En las muertes de David Beriáin y Roberto Fraile


Por Carlos Calvo

    Son tiempos extraños, donde las modas apenas duran un instante y no se distingue, maldita sea, la buena repostería del puro pasteleo.  Entrevistaba a lo mejor y a lo peor del planeta. Se ponía en la piel de otras personas. Incluso de aquellas con las que no queremos tener nada que ver.

     Y reflexionaba por la posibilidad tan real de morir elaborando un trabajo periodístico. El navarro David Beriáin, de él hablo, ha sido asesinado en una emboscada por un grupo armado cuando preparaba un reportaje documental sobre la caza furtiva que amenaza y diezma la fauna salvaje, en una zona próxima al parque nacional de Arli, al sur de Burkina Faso, frecuentada por grupos yihadistas y bandidos. Junto a él, también asesinado, se encontraba su camarógrafo baracaldés Roberto Fraile.

  Un siempre pegado a la cámara Roberto Fraile, en efecto, como en el documental del vallisoletano Roberto Lozano ‘Los ojos de la guerra’ (2011), en el que junta a David Beriáin, Hernán Zin, Mikel Ayestarán, Sergio Caro y Gervasio Sánchez. Este último, por cierto, protagonista del reciente documental sobre los conflictos balcánicos ‘Álbum de posguerra’, firmado por Ángel Leiro y Airy Maragall, quienes dan paso a las huellas del pasado, también del vacío del presente, a través del fotoperiodista y reportero residente en Zaragoza, según su libro ‘El cerco de Sarajevo’, un emotivo reencuentro con unas fotografías en blanco y negro para saber qué fue de los niños que retrató en sus juegos entre tanques y destrucción, balas y bombardeos, barbarie y caos. Niños hoy adultos que se libraron de la muerte. ¿Qué ha sido de sus vidas? ¿Qué ha pasado con los supervivientes? ¿Serán unas vidas marcadas?

  Siempre en la necesidad de convertir la existencia de otros seres humanos en la esencia de sus potentes relatos, David Beriáin, licenciado en periodismo en 1999, trabaja durante seis años en la sección de Internacional del periódico ‘La Voz de Galicia’, como enviado especial en los conflictos de Irak, Afganistán, Congo, Sudán y Libia. Desde sus inicios, muestra una vena intrépida que le lleva durante más de veinte años de una punta a otra del mundo. Su trabajo, pues, empieza en la prensa escrita y, luego, se transforma en imágenes y movimiento a través de impactantes reportajes y series documentales: ‘El ejército perdido de la CIA’, ‘Yasuní, genocidio en la selva’, ‘Amazonas, el camino de la cocaína’, ‘La vida en llamas’, ‘Clandestino’, ‘Latinos en el corredor de la muerte’, ‘El mercado de la inocencia’, ‘Espías’…

  Miembro fundador, junto a su compañera y productora venezolana Rosaura Romero, de la compañía 93 Metros (“la distancia que separaba la casa de mi abuela del mercado y de la iglesia, el pequeño mundo en que ella se movía”), el documentalista se adentra en las tripas del crimen organizado y de los clanes del narcotráfico en México, El Salvador, Venezuela, Italia, Kurdistán, Albania o Colombia, a los que convertía, a través de sus entrevistas, en auténticos seres de carne y hueso, con los que, fíjense, cualquiera de nosotros podría sentirse identificado.

  Narrador para el público español del excelente documental ‘Mosquito’ (2016), dirigido por Su Rynard, y productor de ‘Palomares’ (2021), una no ficción sobre las bombas nucleares de Estados Unidos que cayeron en ese pequeño pueblo de Almería, David Beriáin recibió el premio Porquet 2009 del periodismo digital en Huesca, en reconocimiento a su blog titulado ‘En pie de guerra’, un espacio en el que daba su visión de los conflictos bélicos y de sus protagonistas reales en los lugares que puso el pie.

  Como en Burkina Faso y ese documental, ya inacabado, sobre la protección de la vida silvestre frente a la caza furtiva, depredadores sin escrúpulos de la fauna local que sirven a clientes de otras partes del mundo, y las comunidades que habitan en los parques naturales de aquel país africano, con los peligros que encierra el compromiso informativo en zonas en las que la violencia se ha adueñado de la suerte de sus gentes.

  David Beriáin y Roberto Fraile atendían a nuestro derecho a ser informados. Pero, sobre todo, al derecho que, en este caso, los habitantes de Burkina Faso tienen para que el mundo no les condene al olvido como si fuesen ciudadanos de segunda. O de tercera. Acostumbrados, en fin, a contar la muerte en los países más peligrosos, estos dos periodistas hacían una buena pareja, volcados en escuchar a los más vulnerables y siempre en lugares hostiles.

  Lugares en los que es necesario estar para contar lo que está ocurriendo. Lugares sin electricidad, ni alcantarillas, ni esperanza. Lugares en los que se escucha el runrún de los generadores, única fuente de luz. Lugares que huelen a miedo y polvo. Lugares en los que decenas de camiones cisterna acarrean agua potable hasta los puntos de reparto. Lugares en los que no hay trabajo, solo soldados y guerra. Lugares en los que sus mercados venden los restos del hundimiento: pobreza y piezas de segunda mano. Lugares en los que sus millones de habitantes se hallan en riesgo de sufrir una hambruna. Lugares de odio y memoria de odio en los que las etnias se matan entre sí. Decenas y decenas de matanzas, de mujeres y niños asesinados no se sabe muy bien por qué. De civiles asesinados no se sabe muy bien por qué.

    Lugares llenos de campamentos, de soldados muertos en las batallas, de desplazados que huyen a no se sabe dónde, de gente que lo ha perdido todo: casa, cabras, ollas… De gente sin dinero ni fuerzas para construirse un chamizo. Gente sin saber qué hacer, escondida, donde la paciencia se torna impaciencia. Hombres que se echan barro en la cara y en el cuerpo para espantar las moscas. Mercenarios cuyo sueldo es el saqueo. Con la violación de la mujer se humilla a la familia, al clan. Con su muerte se impide el pastoreo, el cultivo. Es la lucha del poder. Es la historia del hombre. La muerte y el hambre. Y el primer mundo a lo suyo, acostumbrado a mirar hacia otro lado.

 Porque si ningún reportaje vale la vida de una persona, en la exploración de la cruenta humanidad se la dejaron David Beriáin y Roberto Fraile. El coste de un oficio de riesgo que profesionales como ellos hace impagable.

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