De los viejos libros a los inescrutables designios del señor


Por Carlos Calvo

   Decía Ruano que “los libros de viejo es todo un concepto conversacional, un valor entendido que no quiere decir necesariamente que los libros sean viejos, ni antiguos, ni tampoco usados”.

    Y añadía: “Exactamente quiere decir que son libros de ocasión, bien por el precio que pueden comprarse respecto al que tienen en una librería de nuevo, bien porque su rareza suponga su inexistencia en estas”. En la reciente feria del libro viejo (y antiguo) de Zaragoza, en su clásica ubicación de una ‘envejecida’ plaza Aragón, se venden libros singulares, de ocasión o así, y el público se acerca a las casetas no solo como lector, sino como coleccionista de un libro objeto. El coleccionismo no deja de ser una pasión que roza la enfermedad. Una tara como otra cualquiera. El coleccionismo, como las taras, está más allá de toda razón. La razón se perdió en el tiempo, y en su lugar se instaló la pura costumbre o la manía. Que se lo digan, si no, al bibliófilo zaragozano José Luis Melero.

  Con un pregón a cargo del catedrático de la universidad de Zaragoza Manuel José Pedraza Gracia, la feria participa de doce librerías, tres de la comunidad aragonesa y el resto provenientes de Pamplona, Valencia, Madrid y País Vasco. ¿Qué es lo que más se vende? Hay temas de moda como la cocina y el vino, especialmente obras del siglo diecinueve, pero también se mantiene el interés por los libros de historia local y por colecciones concretas de ciertos clásicos aragoneses. Tampoco hay que olvidar la presencia de turistas, que ha elevado el número de carteles, pósteres, mapas, tebeos, álbumes de cromos, postales u otras obras en papel”. Hasta un librero cachondo ofrece, junto a todo tipo de manuscritos y así, varios rollos de papel higiénico de la marca de ese mamífero ungulado del suborden proboscídeos. Recuerden, desocupados lectores, la poesía publicitaria del último tercio del siglo veinte, todo un insuperable ejemplo de pareados: “Todo trasero elegante / sea de dama o varón / exige para el instante / de la limpieza en cuestión / el papel ‘El Elefante’ / de fácil adquisición”.

  Me doy, como todos los años, un garbeo por los distintos puestos y, en efecto, me topo con todo tipo de libros y de posibles compradores, sin contar con la estética exterior de los capirotes, los cristos en borriquita, los costaleros y los potajes de vigilia. Un tipo con una apariencia de sabio despistado y con un parche en el ojo a lo John Ford, especialista en Proust –“varón”, dice, “que escribió toda su larga obra porque jamás tuvo que enfrentarse a una tarea doméstica”-, adquiere el libro de Édouard Dujardin ‘Les lauriers sont coupés’ (así, en francés), obra que sería determinante para James Joyce y su ‘Ulises’, pues presentaba la técnica del monólogo interior o, mejor, un soliloquio sin ninguna intromisión por parte del autor, un acto de creación propia por parte del protagonista que usará la vida de la mente, en una mezcla de lirismo y prosa, para contar lo que le ocurre durante seis horas.

  Un varón con un ligero vaivén de gigante, de aspecto cínico y triste, y una gran narizota como de boxeador, solo se interesa por la guerra civil española. Este conflicto bélico, no hace falta decirlo, ocupa un protagonismo constante en el debate público. La calidad de ese protagonismo es deplorable e interesada. La guerra funciona como un resorte que activa el estruendo y genera los réditos sin riesgo que tanto desea la peor política. Mientras ocurre, los últimos protagonistas de aquellos años desaparecen, llevándose consigo sus historias y las de aquellos a quienes ya solo ellos recordaban. No parece haber más interés en evitarlo que el de particulares que van de los libros a los caminos.

  Un tipo corpulento, con un teléfono móvil pegado a la oreja, que presume de vehemencia pero recorre los caminos reflexivos que ningún vehemente recorrería, es un loco de Azorín, ese que usó el paraguas rojo como Umbral la bufanda, y encuentra una primera edición de ‘La voluntad’, la primera novela vanguardista de España. Azorín, con su estilo conciso y sus descripciones del paisaje, y que aprendió francés leyendo ‘Las flores del mal’ e italiano leyendo a Leopardi, no solo comparte con Borges la esencialidad del lenguaje, sino el descubrirle al lector nuevos nombres de la literatura.

  Un tipo con una melena blanca algo indignada, de cuello macizo y el pecho casi episcopal, busca alguna biografía sobre María Zambrano, la pensadora formada en la escuela de Ortega y Gasset y la ‘Revista de Occidente’, envuelta siempre en los pliegues de la poesía. ¿Filosofía poética o pensamiento filosófico? Su aventura acerca del conocimiento mantiene un desarrollo uniforme, lejos de crispaciones y extremosidades: hondura. Hasta muy avanzada la segunda mitad del siglo veinte no se empezó a reconocer en España la valía universal de esta mujer, las colosales dimensiones de su figura. El alzamiento fascista supuso, como para tantos otros, un corte en su vida, pero no cambió la línea de sus ideas. A María Zambrano da la sensación de que los desasosiegos de la vida cotidiana no le afectasen. Y, sin embargo, toda su vida estuvo sujeta a ellos, a la enfermedad, a las penurias, a los amores insatisfechos.

  Una dama madura a la que amé, cuyo cutis espiraba fragancia y en su boca y su carne todo despedía el mejor olor, y que siempre fue una experta en literatura erótica, compra ‘Senos’, selección de catorce textos de Ramón Gómez de la Serna con dibujos de François Marechal; ‘Guía de la prostitución’, una historia de Pedro Dufour publicada en 1870, y ‘La gran pescadería madrileña’, un edición en rústica ilustrada que es una guía de los lugares, con calles y números, donde se encontraban los prostíbulos en Madrid en 1919.

   Un tipo con voz crujiente y soplidos de delfín, satisfecho de haberse conocido, solo busca algo del londinense John Ruskin, el apasionado animador intelectual del siglo victoriano, un combativo defensor de los ideales humanistas anunciados por la cultura griega clásica, un poeta en prosa con endiablada capacidad fabuladora y una destreza verbal admirable. Ruskin arremete con vehemencia airada contra la depredación industrial con la mirada fija en la cultura del trabajo artesanal, duro y personalizado. Un mundo armónico. El tiempo lento de la iglesia, la asamblea y el demorado quehacer del arado.

  Un chaval con la cara hecha un poema, con un enorme esparadrapo que le tapa la nariz y parte de la boca –como recién salido de urgencias, por así decir-, compra ‘Arcano 17’, del poeta náufrago André Breton, quien dio forma y riel, fuego y destino, a un movimiento excepcional que libró la batalla entre la inteligencia y la intuición: el surrealismo. A él se sumaron algunos de los mejores creadores de la primera mitad del siglo veinte: Picasso (con timidez), Duchamp (por poco tiempo), Dalí (hasta el final), Artaud (desde los nervios), Buñuel (con sus tambores)… Un poemario que aúna espiritualidad, sueño interior y palabra: “Yo hallo mi bien en las fallas de la roca, allí donde el mar / precipita sus globos de caballos montados por perros que aúllan. / Donde la conciencia no es ya el pan engalanado”.

  Una adolescente descarnada, de carne amarga y cartílagos de acero, con el pelo recogido en dos trenzas cortas, da a entender que es una experta en los dietarios. De aquí, de allá y de acullá. Al parecer, se los ha leído todos. O eso dice. Pero siempre busca alguna grieta. Y se topa con el librero ideal. El librero perfecto. Le ofrece la tormenta de Paul Léautaud, del que no tenía referencia, un monumental diario, una obra maestra de la introspección. Contemporáneo de Sartre y de Camus, este solitario impenitente, y maestro de las cosas pequeñas, vivía con decenas de gatos y perros que enterraba en su jardín. Escribía a la luz de las velas y vestía como un ‘clochard’. Abandonó la redacción cuando su revista, ‘Mercure de France’, introdujo la electricidad. Nunca se reconcilió con el género humano. Nació en París de una corista que le abandonó a los tres días del parto. Jamás lo superó.

  Un tipo amable, con una fisonomía infantil, de cabeza oblonga, cuello largo y cuerpo escuálido, afirma que quien todavía no haya leído nada sobre lo escrito por John Berger sobre el arte y los artistas se sorprenderá con sus maravillosos relatos que, cada vez, nos lleva a inesperadas visiones de obras y autores muy conocidos y estudiados, pero casi nunca desde la fascinante perspectiva crítica con que él los aborda. El arte solo se desvela con el arte, manteniendo viva la interrogación. Otro tipo, bastante estrafalario y con una mancha roja a la izquierda de su nariz, dice que los puestos tienen algo de paraíso rilkeano y se interesa, en un giro inesperado, o de semana santa, por un volumen del segregacionista Quevedo dedicado a la cuaresma: “Hago yo mi olla / con sus pies de puerco / y el llorón judío / haga su puchero”. Pero dios ya no está en los pucheros como en los tiempos de santa Teresa de Jesús.

  Un posible cliente, con cara de tener mucho genio, a la manera de un carácter fuerte de montañés de Huesca, se ofusca con otro posible cliente, de mirada lánguida, en el rifirrafe por un poemario de Ezra Pound. “Yo lo vi primero”, dice el primero, y gana en la puja porque es de la personas que siempre ganan y la tradición los estrangula hasta acabar por hacer lo que ella les dicta. En cierta ocasión, le preguntaron a Ezra Pound cómo acabó siendo poeta y, sin un porqué claro, se remitió a la historia familiar, que no pudo sortear, limitándose a ejercer la vieja hegemonía de los antepasados. “Por una parte”, respondió, “mi abuelo solía sostener correspondencia con el banco del pueblo en verso. Por la otra, mi abuela y sus hermanos utilizaban rimas en sus cartas muy a menudo. Era un hecho: todo el mundo escribía en verso”. Solo podía ser poeta.

  Otro tipo, conocido escritor de la Inmortal, que desprende una naturalidad que deshace la posibilidad de cualquier divismo empalagoso, habla con un librero del poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma, de su biografía hecha de madrugadas fuertes y fondos de vasos vacíos, de la alegría de los libros, de leer (“Quien por placer no lea, que no me lea”, decía), de pensar, de darse al diálogo y al fervor de la literatura. A su lado, una feminista -poco femenina- reprocha al mismo librero que exponga la ‘Odisea’ de Homero, escrita hace tres mil años. Recuerden: Telémaco, hijo de Ulises y Penélope, hace callar a su madre, que pide a un aedo, quien canta las vicisitudes de los griegos en su regreso al hogar, que elija otro tema más alegre. Lean: “Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca”. Hay algo de ridículo en aquel joven recién salido del cascarón que silencia a una Penélope sagaz y madura, sin embargo es una prueba palpable de que en las primeras evidencias escritas de la cultura occidental las voces de las mujeres son acalladas de la esfera pública. Homero plantea en este primer canto del poema, que forma parte del desarrollo del hombre, controlar el discurso público y silenciar a las hembras de la especie. Pero quien silencia a la feminista –poco femenina, digo- es este librero ‘masculinista’, viejo zorro del desierto, y con más tiros pegados que la bandera de Nápoles, pues la manda a hacer gárgaras. Sí, le huele el aliento. “Cuando tú vas, yo vuelvo”, le dice, con sorna.

  Otro conocido escritor zaragozano, con una vanidad más hinchada que el hígado de las ocas justo antes de convertirse en foie, desdeña todo lo que ve expuesto, pero el librero le regaña y le hace saber que la hipérbole y la sátira son la levadura de la obra literaria. Y la poesía, el campo de la exageración. En la epopeya los dioses atraviesan el mundo en dos zancadas. Voltaire se ríe de las leyendas griegas que aseguran que Jerjes llevaba tras de sí cuatro millones de soldados. La cumbre de la hipérbole y la causticidad está en Quevedo: “Érase un hombre a una nariz pegado”. Los escritores tienden a exagerar, algunos a difamar, porque si no lo hicieran se quedarían sin lectores.

  Una muchacha repipi, tan cursi como pedir caviar en una taberna (esto es de Gómez de la Serna), adquiere por un euro la mediocre novela de Robert Standish ‘La senda de los elefantes’, de la que se hiciera en 1954 una adaptación cinematográfica con el mismo título a cargo de William Dieterle. También compra por otro euro una edición vieja y fea de ‘La promesa’, del suizo Friedrich Dürrenmatt, ese enorme satírico que escribió, en su doble faceta de dramaturgo y novelista policiaco, con una cultura clásica enorme. Una novela, por cierto, que adaptó el húngaro afincado en España Ladislao Vajda en su película de 1958 ‘El cebo’ y en la que intervino como guionista el propio escritor.

  Una damisela negra, grandota y abundante, de porte campechana y saludable y sonrisa cordial, le pregunta a un librero por qué tiene en su puesto ‘Las aventuras de Hucklberry Finn’ y ‘Matar a un ruiseñor’ si ya no se enseñarán en los colegios de Minnesota y Virginia, respectivamente, por contener “insultos raciales”. Ni corto ni perezoso, el vendedor le explica que también oferta ensayos de Céline, colaborador de los nazis, y de Unamuno, colaborador del alzamiento nacional. El librero, al que conozco, no se calla y me dice: “Espanta ese reflejo preventivo, demagógico, en tono con una ciudadanía que, paradójicamente, tanto enarbola los nobles derechos a la equidad y la igualdad como empieza a exigir de manera beata que se la proteja de todas las incorrecciones”.

  En el mismo puesto, al poco rato, una sufragista, fea pero vieja, se hace con una Biblia para reprochar a un sacerdote presente, de sotana y riguroso luto, que “estarían más guapos callados”. Le increpa: “La Biblia enseña que un padre puede vender a su hija como esclava, que puede sacrificar su pureza y que puede matarla, y aun así seguirá siendo un buen padre y un santo varón”. Y no se calla: “La Biblia también enseñó que un hombre puede tener numerosas esposas, que puede venderlas, repudiarlas o cambiarlas”. Al eclesiástico se le escapa, maldita sea, lo de “los designios del señor son inescrutables” y, acto seguido, compra un pequeño volumen de su adorado Ruano. “Esta es mi biblia”, le espeta, crucifijo en mano, a la sufragista, vieja pero fea.

  El cielo cerrado, casi sellado, que se pone gris oscuro, casi negro, hace de Zaragoza una ciudad telúrica del color de los metales. Decido irme, que la cosa, por el amor de dios, se está poniendo tormentosamente mística. Y, además, he quedado para comer un menú de vigilia con garbanzos, bacalao, espinacas, un tomate, una cabeza de ajo, canela, huevo duro y una cucharada de pimentón. Pero, antes, visito a un amigo librero y me hago, a un precio módico, con un ejemplar de ‘Lírica de la ausencia’, del vanguardista turolense Antonio Cano, publicado poco antes del estallido de la guerra civil española y muy apreciado por algunos bibliófilos. A ver si consigo el teléfono de José Luis Melero y concertamos un encuentro costalero.

Artículos relacionados :