Sobre los saludos y el cariño


Por Javier Barreiro

       Hasta hace unas pocas décadas, las relaciones humanas a distancia se solventaban mediante cartas o por teléfono.

     Este último, al admitir la interlocución, permitía que las fórmulas de cortesía se adecuasen a la relación que tuvieran entre sí ambos interlocutores, que podían ser desde familiares en primer grado o amantes hasta desconocidos. Sin embargo, en las cartas privaban las formalidades y fórmulas, como aquella tan entrañable: s. s. q. e. s. m. (su seguro servidor que estrecha su mano). Al menos, así terminaban las cartas cruzadas entre mi padre y sus proveedores y clientes. De ahí se pasó a los saludos, después a los saludos cordiales y enseguida vino el abrazo, que ha evolucionado hacia el fuerte abrazo, al abrazo grande y, ya, al abrazo enorme.

     Es decir, una hiperbolización de las fórmulas que no corresponde a la de los sentimientos. No es infrecuente en correos electrónicos, mensajes, wasap y otros medios de relación ese abrazo grande entre gente que no se ha visto nunca.

    Algo parecido ocurría en la relación directa. Los hombres estrechábamos la mano a los congéneres y el abrazo sólo se producía cuando llevabas tiempo sin ver al cercano pariente o buen amigo. En cuanto al saludo de los varones a las hembras, se pasó de la inclinación de cabeza o ademán de ir a besarles la mano a poder estrechársela. Ellas solían ofrecer una mano floja y lánguida pero ya, en la segunda mitad de siglo, empezó lentamente a usarse el beso en la cara que, por cierto, era único. El beso en las dos mejillas sólo era habitual entre mujeres. Del uno se pasó a los dos, en cuanto te presentaban a una desconocida. Ahora, muchos nos guardamos de hacerlo sin que tome ella la iniciativa, no vaya a ser uno acusado de depredador sexual. En cambio, los besos amigables también han pasado a utilizarse entre hombres sin que haya intención sexual alguna.


Primera imagen conocida de un beso (Mesopotamia, 2.500 años a. de C.)

     Todo esto han pasado a sufrirlo también nuestros visitantes, sobre todo nórdicos y anglosajones que huyen del contacto físico y suele desagradarles la excesiva cercanía, pero van entrando por el aro, a fuerza de costumbre o a fuerza de alcohol. Es curioso que los españoles, cuando hablan con alguna exaltación, tienden a invadir el espacio del interlocutor casi empujándole, en cambio las gentes de raza negra, sobre todo cuando tienen un auditorio de más de dos congéneres, se van alejando hacia atrás, como si tomasen posición en un escenario.

       Otra forma de relación gestual se da cuando nos cruzamos con alguien a quien conocemos, pero no es oportuno o necesario detenerse para el saludo. Hace décadas, los hombres se tocaban levemente el sombrero pero, desde que surgió el sinsombrerismo, lo solemos solventar proyectando hacia arriba la barbilla. En el valle del Jalón está desapareciendo el saludo entre las gentes que se cruzan, tal vez, porque el campo se ha deshabitado y quien ocasionalmente lo visita lo hace en tractor o cosechadora. Pero, hasta los años setenta, el saludo eran unas vocales con especial entonación que reproducían los sonidos con los que se hablaba a las caballerías: ¡Iiieeee¡! ¡Tira, tira!, ¡Haleee! En fin, que uno saludaba y quedaba así saludado.

     Con los niños, la cosa ha cambiado radicalmente. En mi infancia, tíos y tías te estrujaban con fiereza propinándote abrazos, vaivenes y pellizcándote los mofletes hasta deshidratarlos. Las mujeres, sobre todo en el agro, proferían a la par gritos desaforados de pasión y alegría. Hoy tengo, para mi bien, poca relación con la infancia pero, tal como vienen las cosas, no me atrevo ni a pasarles la mano por la cabeza, como se solía hacer al ver un niño o una niña guapa. Hace ya años que, al pasar al lado de un colegio, o acercarme a un grupo de niños contemplando algo que a mí también me interesaba, he visto miradas de sus cuidadores que, claramente, aconsejaban la huida. La neurosis ambiental ha determinado que en todo señor mayor se alberga un peligroso pederasta.

      Mucho ha cambiado todo y más que cambiará ahora que tendremos que saludarnos con la inteligencia artificial. Por lo menos, la gente ya ha cogido costumbre de hablar con los perros y los gatos, lo que en el aludido valle del Jalón hubiera sido considerado como cosa de locos. Yo mismo tengo un conejo de felpa con el que, a falta de interlocutores de altura, entablo conversaciones de cierta profundidad.

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com/

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