Mil leches


Por José Joaquín Beeme

     Esa parte de la humanidad que se sitúa entre el macho de una pieza y la real hembra ha recibido de antiguo los estigmas…

…más infamantes: aberración de la naturaleza, enfermedad mental, violación del proyecto de dios y, sobre ser grave el pecado, delito sexual que crucifica juntos al sodomita y al pederasta. Las leyes han venido a moderarles, pero todavía gritan los acérrimos paladines del sexo totalitario en nombre de la familia tradicional y otras sacrosantas instituciones.

    Harvey Bernard Milk (1930-1978), activista pro derechos civiles o, simplemente, humanos, tuvo el mérito de llevar las reivindicaciones de la minoría gay, vejada y guetizada, al corazón mismo del poder norteamericano, a partir del barrio de Eureka-Castro en la ciudad de San Francisco y muy a pesar de influyentes congresistas, como el senador Briggs, o populares cantantes como la pegajosa cuáquera Anita Bryant, capaz de comparar la legitimidad del colectivo homosexual con la de «los que se comen las uñas, los que están a dieta, los obesos, los bajitos o los asesinos». Años de lucha ideológica, en los que premonitoriamente Milk recomendaba la verdad (coming out) en lugar de la hipocresía y la ocultación vergonzante.

    Por eso acabaron con él a tiros, costumbre incivil pero muy viva en esos estados sedicentemente democráticos. Gus Van Sant firma la biografía (disfrazada de autobiografía, mediante el recurso al dictado al magnetófono punteado de flash-backs) que ahora puede verse en plataformas, con un Sean Penn en plena empatía actoral y productiva. Ya en 1984 un documental de Rop Epstein, The times of Harvey Milk, ganador de un Óscar, reconstruía esa fatal historia de lucha vecinal y conquista de la tolerancia, por las cuales el país de las libertades se dignifica, a pesar de sus crímenes.

    Tampoco están lejos nuestros oprobiosos sistemas represivos de la diferencia, en que la homosexualidad caía dentro de categorías acusatorias como la de “vagos y maleantes”, “peligrosidad social”, “desviación moral” y otras peyorativas variantes del arsenal lingüístico macho. Sin entender que, más que de una identidad biológicamente dada, habría que hablar de identificación modulable por la cultura: identidad de flujo, más que estructural, por decirlo con el etnólogo Jean-Pierre Warnier. Que no todos somos homogalactes, como definía Aristóteles a los que, habiendo mamado la misma leche, pertenecían a la misma aldea: somos (reconozcámoslo) mil-leches, en cuanto muy mezclados y muy cruzados de genes, y lo único que realmente nos acomuna es el hecho de ser humanos, por encima de mil y una declinaciones.

Fundación del Garabato
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