Por José Joaquín Beeme
¿Había de faltar yo al centenario de Italo Calvino? Amigo guadiana pero siempre recuperado, es el prototipo de escritor total que me priva.
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Azaroso cubano de Santiago de las Vegas (provincia de La Habana), creció en un paraíso encantado, la estación experimental que sus padres (botánica y agrónomo de ideas socialistas, ilustradas, que peinaban el mundo en busca de semillas) crearon en la Villa Meridiana de San Remo. Enzo Fileno Carabba se ha adentrado en El jardín de Italo practicando con el maestro un ensayo o diálogo o biografía o fábula, o todo eso junto y agitado.
Inventor de su propia biografía porque, a su juicio, sólo los libros pueden hablar de uno, Calvino reconoció haber nacido como escritor durante la Resistencia: fue el garibaldino ‘Santiago’ de la brigada Nuvoloni y de los comandos de acción Matteotti, escribió un Cuaderno de viaje a la URSS y fue miembro de la cédula comunista Pintor en Einaudi, donde entró apadrinado por sus mentores Pavese y Vittorini, aunque la invasión de Hungría le hiciera abandonar el PCI publicando una carta “de amor” abierta en el periódico l’Unità.
Licenciado en letras con una tesis sobre Conrad, para la editorial turinesa hizo de todo, desde vendedor de libros a lector y publicista, encargado de las sinopsis, la selección de cubiertas y la creación de nuevas colecciones. Pero sus fulgurantes comienzos, inevitablemente, llevan la impronta de la guerra vivida o soñada, desde la serie de cuentos Por último, el cuervo hasta El sendero de los nidos de araña, su primera novela, pasando por Los vanguardistas en Mentón.
Su fuerte pulsión hacia el fantástico le lleva, sin embargo, a la famosa trilogía de bizarros “antepasados” que le dio a conocer entre nosotros y que, de la mano de un vizconde demediado, un barón rampante y un caballero inexistente, nos sitúa en países imaginarios para trazar oblicuas paráfrasis de nuestra contemporaneidad: cuentos filosóficos donde luchan bloques de poder o emerge la escisión hydeana, donde se repudia al intelectual orgánico desde una república arbórea o donde se propugna una existencia plena, moralmente a tono con la realidad posible, lejos de una vida alienada, reducida a función y productividad.
Escritor inconformista, indócil a todo intento de clasificación, vuelve a tomar tierra encarando problemas ambientales como la especulación edilicia, las nubes tóxicas o las plagas de insectos alóctonos; una sacudida de realismo (ma non troppo) que culmina con la jornada de un escrutador electoral entre los detritos del manicomio Cottolengo (Casita de la Divina Providencia), allí donde se duele el monstruo de rostro humano.
No tardan en irrumpir, naturalmente, los placeres de la invención: colectánea por encargo de su casa editorial, Fábulas italianas le estimula, más que a transcribir, a reescribir doscientos cuentos y leyendas que radiografían todas las regiones del país, variaciones e invariantes de temas universales que restituyen la verdad mediante la fantasía, otra vez tersa y pronta a nuevos usos para un lector de nuestros días.
Calvino se lanza, en torno a Mayo del 68, al experimentalismo parisino del Oulipo, Queneau y sus cómplices jugando de matemática y enigmística para romper los límites de la literatura. Surge así un arte combinatorio esmaltado de ciudades invisibles en interminable red de misterio y mujeres epónimas, castillos de destinos cruzados bajo la égida de Ariosto y el signo del tarot, bosques atravesados por viajeros nocturnos, bibliotecas de apócrifos borgianos, laberintos cosmicómicos… Libros oculares, hipernovelas, detallados mapas del laberinto real cuya salida no puede ser sino el paso de un laberinto a otro. Ya no se siente el escritor ligur la “sota de espadas” de sus tiempos del compromiso político, sino un “ermitaño” en la gran urbe que, paradójicamente, le brinda su consagración internacional. Allí se apresta a la contaminación de lenguajes (cine, publicidad, ciencia, narratología, juego), cultura alta y baja, micro y macrocosmos: todo es digno de ser contado.
¿Y el cine? Infaltable en un escritor ricamente polinizado. Belpoliti compila sus escritos visuales en Mirar, misceláneo, exhaustivo volumen, y Zazzini parte de una declaración suya en la monografía El cine para mí era todo el mundo. Los comienzos: Chaplin, Keaton, películas románticas y de aventuras en oposición a los films didácticos que hubieran deseado sus padres en aquella San Remo fascista. En Autobiografía de un espectador (apareció como introducción a varios guiones de Fellini: Amarcord su talismán) rinde homenaje a su formación en las salas oscuras de los 30 gozando la “distancia” del mundo otro, maravilloso, frente a la demasiada vecindad del neorrealismo y “la sintomatología del histerismo italiano” del propio Fellini. Luego la crítica militante, redactor jefe de cultura en l’Unità, de donde espigo una curiosa lectura de Sed de mal, el corrupto Quinlan como contrafigura de Stalin, su visita al plató de Arroz amargo donde conoce a Silvana, “la muchacha más bella del mundo”, sus contrastes a propósito de la irresuelta Saló con el impulsivo y frontal amigo Pasolini, o su rendida admiración por Buñuel, “maestro absoluto de la imaginación” y no ya sólo del surrealismo, en cuyo funeral puede verle orquestando una corte de mendigos y lisiados a los que, “con su astuta ironía y la atención un poco oblicua de los sordos”, imparte milagros desde su aureola de santo.
Ya en Roma, mientras preparaba un ciclo de lecciones para Harvard, le alancea un ictus fatal. Famosas sus propuestas para este milenio, parafraseo aquí otras, no menos agudas, que dejó sottovoce: aprender poesías de memoria, hacer cálculos a mano, combatir la abstracción del lenguaje impuesto, saber que todo lo que damos por descontado nos lo pueden quitar en cualquier momento, sustraer peso a la figura humana, a los cuerpos celestes, a las ciudades, a la estructura del relato, al lenguaje. Levedad: volar alto y suave, el corazón expedito.