Literatura de etiqueta


Por Don Quiterio

    Si, como explica el aforismo horaciano, no pueden perdurar mucho tiempo los textos escritos por bebedores de agua, la literatura más interesante es la escrita por alcohólicos. Para muchos, el alcohol ha sido el primer amor y, ya lo sabemos, el amor verdadero es tan solo el primero.

 

    Dice Raymond Chandler por boca de Terry Lennox en “El largo adiós” que el alcohol es como el amor. El primer beso es magia; el segundo, intimidad; el tercero, rutina. Después de eso lo único que hacemos es desvestir a la muchacha. Y es que el amor es algo maravilloso que, a veces, mata como el tabaco, los pasteles… o el vino, ese hijo de puta según Sancho, raro grano del sembrador eterno según Baudelaire. Son muchos los escritores que aseguran que su inspiración les llega del imaginario vínico. La literatura y el vino, a lo largo de los siglos, van de la mano, porque escribir, marchar con los amigos a las tabernas a beber vino y a jugar a las cartas es un menú lleno de inspiración para cualquier literato que se precie. Hay que desconfiar de los escritores que no han vivido, que no han bebido, que no se han metido en lios, que solo han leído y han emborronado, sin más, refugiados entre libros y más libros, en una quietud sospechosa. La mejor literatura es la borracha, la etílica, la alcoholizada de palabras, polvo de verbo, y pensamientos. Las causas superficiales son las excusas que se suelen argumentar para desencadenar, pongamos por caso, una guerra, mientras que las causas profundas son las que realmente mueven al conflicto. Cuando Aquiles, que es un hipocondríaco radical, se baña en invierno en las aguas del Cantábrico, Fuster le dice: “Eso no es bueno, puedes coger un catarro. Bebe vino y no tengas miedo a morir, que morir es muy difícil, morir es imposible, casi imposible”. El vino, esa bebida alcohólica que se hace del zumo de las uvas fermentado, seduce a los británicos desde que Shakespeare –o quien fuere- hace el elogio del “sherris” y Drake ataca Cádiz para robar tres mil botas. Pizarro lleva el sarmiento a Perú, los jesuitas a California. Parece que los españoles plantan vino en América para que los frailes puedan consagrarlo. Los ángeles mahometanos Arot y Marot son enviados por Dios como emisarios y tropiezan con una maciza que les invita a beber vino, y se ponen tan cachondos que se la quieren tirar. Alá los castiga y a ella la hace estrella de la mañana, es decir, la Aurora.

   La mejor literatura, digo, viene de una existencia llena de conflictos, de personas que desempeñan todo tipo de oficios más o menos ilegales, que consumen drogas y enloquecen, que se enriquecen varias veces seguidas para dilapidar todo hasta no tener donde dormir, que protagonizan altercados con armas de por medio, que intentan suicidarse (el suicidio, lo dice el filósofo, es la apoteosis de la rebelión), que son encarcelados, que se relacionan con putas, chulos y estafadores de todo pelaje, que se entregan al vino barato, siempre abocados a la frustración, y que luchan, en fin, contra el alcoholismo con la ayuda de otros exadictos hasta que ven la luz al final del túnel. Se dice que los escritores suelen estar más cerca del infierno que del cielo, pero este oficio ya no tiene nada de bohemio. El escritor cumple su horario como un oficinista. En literatura, hoy, con solo talento y calidad no se va a ninguna parte. Hace falta algo extraliterario.

   Borrachos o no, con tinto o sin tinta, diez jóvenes –o no tan jóvenes- escritores aragoneses han escrito cuatro microrrelatos cada uno para las contraetiquetas de las botellas de vino joven de la cooperativa de Longares. La bodega ha recopilado los cuarenta cuentos en un libro (Covinca, 2012) de cuidada edición, cuyos textos están también traducidos al inglés. Si algunos de los mejores vinos aragoneses se producen en la comarca de Cariñena, los mejores escritores de nuestra región se esparcen por todo el territorio y se pueden contar con los dedos de una oreja, que diría Perich. Esta hermandad de la uva la componen Miguel Serrano Larraz, Juan Luis Saldaña, Eva Puyó, Carmen Ruiz Fleta, Christian Peribáñez, Ana Muñoz, Sergio del Molino, Víctor Guíu Aguilar, Octavio Gómez Milián y Daniel Gascón. Y aquí ya tenemos un simple problema aritmético. Eso sí, la iniciativa del gerente de la marca Torrelongares, Luis Vives, es original y ha luchado mucho por aportarle al vino un componente cultural, como, también, incorporar a pintores para que interpreten una barrica de madera. O sea, otra forma de expresión alrededor del vino. Pero ahora estamos en lo que estamos, y estos relatos pueden leerse entre copas, cuando te sirven el vino en el restaurante o en casa. Incluso pueden leerse todos juntos con el libro editado que los incluye. Los hay manidos, adocenados, forzados. Los hay, también, trascendentes, conseguidos, desconcertantes. Y es que el microrrelato es un asunto peliagudo: hay que afinar mucho y no todo el mundo está capacitado para “tamaña” empresa.

   La idea de Luis Vives es conseguir, a través de la lectura de los microcuentos, recrearse en el murmullo del agua y contemplar cómo las hectáreas de viñedos se despliegan a su alrededor. Y esto se consigue solo a veces. Porque hay relatos buenos, que los hay, pero abundan, ay, los fallidos. Algunos de estos autores parecen sudar tinta para parir el microrrelato correspondiente, para que fluya de modo natural desde sus mentes al papel, sin esfuerzo, sin dolor… En su fuero interno, cada escritor, si es inteligente, vuela en sus textos más bajo de lo que sueña, acaso porque el microrrelato exige brevedad y concisión, y, a veces, no se consigue con exactitud expresar su manera de entender el universo vinícola –o el que fuere- porque de sus almas se ausentan sus duendes personales en el momento menos oportuno. Se proponen nada menos que dejar sus marcas de caldo, negro o blanco, en el texto, porque saben que los grandes escritos se articulan en la manera en que nos despiertan del sonambulismo de nuestras vidas. Algunos autores, pertinazmente opacos, cometen errores y son torpes como ellos solos. Incluso si llegaran a alcoholizarse no alcanzarían ni las suelas de las faraonas sandalias de los Faulkner o Scott Fitzgerald, o el universo de Brian Friel, cuyo aroma etílico sabe a esos hogares rodeados por muros de piedra y huele a acantilados y a tabernas. A otros, todo hay que decirlo, les sobra el talento, tienen un don especial para conseguir que haya vida en lo que dicen.

    El conjunto es interesante pero desigual, y no documenta las relaciones que a lo largo de la historia han tenido el fruto de la viña y la literatura, ese matrimonio del cielo y el infierno, o al revés, y ni falta hace. Contar historias alrededor del vino es catar con palabras, encasillar el fruto de la viña en un tipo concreto. En Aragón hay dos zonas diferentes. La primera es el Somontano, un modelo de negocio volcado al etnoturismo, con vinos populares. Pero el auténtico vino de Aragón se encuentra en las otras tres denominaciones de origen (Calatayud, Borja, Cariñena), porque tienen mayor cantidad de viñedos viejos y han sabido mantener el sistema cooperativo, una joya aragonesa. Son frescas, sanas y fijan la población. Este modelo es más lento, pero, al final, te ofrece una relación entre calidad y precio.

   El precio del libro de la editorial Covinca es muy bueno, porque lo regalan. La calidad de los microrrelatos –familiares o abstractos, costumbristas o metafísicos- es otra historia, como para dudar de la capacidad literaria de alguno de los escritores. Hemingway, que es una mal literato, escribe porque algo tiene que decir entre borrachera y borrachera. ¿Es mejor estar borracho de amor que de vino? El vino es algo más que el zumo de la uva. Representa una cultura, es como un lienzo donde la mano del hombre expresa olores, sabores, sensaciones. A veces nos empeñamos en buscarle explicaciones a las cosas en vez de limitarnos a disfrutar de ellas. Nos educan de tal manera que tenemos los remordimientos antes incluso de haber cometido las faltas. Lo cierto es que cada vez que razonamos sobre un deseo, tanta sensatez, por lo general, solo sirve para privarnos de un placer. El placer del vino, a lo largo de los siglos, es una argumentación literaria. La literatura y el vino, efectivamente, tienen desde sus inicios una relación que, como casi todas las grandes pasiones, está marcada por turbulentos desencuentros e intensos acercamientos. No puede ser de otra manera, por cuanto una y otra disciplina suponen dos formas de aproximarse al pleno conocimiento de las cosas, si bien por vías diferentes. Ese parece ser el objetivo final de este proyecto, porque ofrece una muestra de cómo distintos escritores intentan ese acercamiento entre el vino y la literatura, entre el alcohol y la prosa poética.

    Dice el poeta que el vino tiene un poder que admira y desconcierta, que transmuta la nieve en fuego y el fuego lo vuelve piedra. También dice que algunos lo toman por sed y otros por olvidar deudas. Incluso algunos toman el vino por ver lagartijas y sapos. Si le dieran a elegir al poeta entre diamantes y perlas, seguro que elegiría un racimo de uvas blancas y negras. Ciertos escritores comienzan a emborracharse para experimentar un paraíso efímero, donde la euforia liquida los problemas y vacilaciones. Algunos no tardan en descubrir que la ebriedad es una forma de no ser, que anula temporalmente el sentido ético y el lastre de la responsabilidad. Algunos relatan sus miserias con una absoluta falta de pudor e inhibición, autores desengañados que se sitúan defintivamente al borde de la autodestrucción. Aquí, los autores resultan poco salvajes y poco suicidas y se acercan más a la estética de la literatura plana. A pesar de las borracheras, los buenos escritores nunca pierden del todo la consciencia, y se mantienen en sus sitios sin cruzar la raya que delimita la libertad de opinión.

   Los escritores del medioevo, que en esto son más sabios que el vulgo, consumen cantidades ingentes de vino ya que sospechan del agua por la falta de higiene. Hoy, para algunos escritores, la noche sin alcohol es un suplicio, aunque saben que abusar del vino puede llevar a perder el juicio. Con juicio o sin juicio, y cuando el alcoholismo no alcanza en ningín instante el “delirium tremens”, muchos escritores sueñan con el éxito y, si llega, pueden emborracharse. Pocos procuran tener los pies en el suelo. Y luego se quejan de las resacas. El éxito les cambia la vida para mal, porque no lo tienen nada claro y no se agarran a la realidad. No saben que los sueños son un buen sitio para ir de visita, no para quedarse. Escriben como eruditos, con la cabeza, cuando, en realidad, la erudición no puede ser impostada: hay que escribir con el corazón. Los que pueden, actúan, y los que no pueden, escriben. Las historias, en todo caso, no hay que escogerlas, las historias eligen a uno. El vino alegra el corazón del hombre, al decir de las Escrituras. Góngora versaba: “Parió la reina; el luterano vino / con seiscientos herejes y herejías / gastamos un millón en quince días / en darles joyas, hospedaje y vino”.

   La facilidad para darle vida a lo que narramos es algo que se tiene de entrada o no se tiene, no se obtiene estudiando los fallos de los otros o con algún otro tipo de esfuerzo concreto. Somos solo palabras, estamos hechos de palabras, sin suelo en el que posarnos, y no nos importa ya quién habla, pues todo es falso, no hay nadie, no hay nada en el nunca jamás. La mejor literatura es la que traspasa su extraña y tan distinta y singular manera de verlo todo, el estilo único con el que se articulan experiencias, relacionadas con el carácter de cada uno y la habilidad que se tenga para dar con ella. Habilidad, en fin, que descubrimos en ciertos textos, de distintos acabados e intereses.

   Daniel Gascón nos habla del resumen de una vida juntos a partir de los sacacorchos, del recuerdo de un amor escondido, de una fiesta en una casa de campo y termina con un brindis: “Que cuando estemos peor estemos como ahora”. Sergio del Molino nos sumerge de lleno en los celos, en las pérdidas y los encuentros, en lo bucólico, y dice que el truco consiste en fingir que te importa. Que le importa, se supone, el vino blanco, al que califica como “femenino y andariego a la vista, con aroma a playa sin bañistas, que contiene trazas de comedia americana de Doris Day y fantasías de crímenes perfectos”. Del rosado dice que es “ocurrente en boca, con notas de chiste bien contado y retrogusto de charla ingeniosa, ideal para maridar una conversación con un cuñado y fingir que es divertida”. Del tinto no dice nada, que se lo beben, ¡maldita sea!, Carmen Ruiz Fleta, Eva Puyó y Christian Peribáñez. Una pena. Y eso que acarician los recuerdos incumplidos y el paso del tiempo con la venta a granel, con los padres, con los novios, con perros, con dragones y luciérnagas, con palomas y serpientes. Pero no hay manera.

    Los melancólicos sueños y sarmientos, con bodega y hoja de cata al fondo, son los anodinos pensamientos de Víctor Guíu. Tampoco da mucho de sí el color blanco, las botellas vacías y las primeras veces de Ana Muñoz. Con Juan Luis Saldaña y Miguel Serrano Larraz mejoramos: el primero a través de los deseos y los restos de tres gatos negros, y el segundo con la idea de que, en un futuro, los vinos serán más inteligentes que las personas y empezarán a beberse a los seres humanos. Por su parte, Octavio Gómez Milián, buen escritor, extraña el olor del cabello abandonado, mientras el profesor enseña aritmética financiera a sus alumnos para seguir dando oportunidades a la vida, a una vida a plazos.

    Los autores de estos microrrelatos narran lo universal desde un mundo pequeño y personal, y nos hablan del recuerdo, de uno mismo y los demás, la familia, el barrio, el paisaje, sus habitantes, los largos días de luz, la pubertad y la muete. Unos lo hacen mejor, otro peor. Y este invento del microcuento, que creemos actual y el máximo de la modernidad, no es tal, porque, a mediados del siglo pasado, ya existe una amplia generación de escritores que pueden considerarse los inventores de los prolegómenos de las más brillantes páginas del microrrelato y la cuentística española, con una figura de la envergadura de Antonio Pereira, que en uno de sus escritos, precisamente, hace un elogio del vino.

   Elogiaron también el vino Shakespeare, Marlowe, Byron. Pero la flor, el velo, la nata, los puntos blancos de la vanguardia, están en la memoria. No bebemos ni vivimos lo suficiente. Cuando apenas empezamos a comprender las cosas nos damos cuenta de que ya hemos envejecido. La cultura del vino, que según los griegos nos saca de la barbarie, no puede ser desplazada por la cultura de unos principiantes, atrevidos y mediocres. Nuestro vino es nuestro, que apenas nos van quedando lugares para estrujar algo con nuestros pies y nuestra cabeza. Yo no sé si ciertos escritores tienen sed de beduinos, pero sí son pecadores sin resaca, entre gitanos con duende y gallos de vidrio. Es el vino que llevan los marineros, que parten de Palos de la Frontera rumbo a las Indias, el que lleva Magallanes en sus bodegas para dar la vuelta al mundo. Todo lo que una persona civilizada necesita es una o dos copas de vino antes de cenar, o eso dice un personaje de Eliot.

    La vida del literato que me intriga, que me apasiona, es de esas que hacen buena la imagen de los escritores en los largometrajes, gente áspera, con continuos problemas de adaptación a la realidad, que buscan salidas desesperadas abriendo puertas que van al infierno. El alcohol, en muchos casos, es el encargado de amortiguar esa ansiedad, y cuando la adicción es tan potente como destructiva les empujan al robo y a la estafa para tener ingresos con los que domar la acuciante nececidad de combustible. Esa necesidad, que empuja al adicto a las mezquindades más groseras, a las barbaridades más delirantes, estremece por la capacidad de ciertos escritores para ahondar en las diversas capas de opresión que actúan sobre ellos en un paisaje que no por presentarlos como apocalípticos son menos reales. Y, en efecto, fijan con toda precisión y espanto el espanto preciso de la realidad. Cuando se padece una profunda depresión solo saben curarla bebiendo, aun con consciencia de que ese camino en el que se creen salvarse les lleva inevitablemente al infierno. Y si solo los borrachos y los niños dicen la verdad, según reza el famoso adagio, ¿quién es el niño?, ¿quién el borracho? ¿Vino tinto o vino blanco? ¿Vino o literatura? Todo un desafío para los aficionados más inquietos.

    La botella que te alegra el día y te calma las penas, que promete salud y energía, es como la literatura, que no está para pontificar. Un escritor que pretenda enseñar puede hacer mucho daño. La habilidad para describir una tragedia sin sentimentalismos es una de las mayores cualidades de un escritor. Dickens sabe describir su tiempo: trabajo infantil, niños abandonados, pobreza extrema, bebedores de vino barato, tabernas de mala muerte… Y, aún así, sus novelas son optimistas, y eso que los escritores son, generalmente, destructores. La vinculación entre las tabernas y la literatura lo explica muy bien Stefan Zweig en el cuento “Mendel, el de los libros”, y no se comprenderían los movimientos estéticos contemporáneos sin estos establecimientos. La revolución francesa y sus secuelas encuentran su campo de acción en las tabernas. Y es que no son pocas las corrientes ideológicas que toman acomodo en los bares, que siempre han sido de mezcla, un sitio donde se cita el lugar público y el privado, un espacio de meditación y soledad, de borrachera, de cita íntima, de tertulia y tribuna libre de un grupo. En las tabernas, las cantinas, los cafés, los bares, se han escrito libros enteros, lo individual se hace colectivo, y son una especie de nexo con la sociedad, y, sobre todo, con aquellas personas que se encuentran y comparten dentro de un terreno neutro a la vez que cordial y solidario.

    Se podría hacer una historia de la literatura de los últimos siglos visitando las tabernas a las que acudieron los escritores. Josep Pla dedica muchas líneas a pensar en ello como un relevante acto social y no se queda corto: “Mientras frecuentábamos la taberna que más nos apetecía, pedíamos una botella de vino del Rin y enviábamos tres o cuatro violetas a la puta más descarada”. Siempre he pensado que los mejores sitios para hablar de literatura son los bares, los cafés, las tabernas, las cantinas, sobre todo si son antros lúgubres y con aires de decadencia. Acudir a estos lugares de cotilleos y de embustes suele ser sinónimo de aventura y diversión. Si uno es un observador nato puede poner en práctica ese placer inigualable que es, con un vaso de vino en la mano, contemplar al personal. Nada como un tugurio sórdido para coleccionar seres extraños, que te dan, además, ideas para imaginar los relatos más inverosímiles.

    En Zaragoza, mi ciudad, y de la que soy hijo honorario, hay baretos de este tipo por un tubo, y no precisamente por la zona así denominada. Normalmente abren sus puertas cuando se pone el sol, cuando las aves nocturnas empiezan a migrar de un sitio a otro para apagar su sed homérica. En estos lugares he visto de todo. Han sido las noches más divertidas de mi vida. A mí me parece que los garitos más cutres son, al final, los más divertidos. Sus imperfecciones les otorgan autenticidad y acogen a un público variopinto y heterogéneo, un gentío abigarrado y guerrero compuesto por beldades callejeras, carpantas “nocherniegos”, buscavidas de rocanrol y almas perdidas que hacen de la casualidad su fin. En esas tascas modestas en vías de extinción, que resisten a los embates del tiempo para no desaparecer, todavía sirven los vinos en vasos chatos. Son lugares en los que se empina el codo y los mejores retiros para unas resacas del copón. Del copón del vino tinto. Sus interiores suelen ser lo más parecido a una sucursal del rastro, todo está mezclado y sin sentido, como si se tratase de un collage improvisado. Estos lugares son el mejor de los antídotos cuando el insomnio hace acto de presencia y las noches comienzan a arder.

    De momento, a estos jóvenes –o no tan jóvenes- escritores aragoneses no les ocurre lo que a Voltaire, que es más grande cuanto más pequeño es el género que practica. El coraje es imprescindible no solamente para la vida moral en general, sino, también, para la literatura. Un literato sin coraje, ni audacia o capacidad de arriesgar lo que más estima, no llegará nunca más que a mediocridades. Letras, pues, tienen pocas estos chicos (y chicas), aunque tampoco es cuestión de exagerar, que los Gascón, Gómez Milián, Del Molino, Saldaña o Serrano Larraz saben, al menos, lo que se traen entre manos. Pero, ya metidos en harina –o en caldos-, uno entiende la audacia, el coraje y la capacidad de riesgo en la figura de Jommo Kenyatta, presidente de Kenia entre 1963 y 1964 y padre fundador de la nación keniana, que, sin pretenderlo, ejecuta un maravilloso microrrelato cuando resume como nadie, escueta, minuciosamente, la idea de la colonización, de la esclavitud, de la evangelización, sin botellas de vino blanco que turben la razón: “Cuando el hombre blanco vino, nosotros teníamos la tierra y ellos la Biblia. Nos enseñaron a rezar con los ojos cerrados y, cuando los abrimos, ellos tenían la tierra y nosotros la Biblia”. Pues eso, que aún no lo han conseguido, que aún no nos han rendido ni nos han convencido. Como dice la canción, aún no somos literatos.

    Y como no hay dos sin tres, y como apunto más arriba, el mundo de las letras se une al de las artes (las artes y las letras, qué remedio) y, de este modo, el acuerdo de colaboración entre la escuela de arte y la cooperativa vitinícola de Longares hace también posible la puesta en escena de veintitrés barricas de roble de vino con su interpretación artística correspondiente, en las técnicas del grabado, la cerámica, el forjado, la gráfica o la pintura, para convertir los toneles en parte de la decoración y mobiliario de distintos establecimientos de hostelería. Ya lo afirma el eslogan: “El vino con arte (y letra) entra”. Y solo, también. Pero, mejor, en buena compañía para conversar junto con unas olivas negras de Valderrobles y unas cebollas de Fuentes de Ebro, unas lonchas de jamón de Calamocha y la correspondiente barra campera del horno de los Ordovás…

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