¿Qué ejemplar ha comprado -o busca- en la feria del libro viejo (y antiguo) de Zaragoza?

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Por Carlos Calvo
Fotografías de Rafael Esteban

   Un año más, y ya van doce, se cumple una nueva edición de la zaragozana feria del libro antiguo, en la que participan librerías aragonesas, valencianas, madrileñas y navarras. Un sinfín de materiales literarios de otras épocas asoman por las casetas ubicadas para la ocasión en la plaza Aragón.

   Como pregón de la fiesta libresca ha intervenido la profesora e investigadora del arte Ana Isabel Lapeña, especialista en el monasterio de San Juan de la Peña. De casta, ya ven, le viene a la galga, responsable de libros como ‘Sancho Ramírez, rey de aragoneses y navarros’ o ‘Historia de Aragón, desde la prehistoria al siglo XIX’. La curiosidad y el recuerdo son los sentimientos que mueven a muchos de los lectores a acercarse por los puestos.

    Como no me apetece ir de un lado a otro, me quedo en el puesto de mi amigo Octavio Diego, de la librería anticuaria Epopeya (del barrio de Las Fuentes, con sede en la avenida Compromiso de Caspe, nº 93, 4º E), una de las mejor surtidas de la ciudad. Y no es propaganda. O tal vez sí, que me está enamorando un ejemplar que estoy hojeando. Está especializada en libros de coleccionismo y descatalogados, y su fondo abarca las temáticas de Aragón, arte, humanidades, cocina, educación, historia, literatura, medicina, militaría, viajes, bibliofilia, grabados, caza y pesca, danza y música, Grecia y Roma…

    En su tenderete se puede encontrar de todo un poco (textos antiguos, mapas, postales, carteles, álbumes), y Octavio me explica que el sector está en crisis, que ya nada es como era. Su hija, Dafne, y la mía, Carla, son compañeras de colegio, y muchas veces nos vamos todos al cine, al animado, o a cenar, con las respectivas o sin ellas.

    Y hablamos de los malos tiempos, de la educación de los hijos, de escritores, de clientes, de anécdotas grotescas, de impresentables personajillos de la cultura provinciana local, de la gente educada, elegante, y los malhumorados, de bibliófilos y así.

   Todo es un cucharón de libros que ríase usted del ínclito Melero. Intento acercarme a varias personas para hacerles la pregunta recurrente: ¿qué ejemplar ha comprado –o busca- en esta feria del libro viejo (y antiguo) de Zaragoza? Pero todas ellas parecen ocupadas con su teléfono móvil, hablando a grito pelado. Lo intento más tarde y lo consigo. Ya tengo a mis presas.

    Patricia Luquin (presidenta política): “He comprado ‘Vidas paralelas’. Escribe Plutarco, su autor, que en los que han de gobernar se necesita elocuencia y pone como ejemplos máximos de la oratoria a Cicerón y a Demóstenes, los dos desterrados y perseguidos. Describe a Cicerón como un hombre muy instruido, de semblante risueño, inclinado a ser gracioso y decidor hasta hacerse juglar. Demóstenes, al contrario, mostraba severidad y mucho talento recibido de la naturaleza, acrecentado con el ejercicio. En nuestros tiempos no se necesita elocuencia para gobernar, sino mayorías, apoyo de los poderes fácticos y territoriales”.

    José Luis Melero (bibliófilo): “Me he agenciado ‘El cucharón’, un libro de recetas del siglo dieciocho, y varios ejemplares eróticos del diecinueve, todos ellos primeras ediciones e ilustrados con dibujos decididamente pornográficos, que me están poniendo cachondo. Espero que no se entere mi santa esposa, que, seguro, me manda al infierno, con lo caluroso que soy yo…”.

    Antonio Fogones (propietario del restaurante ‘El tenedor’): “Estoy encantado con esta primera edición de la poesía del bilbaíno –con diptongo- Blas de Otero, con dedicatoria incluida a un conocido crítico de arte, cuyo nombre guardaré en secreto no vaya a ser que me la reclame.  Es el poeta que pidió la paz y la palabra, que luchó contra el franquismo y luchó por la democracia, la voz de la llamada poesía social influenciada por el surrealismo, Whitman, Lorca, Cervantes o la Biblia. Llegué a conocer a su viuda, la profesora Sabina de la Cruz, la que le cuidó y comprendió hasta los últimos días de su vida”.

    Juana Colina (montañera): “Me interesa uno que he visto en la caseta navarra que se titula ‘Los exploradores y el Alto Aragón: viaje a Ordesa’, publicado en Zaragoza en 1916, con dos planos desplegables y todo. Además, está dedicado a un tal Patricio Borobio. Pero el librero me pide diez euros y solo tengo siete. ¿Me prestas tres, guapetón?”.

    Amalia Rodríguez Papell (quiosquera): “El libro ‘Mi diario’, de la maestra oscense María Sánchez Arbós, publicado en México en 1961. Tengo una edición posterior de 1999 y, la verdad, me hace mucha ilusión haber encontrado este pequeño volumen. Le faltan varias hojas, pero no me importa”.

    Ricardo Peralta (fabricante de palomitas de maíz): “Una biografía de Lezo y Palomeque publicada en 1911 y escrita por Hilarión Gimeno, como el de la zarzuela”.

    Horacio García Valcárcel (cura): “He comprado un raro ejemplar titulado ‘Don Papis’, del abate Palominos y publicado en 1814. Dice el profesor Pedro Álvarez de Miranda que el abate firmante es un seudónimo de Rafael José de Crespo, pero a mí me da que no es el mismo, pues tengo varios libros de ambos y la prosa no coincide. También me he hecho con un Luciano Pastor publicado en 1902, titulado ‘Tramas jesuíticas’, que mi amigo Emilio Aso, el conde Condón, siempre me ha recomendado. Y sin sermones, que para eso ya estoy yo”.

    Vicente Jiménez (arzobispo de Zaragoza): “He conseguido, por un precio irrisorio y de una tacada, ‘Ensayo de una biblioteca de traductores españoles’, de Juan Antonio Pellicer y Saforcada (publicado en 1778), y una biografía sobre Antonio Agustín escrita en 1734 por Gregorio Mayans. Tanto Pellicer como Agustín eran aragoneses, el primero de Encinacorba y el otro de la inmortal, quien fuera arzobispo de Tarragona y del que se editó en esa ciudad tan romana un catálogo de su importante biblioteca repleta de manuscritos latinos y griegos y dos docenas de incunables. Estoy que me salgo, y en mi próxima homilía hablaré de estos hallazgos”.

    Alejandra Tenaz (ama de casa): “Como soy panticuta, tengo una gran colección de libros sobre mi pueblo, del balneario (en los sótanos del Casino había cientos de ejemplares de la zona que me apropié) y del valle de Tena en general. Desde ‘Misterios del balneario de Panticosa’, una edición anónima de 1799, hasta ‘De Madrid a Panticosa: viaje pintoresco a los pueblos históricos, monumentos y sitios legendarios del Alto Aragón’, de Carlos Soler y Arguís (como el pantano), publicado en 1878. En esta feria, sin embargo, no he encontrado nada de mi interés. Otra vez será, querido”.

    Sabino Chaflán (pastelero): “Ahora que Vargas Llosa, el de la Preysler, lanza ‘Cuatro esquinas’, sobre el poder y la prensa, he conseguido una primera edición de ‘Los jefes’, con el que el peruano ganó el premio Leopoldo Alas en 1958. Está dedicado por el propio autor a un tal Gabriel. Entonces, firmaba sin el apellido materno. No dudo que Vargas Llosa es un buen escritor, pero me parece que, aprovechando su prestigio intelectual, usa las palabras para simplificar los problemas y demonizar a los que no piensan como él. Porque sitúa el nacionalismo catalán al mismo nivel que el terrorismo etarra y lo asimila a una marcha atrás en la libertad, la legalidad y los derechos humanos. No me cae simpático y creo que le falta coraje. La vida es siempre mejor que la literatura y es posible vivir sin sucumbir ni a la fruslería de la fama ni a la falsedad del eslogan. En realidad, lo he comprado para regalárselo a mi amigo Fernando Desojos, gran admirador de su obra. Y así le preguntaré por el librito del siglo diecinueve escrito por la zaragozana María Pilar Sinués ‘Rosa’, que también lo he comprado en el lote y no sé nada de él”.

    Guadalupe Hoyas (cocinera): “He conseguido una primera edición de ‘1080 recetas de cocina’, de la icónica colección de bolsillo de Alianza Editorial. Un libro que ha superado las 35 ediciones. Antes de la publicación de esta obra, en 1973, el fundador de la editorial era conocido por ser el hijo de Ortega y Gasset; después lo fue por ser el marido de su autora, Simone Ortega. Y es que siempre he pensado que Ortega tenía mejor prosa que Gasset”.

    Pedro Sartenes (podólogo): “A ver si encuentro un libro publicado en 1915 ‘Indice culinario’ y escrito por Teodoro Bardají. Solo de buscarlo ya me entra el apetito”.

   Aniceto Piamonte (criador de gallinas): “He comprado un libro de Jorge Martínez Lucena sobre Félix Romeo Pescador. Siempre me han dicho que Romeo era un gran escritor. A ver qué dice este biógrafo de él y me anima a leerle. Leer libros sobre libros es un placer onanista. Y una de las cosas que más nos gusta a los pervertidos”.

    Pedro Santisteve (alcalde de Zaragoza): “Hegel advertía que lo que mueve el mundo es el reconocimiento de los otros. Y he comprado esta vieja biografía en torno a este viejo filósofo escrita por James Hirschbel. El liderazgo sin reconocimiento carece de profundidad y solo es el reflejo del poder que ostenta, pues es un reconocimiento impuesto. En nuestra sociedad actual, cuando se obtiene el reconocimiento, este reviste autoridad política, que ofrece al que lo posee la suficiente legitimidad para impulsar cambios, abordar acuerdos y avanzar en pactos”.

    Antonio Santos (escritor e ilustrador altoaragonés, que habla de una presentación libresca): “Recientemente tuvo lugar, en la librería Rafael Alberti de la capital de España, el gran acontecimiento cultural del año: la presentación del último volumen del gran escritor zaragozano don José Luis Melero Rivas, ‘El tenedor de libros’. Ofició como maestro de ceremonias el polifacético Jesús Marchamalo, uno de los mayores especialistas de literatura contemporánea y tardogótica de la historia. La presencia de estos dos individuos sería de por sí suficiente, pero hubo mucho más. José Luis Melero Rivas es uno de los bibliófilos españoles más destacados de la historia, aunque su natural modesto le impide darse bombo y circunstancia, tendiendo, siempre, a restar importancia a su biblioteca. En su posesión está el manuscrito del Quijote (por cierto, con bastantes faltas de ortografía) de la mano buena de don Miguel de Cervantes. Parece ser que el ilustre novelista tenía problemas de dislexia, lo que le llevaba a confundir las bes con las uves y viceversa. Pero bueno, lo que importa es el talento y el Quijote y las novelas ejemplares no las escribe cualquiera, aunque se ponga a ello. Por cierto, de estas últimas también tiene nuestro amigo Melero los manuscritos. Los originales, claro. Es Melero académico de las artes y las letras de la Real Academia de san Luis de Zaragoza, además de ser el gran especialista de la jota, el baile más emblemático de España. Y autor de muchas de las coplillas, en esa clave musical, que aparecen en los envoltorios de los adoquines, los caramelos típicos de su tierra, que los niños aragoneses degustan por kilos, mientras las tararean sin atragantarse. En el acto de la presentación estuvo gran parte de la materia gris de la actualidad: escritores y editores maños de la variedad almendrona y muchos de los que, procedentes de otros lugares del solar patrio, habitan en la Villa y Corte. Todos ellos admiradores del homenajeado. Quiero resaltar el trabajo cinematográfico de Pepe Melero porque, debido a esa actividad, contamos con la presencia en la librería de cuatro actrices americanas de las más exitosas del momento actual, buenas amigas y admiradoras de nuestro autor. Y es que Melero fue invitado por David Trueba a hacer un pequeño cameo en una maravillosa película titulada ‘Vivir es fácil’ y en esta cinta su participación era un breve papel de periodista televisivo. La película cosechó un merecido éxito y recibió seis Goyas. Naturalmente a la ceremonia de la gala del cine español fue invitado nuestro amigo y allí estaban las actrices Naomi Watts, Jennifer Lawrence, Rooney Mara y Saoirse Ronan. Por supuesto no era la gala de los Oscars, donde los premios son siempre más justos. Tal vez por esta razón no obtuvo nuestro compañero el galardón al mejor actor. La verdad es que no obtuvo ninguno, para oprobio de la Academia española que, con esta injusticia, se cubrió de gloria. Durante el visionado de la película, las cuatro estrellas quedaron impresionadas por la interpretación de nuestro hombre. No es de extrañar, pues es en esos pequeños papeles donde mejor se ve la naturalidad y el buen hacer del actor. Melero está superior, con una sencillez que impresiona. Inmediatamente quisieron conocerlo las bellas y al escucharle hablar en su perfecto inglés, aprendido en las lecturas de Shakespeare, la impresión fue en aumento. Ya solo faltaba la gracia y el donaire que le adornan para que cayeran rendidas en sus brazos. Después de aquello se las ha visto en el palco de la Romareda acompañadas de nuestro amigo que, para no dar que hablar, se pone, en esas ocasiones, un chaleco precioso de terciopelo, que le han hecho a medida y sus buenos euros le ha costado, y unas gafas de sol con las que pretende disimular su presencia. Pero, como decía, allí estaban en la presentación libresca las cuatro, todos los autores maños luciendo cachirulo y unos cuantos amigos que venían de ver la biblioteca de Cortázar, escritor al que se le tiene mucha devoción en la capital del Ebro. Hubo risas, canciones, vino en bota y muchas dedicatorias. El aforo del local se vio desbordado como nunca. De allí nos fuimos a tomar unas cervezas a un bar cercano donde pretendíamos terminar la fiesta. No sabemos qué pasó. Cuando llegamos al garito, donde tan felices nos las prometíamos, tanto Melero como las jóvenes actrices habían desaparecido. Nos inclinamos a pensar que no debieron de hacerlo juntos. Es posible que nuestro amigo haya regresado a su hotel con la intención de descansar. No nos extraña. Fueron demasiadas emociones para un solo día”.

    Pregunto a una señorita de buen ver -que cruza, sin detenerse, el puesto de mi amigo Octavio- por el libro que lleva en las manos, pero me dice que tiene prisa, con desaire, que llega tarde a no sé dónde. Como si me importara. A mí también se me ha hecho tarde y creo comportarme como un caballero. Tras ella, cojo el tranvía del paseo Independencia. La joven hermosa, con un buen par de razones, se sienta a mi lado, pero no para de resoplar. Por el grosor del libro (del otro mejor no hablar) que lleva intentando leer su destino debe ser la última parada. Pero no puede leer ni una línea y por eso resopla. El motivo es que el vagón parece un locutorio. Está lleno de viajeros que aprovechan el trayecto para hablar por su teléfono móvil. Acaba de colgar un tipo que, voz en grito, ha comunicado a todo el mundo que iba a celebrar una reunión clandestina, según ha afirmado, en una administración pública. Hasta se ha girado la señora que, a su lado, venía contándole a alguien que está hasta las narices de su vecina del ático porque le tiende la ropa encima sin centrifugar. Cuando la viajera de delante ha bajado el tono de voz, que venía manteniendo con su interlocutor móvil, casi me doy de bruces en el suelo al inclinarme para acabar de saber el motivo por el que había dejado a su novio. Mientras todo esto estaba pasando, la madre de mi hija llama preguntándome que dónde estoy. La señora de al lado ha dejado de resoplar, porque, justo antes de bajar, le ha sonado el móvil. Y se olvida el libro en el asiento. Lo cojo. Se trata de ‘La vida’, de Archi de Consuelo.

    Y empiezo a leerlo: “El aire respirable, las plantas que nos dan oxígeno, los grandiosos insectos en su rito ancestral de polinizar las flores con su bravura guerrera de amantes impetuosos, el agua nutricia que bebemos todos los días, las nubes peregrinas, la lluvia en los sembrados, la siembra, la fertilidad, el instante clave, mágico, impostergable, en que el brote tiernísimo quiebra la armadura recia de la semilla, el sol descabellado de bombardeos y explosiones radioactivas y su distancia precisa para no incinerarnos de una sola bocanada, la tierra redonda como un huevo y debajo mis pies tan plana, el mundo en su órbita sincronizada, el vals magistral de los planetas, la luna que estimula las mareas y el carácter de los hombres, la atmósfera que nos protege con su aliento de la radiación cósmica, ¡qué disimulo de casualidades!, parece que nada está previsto, que todo es normal, que la vida no es un prodigio, que es sencillamente ordinario existir”.

    Y yo continúo a lo mío, como buen lector: “Las manos, los dedos de esas manos, y los dedos de otras, los otros, nosotros yo, que somos también un tú que eres un yo, los ojos, las cejas, las pestañas, la vista, la voz, las cuerdas vocales, el habla y el verbo, la música liberadora, el silencio con su idioma universal de nota muda, el eje de todo rodeado por el infinito en la circunferencia de su desbocada geografía, el don de su medida, que al ser ilimitada, todo lo ombliga, todo es centro en su importancia.  Los pájaros, el cielo, el mar, los ríos, las arterias, el pabellón de los oídos, la lengua, los labios, luego los labios sonrientes, los besos frutos de la pasión humana, las caricias, los ancianos y los niños, las hortalizas, los innumerables pastos de la pradera, el trigo, el pan, los botones, las corbatas, los trenes, los aviones, las cartas y los carteros, los libros y los libreros, el dormir, el sueño, los bostezos, las mañanas y las noches, los días, los mediodías y las tardes”…

    Cuando me doy cuenta, el tranvía está en el quinto pino. O en el sexto. O en el de la caballería. Y me acuerdo de la frase de Marco Tulio Cicerón: “Estos son malos tiempos; los hijos no respetan a los padres y todo el mundo escribe un libro”.

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