Por José Joaquín Beeme
Perfectamente legítimo encarrilar tu puesta de largo cinematográfica en las rodadas de tus maestros, y más si tu película se presenta, de salida, como reválida universitaria. Procedes además del cómic gamberro y has trasegado ingentes raciones nocturnas de serie B, de manera que nada te gustaría más que divertirte con tus compinches…
…sembrando una historia de citas cinéfilas y buen salpicón de hemoglobina y urgente crúor.
Escribes una historia de cine dentro del cine para que comparezcan unos tipos bizarros que pronto degeneran en una espiral de locura y crimen gratuito, amigando al Barnum de Craven o a la carne autónoma de Cronenberg. Tiñes las escenas más demenciales de colores semáforo para que bailen, guiñando a los decorados manieristas de Dario Argento, una danza hiperbólica. Y agitas la coctelera del humor-terror para tener al espectador suspenso entre la risa y el pasmo, tal que un Tim Burton cuya alegre casquería de barracón desvela no pocas complicidades con el giallo italiano (Bitelchús Bitelchús, ahora mismo, cita al Mario Bava de Operación miedo, 1966).
Es lo que se propone Diego Saura con TTT. Terror in Teruel Town, ejercicio de cine anacrónico que ostenta la osadía de las primeras veces: primera comedia terrorífica en la primera capital del Turia (ahora rueda, con las mismas claves genéricas, en la Pirámide de la Laboral oscense, escenario de mis primeras ocupaciones o sentadas). Y no le faltan ni decisión ni coraje, tampoco un explícito amor por el cine en sus territorios menos canónicos, y acierta en la iconización de un protagonista que comparte el oscuro genoma de Joker o de Pennywise y en la visualización, mediante un montaje distorsionado, espasmódico, de sus estadios esquizoides, pero como toda incursión primeriza adolece de alguna inconsistencia que seguramente salvará en sucesivas producciones.
El control de los tiempos, por ejemplo. Los gags duran cuanto un plano de Ozu o Bresson, lo que desinfla su potencial efecto cómico escorándolos a un divertimento freaky para una audiencia tan cómplice como indulgente. O el deseable (y no fácil) equilibrio genérico, que sobre el firme bastidor de un thriller de agravio y venganza habría podido tejer, sin conflicto, los hilos de la comedia ácida y hasta de un trágico esperpento. O la infrautilización del contexto urbano: excepto en la secuencia del cementerio, más una coda lírica que apenas se esposa con la narración precedente, Teruel es pretexto que ofrece sólo imprecisos interiores o no-lugares urbanos (recuérdese, a este respecto, cómo los cineastas que inspiran a Saura se las ingeniaban para hacerse con permisos de rodaje per quattro lire: mi amigo Aldo Lado, por ejemplo, recreando una turbia Praga en el corazón de Zagreb). Pero lo más importante, sin duda, es reforzar el trabajo de escritura, porque no basta con enhebrar una mínima historia para propiciar momentos splatter que presumen la complicidad espectadora a cualquier precio, sino que hay que crear y dosificar atmósferas y ambigüedades y guiar la mirada por entre los perturbadores pasajes del alma humana. Ahí está, agazapado, el terror, pero también, sí, esa risa liberatoria que lo conjura.