Verano de un artista en ciernes

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Por Liberata

      El pueblo se alza desde la rocosa superficie semejando  un enorme caracol. Tanto el principal camino de ascenso como un par de los secundarios existentes,  se hallan flanqueados  por sorpresivos y breves tramos de escaleras, o bien pintorescos rincones adornados por floridas macetas o menudos y decorativos arbustos.

    Se supone que antaño los trabajos para llevar a cabo las primitivas construcciones requerirían grandes dotes de ingenio por parte de los proyectistas, como denodados esfuerzos por la de los obreros. Lo cierto, es que cuando he accedido a lo que Internet me ofrece al respecto, los datos me han parecido vagos en exceso. Mi imaginación requiere una narración más detallada, que tal vez halle en alguna antigua enciclopedia regional. Es algo que me propongo abordar en cuanto tenga ocasión. Por el momento, el lugar de origen conocido de mi ascendencia paterna me inspira una buena dosis de interés, incluso en el aspecto pictórico, que es lo mío.

   Mis padres, que apenas repararían en mi precoz afición al dibujo, si manifestarían en cambio tempranamente- medio en broma, medio en serio- sus deseos de que en el futuro fuera médico. Al parecer, porque entre las dos últimas generaciones de la familia había empleados públicos, licenciados -incluso doctores- en esto y en lo otro, pero no en Medicina. Y ellos consideraban muy conveniente contar con un matasanos entre la parentela. Mi padre, superviviente de un complicado parto gemelar acaecido en plena contienda civil, crecería siendo hijo único de un orgulloso terrateniente. Al que, por cierto, costaría cara su resistencia a participar de la estampida general  cuando, poco después de restablecerse la paz en el país, comenzaran a devaluarse las tierras de las zonas rurales en favor de las industriales y urbanizables.  Tal vez por ello, mi progenitor saldría pragmático hasta la médula, estudiaría Económicas y, debido a una  afición heredada  -cultivada en sus ratos de ocio en el propio domicilio y más tarde en las bibliotecas urbanas- aprendería más del comportamiento de las leyes que lo hicieran algunos abogados. Así que, en tiempos de bonanza para el ejercicio de tales profesiones, habría montado una gestoría -asesoría en la capital de provincia a la que en su momento se trasladara el domicilio familiar, se había rodeado de un buen equipo y el negocio había funcionado como la seda hasta su fallecimiento, siendo lucrativamente traspasado tras el mismo. Años más tarde,  mi hermano -sólo de padre, habido, lo mismo que mi hermana, de un primer matrimonio, de ahí nuestra diferencia de edad- había sentido la llamada de la política y en la actualidad se batía el cobre en Bruselas en nombre de un partido minoritario que pretendía insuflar aire fresco a la asfixiante burocracia comunitaria. Ni tiempo para encontrar pareja se tomaba. Por su parte, Margarita sí se había casado y era profesora de inglés en secundaria en la capital de nuestra comunidad autónoma, lo mismo que su marido. Tenía dos retoños, ambos, varones, con los que siempre me he llevado muy bien, pues mi edad se halla entre la de ellos y las de sus padres. En cuanto a mí, a estas alturas todavía me siento algo así como una pieza que no acaba de encajar del todo en el puzle tribal, de la que mis hermanos se sienten responsables tras haber tenido la desgracia de quedar huérfano, al perder al padre de los tres y a mi madre -su segunda esposa tras una temprana viudedad de la que al parecer fuera una dulce criatura- durante uno de los frecuentes viajes a los que eran muy aficionados. El accidente había ocurrido durante la excursión a bordo de una avioneta  cuyo destino seria la isla más remota de las Afortunadas. Tanto habían ido a la fuente, que… Por entonces, mis dos hermanos se hallarían en el extranjero, todavía en periodo de sendas formaciones acordes con las que los nuevos tiempos exigieran. Tras el suceso, yo habría pasado a vivir con mis tíos por línea materna llamados José y Fuensanta y mi primo Josemi. Éstos residían en Madrid, aunque procedían de la ubérrima Murcia. Así pues, bajo aquella provisional tutela me esforzaría lo suficiente como para alcanzar la nota que me permitiera acceder a la universidad y estudiar los dos primeros cursos de la carrera deseada por mis progenitores. Lo cual me permitiría adquirir unos inestimables conocimientos de anatomía, los que destinaría a enriquecer el acervo de conocimientos  que me facilitaran lo que realmente deseaba hacer en la vida: trasladar al lienzo cuanto me emocionara lo suficiente como para situar mis pupilas a la expectativa y poner los pinceles en movimiento. Ingresé en la escuela de Bellas Artes. Y no escatimé esfuerzo alguno para demostrar a mis parientes que no pensaba ser un sempiterno vividor a su costa. Con veintitrés años logré una insignificante mención en la exposición colectiva de un municipio próximo a la capital -“hay mucho talento expuesto en esta humilde sala”, comentaría diplomáticamente el portavoz del jurado antes de nombrar a los premiados- que al menos me permitiría alzar la voz en defensa de mi vocación artística. En realidad, ya había decidido firmemente plegarme a sus exigencias, siempre que el placer creativo me brindara ciertas cuotas de autocomplacencia, que por el momento apenas podía atisbar. Eso, sí: procurando no sucumbir  al exceso de la misma, debilidad frecuente, al parecer, entre los presuntos dotados de talento creador.    

    El actual verano me llevaría al montaraz municipio descrito a causa de la decisión tomada por mis hermanos de vender la casona que durante  generaciones fuera la vivienda de una de las familias más poderosas del lugar. Hacía más de dos años que ninguno de mis hermanos había girado visita alguna a la misma, de modo que se impondría realizar una inspección en profundidad y la elección para desempeñar tal menester habría recaído en mi persona, dada mi calidad de curioso impenitente y, asimismo, de mi disponibilidad de tiempo libre. Mi reencuentro con Manuel  y Brígida -dos hermanos, solteros ambos, a los que siempre conociera hallándose al cuidado de la secular vivienda y el terreno del jardín que la circunda, aunque residiendo en la propia, casi colindante- habría resultado bastante emotivo. Ambos eran ya octogenarios, y yo, que los recordara todavía ágiles y templados para el trabajo, me sentiría un tanto apenado al constatar que al día de hoy habrían de apoyarse en sendos bastones para moverse en un entorno cada vez más reducido, además de advertir otras manifestaciones del común deterioro. Así las cosas, por el momento  mi hermano ya habría comenzado ocuparse de que alguien de confianza lo hiciera a la vez de ellos y de la casa.

    Por lo visto, Marina había recalado en el pueblo unos años atrás formando parte de una numerosa y singular familia de origen balcánico. Al parecer, varios  miembros de la misma prestarían a la mermada comunidad residente parte de los múltiples servicios de índole doméstica -albañilería, pintura, fontanería,  etc, haciendo de ello su medio de vida- requeridos por ésta. Como otras tantas en su situación, más desasistida se hallaría a medida que la población envejeciera y los medios de transporte concertado se mostraban más reticentes a llegar hasta allí. A ello se unirían la alterna asistencia sanitaria y otros factores constituyentes de una deprimente precariedad social. Los habitantes envejecían, enfermaban y morían acudiendo al hospital más próximo en última instancia. Cuantos menos quedaran, menores serían los medios de que dispusieran.

     Siguiendo con el mermado censo de la aldea, el escaso número de descendientes que en su momento decidieran rehabilitar las viviendas heredadas  -o edificar otras en los solares de las demolidas- contribuirían a prestar a la misma algo de color y animación durante la época veraniega. Entonces, la moderna zona de la piscina y sus mesas bajo el toldo, autoabastecidas por la propia clientela en un reducido mostrador adjunto, se animaba bastante, poblada, sobre todo, por mujeres y niños. También estaba el pequeño bar en el que durante todo el año algunos de los hombres prolongaban la partida de sobremesa. Sólo se vería allí alguna mujer los días de fiesta, generalmente, acompañada por su marido. El reducido lugar anexo, era la tienda, que en algunas regiones aún se denomina “colmado”.  Esta parte baja del pueblo se hallaba perfectamente asfaltada, incluso lo hacían algunos caminos que conducían a viviendas un tanto aisladas, flanqueados tanto por cuidados huertos, como por terrenos invadidos por las hierbas, sumidos en un penoso barbecho. Se prodigaban, eso sí, las polícromas jaras y las zarzas repletas de moras que madurarían en breve. Y todo ello se me antojaba digno de ser, al menos, someramente bosquejado. Aunque el dibujo que ya tenía bastante adelantado, era la panorámica ascendente del macizo arquitectónico que comprendía la iglesia de reminiscencias góticas y románicas, los amurallados flancos y un par de fachadas, una de las cuales era la de nuestra casa familiar. ¿De verdad mis hermanos se hallaban decididos a ponerla en venta? A mí me gustaba. Pero, claro: con mi opinión no se contaba. Yo sólo me seguía considerando, según comentarios llegados a mi oído ocasionalmente al desgaire, el fruto de un descuido. O sea, que el nuevo matrimonio nunca se había propuesto añadir otro vástago que asimilar a la familia anterior. De todos modos, ¿qué iba  a hacer yo con aquella casona que sólo para ponerla a tono sin demasiadas pretensiones tal vez requiriera una  inversión cuyo importe mermara considerablemente las arcas familiares? Diseñada en su momento sin duda pensando en las familias numerosas propias de la época -la dispersa parentela, si bien alejada del lugar, existía y seguiríamos reuniéndonos en aconteceres más o menos gratos- la superficie edificada rondaría los doscientos metros, e, incluyendo la bodega, constaba de cuatro alturas. Así pues, si bien se había ido  adaptando paulatinamente al  paso de los tiempos, su rehabilitación integral debía costar actualmente una pequeña fortuna, por lo que el precio de venta que alcanzara antes de ser ésta realizada no debería ser muy alto. Lo cierto era que, en la práctica, el mantenimiento de la posesión debía constituir un lastre para el presupuesto familiar, del que, al fin y a la postre, dependía la renta  -módica, pero digna- de que un servidor disfrutaba. No podía hacer otra cosa que asentir. Sin duda, mis hermanos sabían lo que hacían.

    Una de aquellas tardes, cuando el sol ya comenzaba a descender y tanto la temperatura como la luz me permitieran observar atentamente ciertos detalles, se detuvo un automóvil más lujoso que otra cosa cerca de donde me hallaba y de él descendió un hombre de mediana edad y mediana estatura,  más bien orondo y de amable semblante.

-¡Vaya! -exclamó alegremente-; no sabía que hubiera un artista por estos alrededores.

-Y no lo hay, si a mí se refiere. Soy sólo un aprendiz, que trato de dibujar este atractivo macizo arquitectónico.

-Ya lo creo. Es, junto con el arco árabe de ahí abajo, uno de los tesoros de municipio. ¿Eres, por casualidad, de la familia Nogués?

-Pues, sí.

-Tienes un aire a tu abuelo. Más que a tu padre. Aún lo recuerdo bien erguido las últimas veces que lo viera por aquí, cuando yo era todavía un zagal. Soy Ciriaco Vera, el actual alcalde -dijo, tendiéndome la mano.

-¡Oh! -respondí, como si me hallara ante un señor feudal-. Encantado. Es un hermoso municipio, con un tremendo potencial, diría yo.

-Bueno, la tuya, naturalmente, es una romántica estimación. La realidad es muy otra. En invierno, el panorama es muy distinto al de ahora.  Sólo quedamos aquí unas cuantas personas mayores que apenas somos autosuficientes. Los jóvenes se han ido y demasiado hacen con arreglar las casas de sus mayores o edificarse alguna para pasar unos días en verano.

“Pues a usted no parece que le vaya mal”, estuve a punto de responder.

-Tengo demasiada imaginación; mi hermano  me lo recuerda a menudo.

-Él anda en la política, luego sabe de realidades.

-Sin duda.

-Eso está muy bien dibujado.

-Muchas gracias. Sólo  es  un modesto boceto. Si quiero llevarlo al lienzo, habré de trabajar duro. Y sacar unas cuantas fotos.

– O sea, que pintas en serio. Me gusta tal como está quedando.

-¿De veras? En ese caso, tendré mucho gusto en regalárselo en cuanto me haya servido de él.

-Lo aceptaré encantado. Una vez enmarcado, quedará  bien colgado en el Ayuntamiento.

-Será un honor para mí.

-Ha sido un placer conocerte. Ven a visitarme cuando quieras. Paso allí la mayor parte de mi tiempo.

-Lo haré.

     Aquél sería un día señalado, porque tardaría varios a cruzar más que el saludo que la más elemental cortesía indica con habitante alguno, aparte de Manuel y Brígida y de la inefable Marina, que realizaba la limpieza de la casona y me atendía eficientemente – aunque sin dedicarme ni una palabra de más- en mi calidad de huésped. Por su parte, mis hermanos llamaban alternativamente casi todos los días. Margarita y familia se hallaban en la playa, que era donde sus hijos se divertían de verdad. En cuanto a mi hermano, se suponía que se dejaría caer por el lugar a primeros de agosto. Entretanto, él no dejaba de hacer gestiones de venta valiéndose del ordenador. Y, mientras, yo utilizaba mi inseparable portátil para archivar los datos que hallara interesantes de la edificación y sus interioridades, confeccionando  poco más o menos un somero catálogo de muebles, ropas, vajillas, fotografías y todo tipo de artículos que adornaran las estancias o se hallaran en el interior de armarios o cajones. Por lo pronto, ya me había adjudicado una antigua cámara Kodak, uno magníficos prismáticos de campo, un pequeño reloj de petaca de plata, estropeado pero de reconocida marca, una caja de pañuelos de uso sin estrenar, blancos, cosidos a mano y una antigua nevera de hielo de reducido tamaño, que habría de ser trasportada al menos en el capaz maletero de un coche. También algunas fotos. Eso, naturalmente, con permiso de mis hermanos. Había algunos objetos dorados, como calientacamas, palmatorias, quinqués etc.  También abundante loza blanca para uso cotidiano guardada en un armario de la propia cocina y al menos una vajilla, una cristalería y una cubertería al parecer de plata, más o menos completas, que se guardaban  en los muebles del comedor. Y en la estancia que mediara entre una y otro, basares en los que lucían bellas jarras de cerámica y otros artículos de uso cotidiano relacionados con la restauración o la matacía.  Colgados, había varios calderos de cobre y en el suelo, otras  tantas  tinajillas de barro. En todas las habitaciones de la casa   vistosas lámparas de techo y algunas de pie o de mesilla suministraban la iluminación. Asimismo, las camas más antiguas eran de hierro y latón, algunas, decoradas con polícromos motivos modernistas. No se había vivido mal en el interior de aquel sobrio edificio, ni se había carecido de inquietudes. Porque en el sencillo despacho en que tal vez su primer propietario recibiera a los renteros había un pequeño mueble-librería en el que se apilaban interesantes libros decimonónicos, de los que me proponía realizar una detenida cata. También habría un discreto armero conteniendo varias escopetas de caza. Si bien los sentidos del gusto y el tacto imponen sus exigencias, no concebía posibilidad alguna de genuino bienestar sin tener libros al alcance de la mano, objetos que recrearan mi visión, ni música que acariciara mis oídos. A la sala de estar, los sonidos llegarían a través de una radio de lámparas -de acreditada marca  y elegante formato cuadrado ligeramente posterior al diseño denominado “de capilla” – todavía en funcionamiento. En cuanto a la imagen fruto de la modernidad por excelencia, se debería a un ya añejo aparato de televisión que mi hermano retirara del piso capitalino cuando éste se vendiera y adquiriésemos el que habitamos ahora en Madrid. Los adornos de las paredes consistirían en acartonadas láminas, la mayoría religiosas, sobriamente enmarcadas, algunas imágenes de pequeño tamaño -con el sello de Olot  todas ellas- reposando sobre las correspondientes peanas, fotografías y un par de tapices con escenas cinegéticas en el comedor.  En el salón de la vivienda -dotado de una hermosa y bien conservada sillería- además de lucir una pequeña vitrina conteniendo deliciosas y coloristas minucias,  unos discretos paisajes acompañaban a  los retratos al óleo de la generación que correspondiera a mis bisabuelos, firmados por un R. Álvarez al que me proponía investigar.    

    Por un instante, me imaginé disfrutando de aquellos bienes con todo el derecho, como si fuera su único propietario. ¿Podría identificarme con el  lugar hasta el extremo de residir en él, o, al menos, pasar bajo su techo una buena parte de mi tiempo? Tal vez, si contara con uno de aquellos vehículos que lucían aparcados ante cualquier puerta, aunque la mayoría de las viviendas tuvieran su garaje, algunos- los menos- amplísimo, ya que debían alojar las máquinas requeridas por las actividades agrícolas practicadas. Hasta el momento, sólo había captado la romántica imagen de un pastor conduciendo un rebaño de ovejas bastante numeroso. Ni rastro de vacas. Ni de gallinas u otras aves de corral. Ni siquiera de conejos. Alguien sí que tenía un burro, al que de vez en cuando se oía rebuznar.  El municipio contaba, eso sí, con dos pequeñas casas rurales a cuyo interior no me había sido dado echar una mirada.  En general, las gentes de lugar eran amables, pero cautas, poco dadas a la conversación. Salvo cuando algunas vecinas -y algún que otro varón, todo hay que decirlo- esperaban a la furgoneta de la que una diligente pareja de mediana edad descendía y en menos que canta un gallo desplegaba su mercancía -frutas, hortalizas, verduras y pescado- dos días en semana. El pan llegaba a las casas o a la tienda a diario y los sábados lo hacían la carne y los fiambres y curados en un moderno vehículo  con mostrador y todo. También se alzaban las voces de los jugadores en el bar y las del escaso público juvenil y la un poco más abundante chiquillería, a la que sus urbanos padres soltaban sin miramientos  en el entorno de la piscina. Más amante de perderme por las múltiples rutas existentes hacia tal o cual meta, al social recinto sólo acudiría  los días en que las temperaturas fueran bastante altas, o sea, contados. Allí, a través de un mozo al parecer bastante desocupado que bien podría pasar por el cronista de la aldea, conocería a Carmina, de la que luego sabría que era hija de una Carmen no muy felizmente desposada en principio, ya que el pretendiente, originario de un pueblo vecino, se asustaría al tener noticia del embarazo de la misma y pretendería zafarse de la inopinada responsabilidad. Pero la joven contaba con un hermano tan fornido como resoluto, que agarraría a aquél por la solapa y le espetaría que, si no deseaba ejercer sus deberes de padre, no sería él quien le obligara a hacerlo, pero sí a pasar por el registro civil y por la iglesia, de modo que su hermana quedara legalmente desposada. Después, podía huir tan lejos como su familia política deseara. Y así sería, por lo visto. Al parecer, bastantes años después aquella unión se disolvería de común acuerdo y Carmen se casaría con un buen hombre algo mayor que ella. De modo que la hija  de aquel matrimonio de lo más legitimo a efectos legales, crecería sin sufrir carencia material alguna, ya que descendía de una estirpe lo suficientemente acomodada como para que se instruyera debidamente en la capital.  Pasaría los veranos en el pueblo, amén de algún viaje vacacional, ya que a su madre le agradaban los cruceros, en los que en la actualidad Carmina podría lucir su figura rotunda, de carnes prietas a las que tan bien sentaba  el estampado bañador de dos piezas que las cubriera en parte. Debo confesar que me resultaría tentador dibujarla, tal vez tras salir del agua, soltándose el cabello, o en actitud pensativa antes de decidir tostarse al sol. Sin embargo, me resultaba un tanto embarazoso pedírselo así de buenas a primeras. Tal vez, más adelante.

     En casa, Marina se movía con el sigilo de una sombra. No oía sus pisadas, ni los ruidos que solía producir el trasteo de los cacharros, ni apenas su voz. No era muy alta, pero parecía tener  más estatura debido a su delicada complexión. La suya no era una belleza llamativa, pero su rostro poseía un hermoso óvalo y unos almendrados ojos oscuros -si bien  un tanto huidizos- y,  cuando alguna vez vestía una falda de tonos ocres larga y trasparente, sus piernas, contempladas al trasluz, se me antojarían esculpidas por el propio Fidias.

    Así pues, mis horas se consumían entre el desarrollo del proceso creador, el recuento y catalogación de los enseres que constituyeran el patrimonio doméstico, un tiempo dedicado al ejercicio físico explorando preferentemente las zonas boscosas, otro, más ocasional y restringido tomando una cerveza en la compañía que el momento me brindara, y una porción bastante mermada para hallarme al tanto de las noticias del mundo y leer mientras escuchaba música. Esto último solía darse antes de caer en el más profundo y reparador de los sueños.  Por otra parte, habré de reconocer que unos de los momentos más agradables de la jornada sería cuando Marina me sirviera el desayuno o el almuerzo, ya que la cena me la dejaba preparada o lo hacía yo mismo, puesto que  abandonaba la casa a media tarde.  Y debo aclarar que, aunque le pedí más de una vez que me acompañara en la mesa, respondería siempre moviendo negativamente la cabeza, no sin que sus labios esbozaran una discreta sonrisa. Tal vez alguien la hubiera aleccionado con suma prudencia. También podría suceder que estuviera comprometida  y el susodicho fuera celoso.

    Una noche, la llamada de mi hermano me sorprendió un tanto por lo inusual de la hora, algo más tarde de las once, decididamente tarde para alguien que se regía por el horario europeo. La causa era que uno de sus colegas del parlamento, de nacionalidad francesa, se interesaba por la finca y había decidido acompañarle cuando en breve ambos se tomaran las reglamentarias vacaciones. Y que no se le había ocurrido otra cosa que ofrecerse a hospedarle en el piso madrileño que constituyera nuestro domicilio, de paso hacia el pintoresco rincón del mundo en que me hallaba. Por lo que requería mi presencia en la capital para encargarme de que el espacio que alojara a aquel posible comprador de la casa familiar luciera  como el típico hogar de clase media que era.

-Pero bueno, ¿quién te has creído que soy, un títere a las órdenes de tu  voz de parlamentario? ¿No te estás pasando conmigo?

-Vamos, vamos, que no es para tanto.

-Podías hablar directamente con Fabiola -nuestra inefable asistenta poseía nombre de reina- a poco que le insinúes, ella sabrá lo que debe hacer.

-Ya sabes que las tareas domésticas no son mi fuerte. Tú eres mucho más hábil y te fijas en  detalles que a mí me pasan desapercibidos. Reconozco que soy un despistado para casi todo lo ajeno a mi despacho. 

-Ya. Si al menos arreglarais algo…

-Hala, no me fustigues. Hacemos lo que podemos. Y te aseguro que en mi grupo se está currando a base de bien. Pero lo de la venta de la casa lo considero una prioridad. Una vez examinados detenidamente los pros y los contras y consultado  el tema con Margarita, ambos coincidimos en que sólo  su conservación y mantenimiento, sin pensar siquiera en rehabilitarla,  suponen un lastre bastante costoso para el conjunto de la economía familiar.

-Yo no estoy tan seguro. Cuanto más me muevo bajo su techo, más encantos le descubro.

-¡Vaya! Tendrías  que estar allí  en  invierno, bajo  la  nieve  y  con cada vecino refugiado en el interior de su casa  como si fuera un animal hibernando. ¡Para morirse! A mi colega le va mucho el contacto con la naturaleza y es licenciado en biología. Dice que hacerse con una posesión como la nuestra en su país excede a sus actuales posibilidades. De modo que espera conseguirla barata. Ya veremos cuando hagamos una tasación en toda regla. Está casado con una periodista y, por el momento, no tienen hijos. Creo que maneja pasta.

-No aprecio ni un ápice de romanticismo en tu planteamiento.

-Afortunadamente. El romántico de la familia eres tú. Yo me veo obligado a bregar con las realidades. Y te aseguro que son duras.

-Cierto; peor para ti. Aunque lo serían menos si no hubiera tanto chorizo camuflado en la política. De todos los colores. Y siempre a costa de los mismos. Las gentes que habitan rincones como el pueblo de nuestros antecesores, por ejemplo,  merecen vivir en unas condiciones más… estimulantes.

-¿Quién te asegura que no se sienten felices con sus existencias?

-De verdad que hablas como un político nato. Según tú, en el caso de los mayores, ¿para qué quieren más, si comen todos los días, duermen en una cama limpia, ven la televisión sin cortapisas y la medicina pública cuida de su salud? ¿Sabes cuántas pastillas ingiere al día Brígida? ¡Nueve! Una de ellas, para conciliar el sueño, por ejemplo. Y Manuel, que ha dejado de conducir hasta la huerta que les queda  allí abajo por prescripción facultativa, más o menos. Por el momento, le ayuda uno de los búlgaros con el cultivo y el trasporte, compartiendo el producto, claro está. Alguno de sus paisanos un percance a bordo del propio vehículo cualquier día. Naturalmente, se aferran al volante porque ello les concede algún grado más de autonomía. Y los que tienen hijos que residen cerca, todavía; pero los que no los tienen o se hallan demasiado lejos, imagínate. Por cierto, vendas la casa o no, habrás de ocuparte de que los dos hermanos tengan a alguien que se cuide de ellos en el propio domicilio, o, al menos, cuenten con sendas plazas en una residencia decente de la comarca, aunque esta última solución no sé si sería de su agrado. Supongo que les  resultaría muy duro  separarse de los dos perros con los que conviven.  Brígida está muy mal de la vista, aunque tal vez mejorara con una simple operación de cataratas. No lo sé.

-Por supuesto, no pienso despreocuparme de ellos. Tú sabes bien que no me metí en la política para medrar, sino para prestar mis servicios con el mayor  entusiasmo y que, por supuesto, en mi baremo personal prima el bienestar del ser humano, sobre todo, en sus etapas de mayor indefensión. Pero te aseguro que no es nada fácil mantener el nivel requerido del motor anímico. Los muros consensuales con los que se tropieza son tan sólidos como las rocas de ese pueblo. Hay que bregar mucho para lograr tan sólo horadarlos mínimamente. En este caso concreto, es cierto que en nuestro país las comarcas son todavía -tal vez con alguna honrosa excepción- un patrimonio gobernado de modo caciquil y, por supuesto, escasamente productivo. Es necesario que al frente de ellas se coloque a profesionales expertos en agricultura, economía, gestión de montes y caudales de agua. Personas capacitadas para llevar a cabo mesurados proyectos, pensando en el bien común y no en el de partido alguno y, mucho menos, en el propio beneficio. Pero eso, que debía ser lo natural, es, no sólo en esta materia, sino en la inmensa mayoría de las que manejamos, una mera entelequia.  Creo que me he explayado más de lo conveniente, pequeño. Me has provocado y he entrado al trapo. Algo que un político no debe hacer jamás, ni siquiera en el ámbito familiar.

-Bueno, eso me ha demostrado que sigues siendo humano. Porque confieso que en ocasiones he llegado a dudarlo. En fin, dime qué quieres que haga, aunque ya lo supongo.

-Que vayas a Madrid lo antes posible y te ocupes de lo que te he dicho. Sobre todo, de que la cisterna del  baño pequeño funcione bien. Me pone nervioso la informalidad de su mecanismo. Sabes que hay una nueva y lucida fontanería justo a la vuelta de la esquina.

-Esperemos que esté abierta.

-Estará. Todavía no estamos en agosto, aunque falte poco.

-¿De modo que vamos a hospedar al franchute?

-Sólo unos dos o tres días, de paso para allá.

-Ya me imagino dónde voy a dormir, en esa cama plegable del cuarto pequeño, que apenas me permite darme la vuelta.

-Insisto, sólo un par de noches.

-Esta vez, te va a costar caro. Conste que voy a presentarte un trabajo de catalogación de lo más detallado y que pienso quedarme con algunos objetos.

-Sea. Lo que quieras. Pero disponte a viajar.

-Necesito un par de días.

-¿Para qué? ¡No me digas que has ligado!

-Más que tú, seguro. Pero no se trata de eso. Hace unos días que el alcalde pasó por ahí abajo cuando me hallaba dibujando el macizo que incluye la fachada de la casa. Se presentó amablemente  y  alabó  mi  dibujo, de  modo que  prometí regalárselo. Y tengo el propósito de cumplir mi palabra.

-No me parece mal. Supongo que en ese caso, tu don de gentes logrará sin dificultad que él te baje en su coche a donde puedas coger el autobús. Luego, el Ave te traslada en hora y cuarto. Pasado mañana a última hora, como mucho. Espabila.

-¿Nos reservaremos unos días para ver juntos algunos de los museos catalanes, tal como me habías prometido?

-Desde luego. Sabes que soy un hermano de palabra. Además, me apetece mucho hacerlo.

“Menos mal que quizá algún día sea un pintor famoso y entonces será mi familia la que gire en mi derredor” pensé. “Aunque tal vez mi hermano progrese en la carrera política más de lo previsto y siga ostentando el mando en plaza. Margarita siempre se mostrará conciliadora y evitará  los  roces  entre nosotros. Es su modo de ser, muy parecido al de su madre, según  los discretos comentarios de la parentela”.

     Madrid me sorprendería  con una temperatura más bien fresca tras una tormenta y el soplo de un agradable viento procedente de la sierra. Sin embargo, pese a la sensación de bienestar, el contraste entre el lugar que acababa de abandonar y la capital del reino se me antojaba poco menos que carente de realidad. Mas ésta  se impondría. Fabiola ya había sido advertida por mi hermano de mi llegada. De momento, lo más urgente era concertar la visita del fontanero. Después, tenía que retomar mis obligaciones familiares y llamar a mis abuelos maternos, residentes en Murcia capital, a mis tíos, de vacaciones por allí, y a mi primo Josemi, que parecía haberse ennoviado seriamente con una “nenica” natural de Alcantarilla, a la que casualmente conociera en el bufete en el que ambos se curtían como letrados en el propio Madrid, prestando sus servicios a cambio de módicos estipendios.

      Habría de reconocer que aquella rocosa aldea y la ancestral vivienda me habían apartado  bruscamente “del mundanal ruido”, sumiéndome en una especie de letargo del que me costaba  despertar. Me sentía como si arrastrara un extraño influjo un tanto desestabilizador-¿pugna entre realidad y fantasía, quizá?-  compatible sin duda con mi idiosincrasia artística. Por suerte, me sentiría amablemente acogido por mi vivienda habitual, recia de paredes, alta de techos y de herméticos ventanales. La inefable Fabiola se había ocupado de surtir la nevera y de cocinar algo y podía elegir para cenar una ración de  merluza en salsa con un gazpacho delante, o una variada y nutritiva ensalada a confeccionar con los elementos de que disponía. Había incluso helado, ya que la fruta madura, como a mí me gusta, andaba escasa. Me di una ducha. Cuando se levantó un poco de aire, abrí todas las ventanas, preparé la cena y me instalé con la consabida bandeja frente al televisor. Después de cenar, conecté con mi amiga Daniela, que acababa de regresar de Burdeos, donde residía parte de su familia, descendiente de exiliados de la postguerra. Gente curtida en dolorosas batallas anímicas, de cuyas vivencias sabrían sacar partido y trasmitir sus enseñanzas a la siguiente generación.

-Vente a Isla Cristina -me espetaría en seguida-; estaremos solos en el chalet hasta que el resto de la tribu vaya reaccionando y decidiendo qué hacer con sus esqueletos.

-¿Lo dices de veras?

-¡Pues claro!

-Necesito tres o cuatro días.

-Sea, tómatelos, pero es lo máximo que te concedo. Dispongo de coche.

-Podríamos vernos antes.

-Mañana por la noche, por ejemplo.

-Yo estoy solo.

-Yo también. Ven tú. He traído una receta de lubina al horno, aderezada con una salsa deliciosa. Y también calvados.

     Así era Daniela: hermosa, inteligente, espontánea, sensual, apasionada… Rebosante de vida desde el punto  más interiorizado de su médula  hasta el último milímetro de su epidermis. Ya sabía dónde continuarían mis vacaciones: en aquella habitación inmensa con un inmenso lecho y vistas al vecino continente. Daba por sentado que mi hermano, una vez provisto del virtual archivo que habría de ordenar debidamente, no consideraría necesaria mi presencia para tratar con su colega respecto a la venta de la casa. Una vez trascurrida mi estancia junto a tan seductora anfitriona y tras haber consumido el resto de mis vacaciones, contando con la contribución de algún somero boceto y de mi espléndida memoria fotográfica, la pintaría poseído por un auténtico frenesí. Y el resultado podría ser mi primer inspirado, seductor,  enigmático y genial retrato femenino.

      ¿Regresaría a ese rincón del universo que cada instante que transcurría se me antojara más remoto, si bien, más inquietante? Porque aquella naturaleza salvaje aún me incitaba a perderme entre sus innumerables vericuetos, decidido a desentrañar sus misterios. El pico del monte cuya  denominación se extendiera a la comarca, a coronarlo; los campos en barbecho, a reanudar su cultivo; la casa, a dotarla del confort necesario del modo más sencillo y natural, además de instalar en la planta superior un taller de pintura. En cuanto a los vecinos del pueblo, deseaba fervientemente conciliarlos con una fluida comunicación, con la música que tal vez conocieran antaño -no con el ruido propio de las fiestas patronales, por ejemplo, según referencias- sino con la que representa la belleza, la emoción, el postrer destello de  la misma pasión que en su momento les instara a elegir su amor a la tierra… Resultaría bastante difícil convencerlos de que eran mucho más que un puñado de confinados labriegos y, en la mayoría de los casos, resignados supervivientes  consumidores de fármacos en espera de un próximo final. De que el hecho de haber nacido en aquella aldea y haber decidido en su momento quedarse en ella no debería entrañar el culto manifiesto a la limitación del lenguaje, incluso de la gestualidad… Si el francés se quedaba con la vivienda, no habría nada que hacer por mi parte, aunque tal vez lo hiciera él. Si no era así, tal vez mi hermano siguiera decidido a venderla de todos modos. Era lo más probable. Otra cosa, sería que ninguna de las ofertas recibidas durante cierto tiempo le pareciera satisfactoria. Así pues, la incógnita podía llegar a demorarse más de lo que lo hiciera mi entusiasmo. Y suceder que entretanto respondiera a la llamada de otros ámbitos más prometedores para mi época de aprendizaje. ¡A saber si volvería a pisar aquellas calles empedradas y aquellos caminos circundados por jaras y carrasca!  Tal vez transcurrido cierto tiempo, cuando deseara  trasladar al lienzo la selección del material fotográfico que guardaba. Quizá buscando desconocidas perspectivas brindadas por un  otoño que dulcificara el paisaje. O por la embriaguez que brindara  una exultante primavera. Era una posibilidad.

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