La muerte de las revistas literarias


Por Javier Barreiro

 

   Nacemos locos; luego adquirimos una moral y nos volvemos estúpidos e infelices; después morimos.   (John Ashley)

     No se llamaban entonces Revistas literarias pero lo eran.

 

Tanto porque su periodicidad era aleatoria como porque constituían el resultado de un descomunal esfuerzo, frecuentemente de un solo individuo. Tanto por su intención de contribuir a un estado de opinión, como por la carnalidad de sus títulos. Me refiero a gran parte de la prensa del siglo XVIII en la que puso el mingo un alcañizano, Mariano Nipho, el primer periodista español digno de recibir tal nombre. Este ilustrado, que fue tildado de pestilente, tabernario y famélico por sus contemporáneos de ideas regresivas -si es que pueden llamarse ideas a las vaharadas mentales emanadas de la sumisión al trono y al altar-, fundó y redactó íntegramente varias decenas de publicaciones periódicas. Algunas de título tan sugestivo como El novelero de estrados y tertuliasEl murmurador imparcial o El Caxón de sastre literato o percha de maulero erudito con muchos retales buenos, mejores y medianos, útiles, graciosos y honestos para evitar las funestas consecuencias del ocio.

    Naturalmente, las fundaba y se le morían por las causas habituales: falta de eco social, falta de dinero, falta de fuerzas o sobra de cansancio, de zancadillas y de competencia desleal. Pero don Mariano era hombre de otra época, de los que no se arredran, y, tras recuperar el resuello y tomar aire, se lanzaba a otra empresa descabellada, animado por el voluntarista pujo de educar a la gente. Nada menos. Pero se le volvían a morir, como también se moría la gente, después de dejar por ahí sus hijos, los más, y sus obras, los menos.

     No pasa nada. La muerte ha sido considerada en todas las culturas herméticas como el inicio de una nueva experiencia, el paso a una dimensión distinta, como un segundo nacimiento no biológico sino espiritual. Pero ese nacimiento, al no ser evidente desde una perspectiva meramente física, debe ser creado mediante el rito. Así, la muerte es una iniciación, un renacimiento a una nueva forma de ser y de saber. Por tanto, si todo rito de iniciación requiere una muerte simbólica, también la muerte física requiere un rito, de tal modo que en muchas sociedades tradicionales no se considera la muerte real hasta que no se han celebrado debidamente las exequias. La muerte fisiológica es sólo la señal de que debe efectuarse una serie de actos rituales para “recrear” la nueva identidad del difunto. El cuerpo debe ser tratado de manera que no pueda convertirse en instrumento al servicio de designios malignos y el alma debe ser guiada a su nueva morada e integrada ritualmente en su nueva comunidad de habitantes. Y tales argumentos han debido correr por las avezadas mentes de los ductores de La Expedición cuando han decidido conmemorar su óbito con una ceremonia que incurre en lo simbólico, en lo metaliterario y en la que, tal vez, no esté ausente el humor.

    Es posible que sea pertinente la indagación en las causas de porqué sobreviene lo que para algunos es catástrofe y para otros liberación. Y habrá que recurrir a lo que dictaminaron aquellos que, además de tener tiempo para pensar en tales jeriveques, es fama que vivían en estrecho contacto con el suspiro de la tierra, con el alado y mistérico fluir de la naturaleza.

   En muchas culturas tradicionales, la llegada de la muerte es considerada como el fruto de un accidente que ocurrió en los comienzos: en África es común la leyenda de que Dios envió a los hombres un camaleón con el mensaje de que serían inmortales y una lagartija con el de que morirían; al llegar antes la lagartija, la muerte entró en el mundo. En otras culturas la muerte es fruto de haber transgredido el hombre un mandamiento divino y en ocasiones se vincula con el acto cruel y arbitrario de un ser demoníaco, pero en las sociedades arcaicas lo más frecuente es explicarla como resultado de un elección estúpida, lo que se vincula con nuestro sentido existencialista occidental que ve en la muerte algo absurdo.

    Cuenta un antiguo mito indonesio que en el principio de los tiempos el cielo y la tierra estaban muy cerca y Dios enviaba sus dones y recados a los hombres atándolos al extremo de una cuerda. En cierta ocasión mandó una piedra que, como estampó Márius Schneider, es la música petrificada de la creación. Y es cierto que en muchas culturas las piedras caídas del cielo explicaron el origen de la vida. Pero, volviendo a nuestro mito indonesio, los hombres no la consideraron un don aceptable y le dijeron: “¿Qué podemos hacer con esta piedra? Danos otra cosa”. Les envió entonces un plátano que se comieron con alegría. Pero, al poco, escucharon una voz: “Por haber elegido el plátano, vuestra vida será como su vida. Cuando el bananero da sus frutos, el vástago padre muere; así habréis de morir vosotros y vuestros hijos ocuparan vuestro lugar. Si hubiérais escogido la piedra, vuestra vida habría sido como la vida de la piedra, inmutable e inmortal”.

    La piedra simboliza indestructibilidad e invulnerabilidad y, por consiguiente, una duración indefinida de lo mismo. Pero la piedra es también un símbolo de la opacidad, la inercia y la inmovilidad mientras que la vida y la condición humana se caracterizan por la creatividad y libertad. Para el hombre eso significa esencialmente creatividad y libertad espirituales. Por tanto, la muerte se convierte en parte de la condición humana, pues sólo a través de su asimilación y comprensión alcanzamos las nociones trascendentes. El destino específico del hombre depende, pues, sólo de la conciencia de su propia mortalidad.

    Al ser interpretada como el paso a otro modo superior de existencia, la muerte se convierte en el modelo simbólico de todos los cambios significativos de la vida humana y en la raíz de cualquier mística. Su función espiritual se manifiesta en los aludidos símbolos de renacimiento, con lo que se entremezclan los símbolos y metáforas de la vida con los de la muerte en recíproco intercambio. Por lo que, piense lo que piense uno acerca de la vida y la muerte, está vivenciando constantemente modos y niveles de morir. Esto implica algo más que una mera confirmación de la incuestionable verdad biológica de que la muerte está siempre presente en la vida -y esto debe ser no un losa sobre nosotros sino un consuelo- lo que importa es que consciente o inconscientemente, estamos siempre explorando los mundos imaginarios de la muerte e inventando sin cesar mundos nuevos. Lo que significa que anticipamos experiencias de la muerte aun cuando nos movamos por los impulsos más vitales y creativos. Ser conscientes de esa unidad en los opuestos ratifica nuestra vivencia, facilita y hace más llevaderos los duros trances de la existencia.

Me parece que queda claro.

*Los editores decidieron conmemorar el último número de su revista, dedicándolo a la muerte de las mismas.

El blog del autor: https://javierbarreiro.wordpress.com

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