Fantástica exposición en Sástago sobre los orígenes del cine en España


Por Don Quiterio

 

Tras los pioneros aragoneses Eduardo Jimeno (padre e hijo), Ignacio Coyne, Enrique Farrús y Antonio de Padua Tramullas, la labor de Jesús Daroca (1895-1974) con su distribuidora cinematográfica, empresa de cine que se le rinde homenaje en el Palacio de Sástago, supone un reconocimiento a casi una veintena de años de proyección y distribución de películas que comprende el periodo del cine mudo al sonoro.

LA DISTRIBUIDORA ARAGONESA DAROCA (1918-1936)

Tras los pioneros aragoneses Eduardo Jimeno (padre e hijo), Ignacio Coyne, Enrique Farrús y Antonio de Padua Tramullas, la labor de Jesús Daroca (1895-1974) con su distribuidora cinematográfica, empresa de cine que se le rinde homenaje en el Palacio de Sástago, supone un reconocimiento a casi una veintena de años de proyección y distribución de películas que comprende el periodo del cine mudo al sonoro. Cinematográfica Daroca llega a contar con medio millar de películas, con actrices como Ino Alcubierre, Raquel Meller o Imperio Argentina o los grandes actores de Hollywood.

Dice Pedro Zapater, autor de la biografía sobre la familia Daroca, que “Jesús Daroca Plou, encargado de los proyectores cinematográficos, invierte en el cine sonoro y en montar cines en Almudévar o Mallén, y opera en Aragón como delegación de las distribuidoras catalanas. Gracias a este aragonés se podían ver películas mudas de la factoría hollywwodiense pero también de Francia, de Italia, de España y de temática aragonesa como “La Dolores” (Maximiliano Thous, 1923), “Nobleza baturra” (Juan Vilá Vilamala, 1925), “Agustina de Aragón” (Florián Rey, 1928) o “Gigantes y Cabezudos” (Rey, 1925)”. Y añade: “Cinematográfica Daroca se funda en 1918 y, aunque su ámbito de trabajo se centra fundamentalmente en Aragón y Navarra, llega a distribuir filmes en 135 ciudades y localidades españolas, desde La Coruña a Tortosa, desde San Sebastián a Algeciras. La emblemática distribuidora cae en el olvido en 1965, cuando cierra la última sala que regentaba, la de Alfajarín”.

La muestra está dividida en siete ámbitos y está formada por proyectores, linternas mágicas, episcopios, epidiascopios, carteles, folletos, propaganda, programas de mano, libros y revistas especializados, retratos de estrellas, los géneros cinematográficos, una meticulosa recreación del despacho del fundador de la empresa, pantallas en las que se difunden películas de la época o, también, una entrevista con Fernando Daroca donde cuenta detalles de la distribuidora de su padre.

Con todo y con eso, la exposición “Orígenes del cine en España: la distribuidora aragonesa Cinematográfica Daroca (1918-1936)” propone un viaje a ese fascinante territorio de los sueños que es el cine y, por extensión, supone una suerte de recorrido por el cine español de la época, que aparece tan alejado de la rica realidad que le circunda que ni siquiera intenta reflejar algunos de los múltiples acontecimientos sociales y políticos que sacuden el país.

El cine mudo español, por tanto, se convierte en una prolongación de los escenarios teatrales –el teatro es un auténtico vicio nacional-, dentro de un estilo malamente asimilado de los grandilocuentes filmes de arte franceses, y en él se acumulan los defectos de este medio, tanto por las simples versiones de las obras originales como por las acartonadas intervenciones de los intérpretes. Lo que se busca, en cierto modo, es sacar al cine de entre los llamados géneros ínfimos del espectáculo y elevarlo a la altura del género dramático. Como tampoco se puede perder público de las clases populares, se seleccionan obras de origen teatral o novelístico con éxito asegurado.

Hay quienes optan por formas más teatrales a la hora de pasar al cine este tipo de obras románticas (Gelabert, pongo por caso) y otros, en cambio, realizan adaptaciones cinematográficas más atrevidas (casos de Baños o Marro). Al mismo tiempo, la zarzuela, el género más en boga de la época, llega a convertirse en uno de los subgéneros más característicos y decanta la producción hacia un cine costumbrista y folclórico, dominado por un amplio elenco de artistas nacionales.

De este modo, Aurora Redondo protagoniza “Santa Isabel de Ceres” (José Sobrado de Onega, 1923), sobre el drama de Alfonso Vidal, y “Mancha que limpia” (José Buchs, 1924), según la obra teatral homónima de José Echegaray. Lolita Astolfi interviene en “El niño de las monjas” (Antonio Calvache, 1925), basada en la tragedia del torero aragonés Florentino Ballesteros, y en dos producciones de 1926: las comedias “Cuento de lobos”, dirigida por Romualdo Alvargonzález, y “El patio de los naranjos”, de Guillermo Hernández Mir sobre su propia novela. El actor teatral Jesús Navarro debuta en el cine con “El lobo” (1928), dirigida por Joaquín Dicenta sobre la obra teatral de su padre.

Antonio Vico, hijo de un prestigioso actor teatral, interviene en numerosas películas, en papeles con frecuencia muy por debajo de su talento, aunque, con motivo del estreno de “Patricio miró una estrella” (Sáenz de Heredia, 1934), el crítico Guzmán Merino señala que “este actor se consagra como indiscutible en su creación del personaje y, en algunos momentos, recuerda la excelsa escuela de Chalot”.

Por su parte, José Isbert actúa en “La mala ley” (Manuel Noriega, 1924), “Cuarenta y ocho pesetas de taxi” (Fernando Delgado, 1929), “¿Cuándo te suicidas?” (Manuel Romero, 1931), “La bien pagada” (Eusebio Fernández Ardavín, 1935) o “El bailarín y el trabajador” (Luis Marquina, 1936). La cantante Concha Piquer inicia su carrera en el cine de la mano de Benito Perojo en “El negro que tenía el alma blanca” (1926), sobre el drama homónimo de Alberto Insúa y en el que el turolense Segundo de Chomón realiza los trucajes y efectos especiales en una escena onírica.

En 1927, la Piquer canta en las primeras películas sonoras rodadas en España con el sistema Phonofilm, patente del ingeniero norteamericano Lee de Forest, que recala en Madrid pero no consigue interesar a los productores de la capital. En 1930 protagoniza “La bodega”, también de Perojo, un drama rural con dos canciones de la Piquer, basado en la novela homónima de Vicente Blasco Ibáñez, y cuatro años después lo hace en el filme de Fernando Roldán “Yo canto para ti”.

Otra importante actriz de teatro es Catalina Bárcena, que triunfa en las compañías de Enrique Borrás y de Gregorio Martínez Sierra. Al ser éste nombrado supervisor de la producción castellana de la Fox, la Bárcena se instala en Hollywood. Contratada por esta productora, interpreta allí papeles de ingenua y debuta en “Mamá” (Perojo, 1931), a la que siguen “Primavera en otoño” (Eugène Forde y Martínez Sierra, 1932), “La ciudad de cartón” (Louis King, 1932), “Una viuda romántica” (King, 1933), “Yo, tú y ella” (John Reinhardt, 1933), “Señora casada necesita marido” (James Tinling, 1934) y “Julieta compra un hijo” (King, 1935).

El año en que se inicia la guerra civil española coincide con la definitiva cancelación de las versiones hispanas de Hollywood y en ese año la actriz se instala en Buenos Aires, donde fija su residencia. Por su parte, Irene López de Heredia se inicia en el cine con “El golfo” (1918) y termina con “Doce hombres y una mujer” (Fernando Delgado, 1934), junto al actor Mariano Asquerino. Este último es quien mejor entiende el hecho cinematográfico, con una filmografía prolífica aunque de escasos vuelos: “La tía de Pancho” (1918), “El rey de la serranía” (1918), “La madona de las rosas” (1919), “Mancha que limpia” (1924), “La muñeca rota” (1927)…

En este periodo inicial del cine español aparecen revistas cinematográficas, apoyadas, con frecuencia, por las propias distribuidoras: “La Vida Gráfica”, “Arte y Cinematografía”, “El Mundo Cinematográfico”, “El Cine”, “Popular Film”, “Mirador”, “Fotogramas” y “La Pantalla”. A partir de 1931, con la arrolladora expansión comercial del nuevo cine sonoro, hay un auge de publicaciones relacionadas con el séptimo arte y aparecen una veintena de nuevas revistas, sin contar con las que siguen publicándose desde el período mudo. Madrid (“Supercine”, “Cinema”, “Sparta”, “Cinegramas”, “Cine Español”, “Cinegraf”, “Crítica Cinematográfica”, “Madrid Cinema”, “Gurigay”, “Gran Film”, “Cine Star”), Barcelona (“Cine y Hogar”, “Cinema Amateur”, “Filmópolis”, “Cine Art”, “Cine Farsa”, “Proyector”, “Película”, “Última Hora”), Sevilla (“Altavoz”, “Andalucía Films”) y Zaragoza (“Cartelera”, dirigida por Ángel Peropadre) son las principales ciudades que se caracterizan por un vistoso desarrollo de las actividades editoriales de este ámbito.

“Cuando a un autor literario le adaptan una obra a la pantalla, lo que le pagan son los desperfectos causados”. Esto dice en una de esas revistas Jacinto Benavente, quejoso del resultado artístico que de la adaptación de “Los intereses creados” ejecuta José Buchs en 1918. En efecto, el ilustre dramaturgo siente la llamda del cine y realiza, con la ayuda técnica de Fernando Delgado y Benito Perojo, los filmes “La madonna de las rosas” (1919) y “Más allá de la muerte” (1924)

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Y es que las relaciones entre el cine mudo español y la literatura mantienen un circuito continuo de incitaciones e influencias, de miradas y frustraciones: adaptaciones literarias, escritores que dirigen, directores que escriben, guionistas que llegan desde la narrativa, actores que se hacen escritores… A las simples versiones de obras de Benavente, Blasco Ibáñez, Joaquín Dicenta o Adrián Gual se unen las acartonadas intervenciones de actores teatrales como Margarita Xirgu, María Guerrero o Enrique Borrás. De hecho, otro autor como Santiago Rusiñol escribe en estas revistas un artículo que condena al cine sin paliativos como espectáculo grosero y deformador, quejoso, también, del resultado artístico que de las adaptaciones de “El místico” (1925), “El señor Esteve” (1926) y “La alegría que pasa” (1930) ejecutan Joan Andreu Moragas, Lucas Argilés y Sabino Micón, respectivamente.

El turolense Segundo de Chomón, al rodar por casualidad una zarzuela, el género más en boga de la época, descubre un estilo nacional que da sus frutos años después y llega a convertirse en uno de los subgéneros característicos del cine español. Una de las películas que alcanza un amplio reconocimiento popular y marca el ritmo a seguir es “La verbena de la Paloma” (1921), dirigida por José Buchs a partir de la célebre zarzuela de Ricardo de la Vega y Tomás Bretón. El éxito de esta película decanta la producción hacia un cine costumbrista y folclórico, derivado de la traslación fílmica del universo de la zarzuela, el sainete y el melodrama rural.

Así, Buchs, tan prolífico como de escasos escrúpulos artísticos, adapta casi una treintena de obras entre 1920 y 1929, en su mayoría zarzuelas, aventuras históricas, dramas de salón y melodramas burgueses, entre las que destaca una primera adaptación galdosiana de “El abuelo” (1925). Como Buchs, Manuel Noriega cultiva un cine popular y realista, aunque de un mayor acabado formal, y adapta zarzuelas –“Los guapos” (1923), “Alma de Dios” (1924) o “Don Quintín, el amargao” (1925)- y melodramas rurales de ambiente regional como “Bajo las nieblas de Asturias” (1926), según un cuento de Julio Peinado. Más interés ofrecen las figuras de Florián Rey y de Benito Perojo. El primero, que se inicia como redactor en varios periódicos de Zaragoza y Madrid, realiza en 1927 la primera versión de la novela de Armando Palacio Valdés “La hermana San Sulpicio” y adapta unos años antes diversas obras como “La revoltosa”, “La chavala”, “El lazarillo de Tormes” o la ya mencionada “Gigantes y Cabezudos”.

Perojo, por su parte, se basa en obras literarias para rodar sus melodramas con el concurso técnico y artístico de equipos europeos, un apreciable ejemplo de cine burgués y cosmopolita: “Boy” (1925), sobre la novela del jesuita Luis Coloma; “Malvaloca” (1926), sobre el drama de los hermanos Álvarez Quintero; o la ya mentada adaptación sobre Blasco Ibáñez “La bodega”. Y es el propio Blasco Ibáñez quien afronta la dirección, con la ayuda técnica de Ricardo de Baños, de otra novela suya, “Sangre y arena”, filme dividido en seis partes que juega con el tema folclórico (el toreo) y melodramático. A partir de entonces, las novelas de este autor son adaptadas en las pantallas norteamericanas, principalmente en la década de 1920.

Cinematográfica Daroca también exhibe el primer filme de Fernando Delgado, “Los granujas” (1924), sobre el sainete de Carlos Arniches. Al mismo tiempo, otros realizadores forman parte de esta intensa actividad de la distribuidora aragonesa, como Eusebio Fernández Ardavín, que realiza varios filmes entre 1925 y 1927, entre los que destacan “La bejarana” y “El bandido de la sierra”, según los dramas homónimos de Luis Fernández Ardavín. Francisco Gómez Hidalgo dirige “La malcasada” (1926), a partir de su propia obra teatral con el tema del divorcio como fondo. Juan de Orduña rueda “Una aventura de cine” (1927), sobre un guión del escritor Wenceslao Fernández Flórez. El crítico e historiador cinematográfico Carlos Fernández Cuenca filma en 1927 “Es mi hombre”, primera versión de la obra teatral de Carlos Arniches.

El debutante Fernando Camacho rueda “Zalacaín, el aventurero” (1927), adaptación del homónimo de Pío Baroja que supone la primera producción de la compañía CIDE. Otro estudioso del cine, Sabino Micón, responsable de los intertítulos de numerosos filmes mudos, realiza el cortometraje “Historia de un duro” (1927), uno de los primeros filmes vanguardistas de la historia del cine español.

En 1929 llega el cine sonoro, con su complejidad técnica, su necesidad de infraestructuras y mayores inversiones, y pilla a los estudios españoles en la más absoluta imprevisión. Directores, guionistas y actores emigran a Francia (De La Torre, Rey, Ardavín) y Estados Unidos (Perojo, Neville, Martínez Sierra, López Rubio, Jardiel Poncela) para realizar películas sonoras. Se sonorizan algunas películas mudas de éxito como “Zalacaín, el aventurero” y Francisco Elías, que trabaja en el departamento literario de First National en París, rueda el primer filme sonoro español, “El misterio de la Puerta del Sol”, realizado en 1929.

Uno de los personajes más curiosos de esta época del cine español es el actor Antonio Portago (de nombre entero, don Antonio Cabeza de Vaca y Carvajal Fernández de Córdoba y Jiménez de Molina), un marqués que se inicia en 1925 como productor en “El niño de oro”, dirigida por José María Granada (pseudónimo de José María Martín López) sobre su propia obra teatral. Las críticas que recibe por su actuación en “Sierra de Ronda” (Florián Rey, 1933), una cinta inspirada en el bandolerismo andaluz que también coproduce, le impulsan a retirarse a Londres, donde asesora a Alexander Korda para los ambientes españoles de “La vida privada de don Juan” (1934) y es actor de “Bosambo” (Zoltan Korda, 1935), adaptación de una novela de Edgar Wallace localizada en una colonia inglesa de África. En 1935 vuelve a intervenir como productor y actor –junto a José Isbert-, en calidad de galán romántico, en la ya comentada “La bien pagada”, sobre el libro de José María Carretero “El caballero andaluz”.

Desgraciadamente, la guerra civil, la muerte y el exilio truncan el brillante porvenir de una cinematografía en vías de expansión. Cinematográfica Daroca vive una intensa actividad, frenada sólo por los acontecimientos que van a propiciar que España se enzarce en una guerra fraticida. Tras la guerra civil, la distribuidora continúa con su actividad empresarial, pero nunca llega a recuperar el nivel de trabajo previo a 1936.

Este conflicto, al mismo tiempo, supone la primera experiencia histórica masiva de uso del cine sonoro y de la radiofonía al servicio de intereses bélicos y, junto al esplendor del fotorreportaje y el cartelismo, crea nuevas pautas y modelos para la información y la propaganda de masas, cuyas lecciones son aprovechadas en la Segunda Guerra Mundial, en parte gracias a los operadores y realizadores extranjeros que trabajan en nuestro suelo.

La guerra civil española, en efecto, supone un cambio radical, pero Jesús Daroca sigue al frente de la empresa hasta la fecha de su muerte. Este aragonés, en última instancia, se nos ofrece como una personalidad relevante –y olvidada, incomprensiblemente- de la exhibición en Aragón del cine mudo y el primer sonoro. Un gran luchador, natural de Letux –como el poeta Rosendo Tello-, uno de los precursores del cine en España, que se especializa en la distribución, la venta, el alquiler de películas, la exhibición en el medio rural aragonés y la reparación de todo tipo de aparatos de proyección.

Esta muestra, espectacular y variada, da a conocer su labor, y hay que felicitar a Ricardo Centellas y Alfonso Romero como coordinadores del evento, a la familia Daroca y a la familia Compáns por el tesón demostrado, a Pedro Zapater como biógrafo del personaje, a Carlos Calvo por su documentación bibliófila, a Paco Boisset y Stella Ibáñez por el estudio de las diversas máquinas, a José Luis Zeco por sus textos del catálogo, a la Cineteca Nacional de México y Filmoteca Española (Álvaro del Amo, Cristina Bernáldez, Alicia Potes y Ramón Rubio), y a todos los que han colaborado en esta fantástica exposición de nuestra historia cinematográfica.

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