Por Eduardo Jiménez
Acabo de leer este magnífico libro de Ramón de España, un catalán de pura cepa. Yo que he trabajado durante los últimos 20 años en Cataluña, como profesor asociado, doy fe del manicomio en que ha ido convirtiendo este maravilloso rincón de España. Recordemos que los condados catalanes formaban parte del Reino de Aragón y por tanto son fundadores de la NACIÓN llamada España.
Os lo recomiendo para leer en la playa. Para hacer boca os pongo un párrafo de la obra
Hacia la Cataluña catalana (valga la redundancia)
Una vez que Jordi Pujol consiguió convencer a los catalanes de que eran, prácticamente, el pueblo elegido, ya pudo consagrarse con tranquilidad a su quimera favorita: construir un país que pareciese independiente sin serlo. Artur Mas no ha inventado nada con sus famosas estructuras de Estado, pues ya las puso en marcha el sibilino Pujol desde un buen comienzo. Se trataba de crear una ficción (o una farsa) según la cual Cataluña no tenía nada que ver con España: si para eso había que ignorar siglos de vida en común, falsear la historia o convertir en fascista a cualquiera que le llevara la contraria, se hacía y ya está. Nunca faltan fanáticos que se apunten a este tipo de actividades, resultando especialmente útiles los historiadores pesebreras capaces de defender las teorías más peregrinas, sobre todo si les cae un cargo: presentar documentales en TV3, como el profesor Joan B. Culla, o dirigir la fundación del partido, como el inefable Agustí Colomines, conspicuo esbirro del Régimen que estuvo al frente de la antaño Fundación Trías Fargas y actual Catdem, cueva de ladrones desde donde se dirigió la financiación ilegal de la banda en la era Millet.
Para empezar, había que convertir España en una entelequia extrañísima llamada Estado español. Para los nacionalistas, Francia podía seguir llamándose Francia e Inglaterra, Inglaterra, pero España se había convertido en el Estado español, término que para los españoles en general no es más que una figura jurídica: en ese sentido, TV3 es la única televisión del mundo en cuyos partes meteorológicos llueve sobre una figura jurídica. La idea subyacente es de lo más obvia: España no es un país, solo un estado. Países, lo que se dice países, solo hay uno: Cataluña. España es una invención de los castellanos, secundada por los andaluces, a quienes, como muy bien sabe Duran i Lleida, mientras se les permita tocar la guitarra, hacer la siesta y pasarse el día en el bar, todo les parece bien. Lógicamente, la manera nacionalista de tratar a ese país imaginario se basa en el odio y el desprecio.
Nadie se pregunta, claro está, cómo es posible que los catalanes, siendo superiores a los españoles —por mucho que Pujol y los suyos insistieran en su célebre jaculatoria, «no somos mejores ni peores, solo diferentes», quedaba claro que se sentían claramente superiores a sus vecinos—, no hayamos conseguido en la vida un estado propio. Yo creo que nunca lo hemos querido, pues de ser así lo tendríamos y no nos habríamos dejado medio país en España, medio en Francia y abundantes núcleos de población en Valencia y las Baleares que no nos pueden ver ni en pintura, pues nos acusan del mismo colonialismo que nosotros —perdón, nuestros nacionalistas— a los españoles. Si hubo un momento en el que tocaba fabricar países, todo parece indicar que los catalanes no nos enteramos o presentamos la solicitud fuera de plazo. Bueno, eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora, para fastidio de la Unión Europea, que ya no sabe cómo decirnos que dejemos de dar la lata, nos quedemos donde estamos y arrimemos el hombro para salir de la penosa situación económica en la que nos encontramos.