este hombre tengo el germen para la gran novela de la que nadie ha hablado todavía, que no ha salido en los periódicos y que no se encuentra, porque no se ha publicado, entre las diez mejores del mes, del año, del decenio, de la centuria, de los tiempos, aunque misteriosamente esté ahí, para mí, y nos reconozcamos al instante. La pequeña gran historia de Javier Silveira. Su historia. Y que nadie, salvo el arriba firmante, se prestó a escuchar. Sigue lloviendo y el viento parece crecer.

Artículos relacionados :