Buñuel reeditado


Por Don Quiterio

La editorial Mondadori, para conmemorar el treinta aniversario de su primera edición, ha tenido el acierto de reeditar en su colección Debolsillo (Barcelona, 2012) ‘Mi último suspiro’, las memorias de Luis Buñuel traducidas del francés por Ana María de la Fuente.

Cuando uno se enfrenta a sus memorias probablemente se queda un tanto fascinado. Se interroga, duda y nos transmite esas dudas, y consigue un libro que se lee como una novela, sabiendo a la par que no lo es, porque no inventa. O sí. Lo que sí hace es extenderse en el tiempo con los temas que le preocupan y le interesan. Buñuel no niega datos ni historias al lector, pero tampoco se las cuenta como un mero investigador, sino que sabe unir unas con otras entre preguntas, disgresiones y posibles respuestas. Acaso a esto (que no es nuevo) habría que llamarlo “memorias creativas” sin parecidos con las siempre edulcoradas y famosas de otros intelectuales, artistas o políticos. Buñuel se muestra como un hombre mundano y cercano, también distinguido y culto, que, sobre todo, ama vivir. Y que sabe cuánto vivir implica.


Dicen que toda autobiografía tiene algo de impostura. De narcisismo huero primero, y de ejercicio acaso imposible después. Al fin y al cabo, lo que hace buena una aventura (pues de eso se trata), más que los recuerdos, son los olvidos. Detrás de cada tesoro descubierto hay largas horas vacías de navegar sin rumbo. Casi nunca, para qué negarlo, sucede nada más que nada. Contar, de alguna manera, es mentir. Para que un relato tenga sentido hace falta olvidar, precisamente, la vida.


Consciente de ello, Luis Buñuel cambia su autobiografía por algo tan simple, mundano y, por ello, vivo como si fuera una larga conversación con el lector. Y, en efecto, eso es ‘Mi último suspiro’, una charla distendida a veces, emocionada las más, entre el más brillante heredero del surrealismo y su posible lector. De este modo, tan importante como lo recordado es cada palabra, cada gesto, cada acto de amor arrojado al silencio. “Para un creador como él”, recuerda Jean-Claude Carrière, encargado del trayecto de la vida de su amigo y del periplo del propio libro, “el trabajo de escribir su propia vida era demasiado aburrido, pretencioso, pedante, falso. Así que yo le preguntaba, en una suerte de conversación, y él me respondía. Luego fue cuestión de poner sus recuerdos sobre el papel, cronológicamente. La acción y la reacción”.


Y, efectivamente, ‘Mi último suspiro’ es el fruto de dieciocho años de trabajo y de amistad entre Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière, guionista con quien trabaja en ‘Diario de una camarera’, ‘Belle de jour’, ‘La vía láctea’, ‘El discreto encanto de la burguesía’, ‘El fantasma de la libertad’ y ‘Ese oscuro objeto del deseo’. El uno, evocando sus recuerdos. El otro, recogiendo las palabras de su amigo y anotándolas. Las palabras de Buñuel son elocuentes: “No soy un hombre de letras. Tras largas y espontáneas conversaciones en el intervalo de las sesiones de trabajo, Carrière, siempre fiel a cuanto yo le cuento, me ayuda a escribir este libro. El retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras. En una palabra, mi memoria”.


Y añade: “Una vida sin memoria no sería nada, como una inteligencia sin posibilidad de expresarse no sería inteligencia. Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción, nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada. La memoria, indispensable y portentosa, es también frágil y vulnerable. No está amenazada por el olvido, su viejo amigo, sino también por los falsos recuerdos que van invadiéndola día a día”.


Escrito con una prosa fluida, sin pretensiones, con precisión y humanidad, también con mucha sorna, el libro es un revelador, apasionante, divertidísimo recuento de su vida, sus películas, sus amigos, sus andanzas y sus perpetuas obsesiones: el milagro y los tambores de Calanda, Zaragoza y los recuerdos familiares, los placeres siempre deseados, las gamberradas y bromas de estudiante en Madrid, la orden toledana, París y los metecos (lugar donde conoce a la que sería su mujer, Jeanne Rucar, gimnasta que había ganado una medalla de bronce en las olimpiadas de la ciudad del Sena en 1924), los sueños y ensueños, el surrealismo, el tabaco y el alcohol (“si el alcohol es la reina, el tabaco es el rey”), los bares y el amor, la muerte y la fe, el sexo y la religión, la presencia y la potencia, la república y la guerra civil, Hollywood y México, el franquismo, el catolicismo, su ateísmo que le conduce necesariamente a aceptar lo inexplicable…


Toda una vida en la que descubres, etapa tras etapa, la infancia y juventud, la conciencia y la guerra, el fracaso y la madurez, el éxito y la vejez. Su evolución, sus mudanzas, sus relaciones, sus escándalos y provocaciones, su trabajo y constancia, su compromiso y distancia, su nihilismo y vehemencia, su reflexión y subjetividad, su fidelidad e incoherencia. La vida, en fin, de un hombre, en cuyo interior hierven juntos las ideas de Sartre y las de Spencer, las de Rousseau y Marx con las de Darwin e Ionesco, las de Unamuno y Valle-Inclán con las de Eugenio D’Ors y Galdós, las del marqués de Sade con los estilos narrativos de Faulkner y Dos Passos o los dramáticos de Ibsen y Strinberg, el solipismo de Max Stirner con el pesimismo de Leopardi y las aporías de Kafka. Todo ello al ritmo del nervio fílmico de las películas de Pabst, de Murnau, de Clair, de Renoir o, sobre todo, de Lang. El resultado no es solamente una nueva forma de pensar, sino, también, una actitud vital frente a la política, el sexo o el arte.


Todos ellos son amigos o adversarios, cómplices o rivales, pero se complementan y fecundan unos a otros, incluso cuando más se detestan: el mal gusto de Gaudí, el desinterés absoluto por Baroja, el rudo y materialista Georges Bataille, la obra retórica y amanerada de Lorca, la pintura mediocre de Sorolla (pensamiento sorprendente, por otro lado), el estridente y excesivo Picasso del ‘Guernica’, el aborrecimiento de la psicología y el psicoanálisis de Freud, el desprecio por Steinbeck (“no sería nada sin los cañones americanos”), las dudas inconfesables sobre Hemingway, el presuntuoso Borges… Y unas líneas decisivas de Edmond de Goncourt: “Todo ser que no tenga en sí un fondo de amor apasionado por las mujeres, las flores, los objetos de arte, el vino o lo que sea, todo aquel que no tenga una veta un poco desquiciada, todo ser perfectamente equilibrado, nunca, nunca, nunca poseerá talento literario o artístico”.

Su encuentro con el grupo surrealista es esencial y decisivo para el resto de su vida: Max Ernst, André Breton, Paul Eluard, Marcel Duchamp, Tristan Tzara, René Char, Pierre Unik, Jean Arp, Maxime Alexandre, Louis Aragon, Man Ray, René Crevel, Benjamin Péret, Georges Sadoul, Albert Valentin, Fernand Léger, Giacometti, Magritte, Tanguy… Una tendencia que, para Buñuel, triunfa en lo accesorio y fracasa en lo esencial: “Lo que me queda del surrealismo es el libre acceso a las profundidades del ser, reconocido y deseado, ese llamamiento a lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo, el descubrimiento de un duro conflicto entre los principios de toda moral adquirida y mi moral personal, nacida de mi instinto y de mi experiencia activa”.

Con el calandino nos sentimos inmersos en el paraíso de lo raro que hace reflexionar, reír y soñar. Propagador del surrealismo mas acendrado, antipapista y guasón, Buñuel representa la repugnancia al fanatismo, dondequiera que lo encuentre, la modernidad que no pasa nunca, la modernidad de guardia, que siempre nos producirá estupor, y nos habla de la búsqueda de la verdad, de la que es preciso huir en cuanto cree uno haberla encontrado, del implacable ritual social, de la búsqueda indispensable, de la moral personal, del misterio que es necesario respetar.

¿Cómo contar la propia vida sin hablar de la parte subterránea, imaginativa, irreal? Buñuel, fanáticamente antifanático, lo hace y pasa toda una vida entre múltiples contradicciones, que forman parte de su ser, de su ambigüedad natural y adquirida, y, sin poder evitarlo, nos dice que la ciencia no le interesa, le parece presuntuosa, analítica y superficial, pues ignora el sueño, el azar, la risa, el sentimiento y la paradoja, cosas todas que le son preciosas, innegociables. Y cultiva manías porque pueden ayudar a vivir. Y compadece a los hombres que no las tienen…

‘Mi último suspiro’ despierta reflexiones que Buñuel comparte sin descanso con su amigo Carrière mientras dan largos paseos o se sientan alrededor de una mesa de un bar con una botella de buen vino tinto y dos vasos. Se trata de un monólogo que no es tal, pues su alud de ocurrencias y observaciones es transcrito por el amigo que lo escucha. Dice André Gide que la gente no escucha y siempre hay que volver a empezar. Carrière sí le escucha, y le interesa, y le apasiona, y le ofrece revelaciones y pensamientos sobre la vida, el cine, la literatura, el arte, el tiempo, la sociedad, la política. Y cada línea plantea una idea honda y próxima, mundana y cercana, distinguida y culta, pero también aparecen los relatos de viajes por España escritos por viajeros ingleses y franceses en los siglos XVIII y XIX, la novela picaresca (‘El lazarillo de Tormes’, ‘El buscón’, ‘Gil Blas’), la literatura rusa, el Caillois de ‘Poncio Pilatos’, el Trumbo de ‘Johnny cogió su fusil’, el Lowry de ‘Bajo el volcán’, el Fabre de ‘Recuerdos entomológicos’, el Garfias de “Bajo el ala del sur’, el Lewis de ‘El monje’, el Menéndez Pelayo de ‘Historia de los heterodoxos españoles’, el Giono de ‘El húsar sobre el tejado’, el Stendhal de ‘Rojo y negro’, el Zorrilla de ‘Don Juan Tenorio’, el Verne de ‘Los hijos del capitán Grant’, la Brontë de ‘Cumbres borrascosas’, ‘La biblia’ y sus contradicciones, el Pluquet del ‘Diccionario de las herejías’, la Simone de Beauvoir de ‘La vejez’…

Con todo y con eso, el lector es invitado a recorrer la infancia calandina de Buñuel y su nacimiento en el amanecer del siglo XX, la adolescencia convulsa (como todas) en Zaragoza, la juventud en la madrileña residencia de estudiantes y lo que sigue después en Francia, en Estados Unidos, en México y el ancho mundo. Una vida de viajes y, por tanto, llena de aventuras y de libros. Y así, entre libros, ven la luz muchas de sus películas. Siempre películas. Siempre libros. De hecho, gran parte de ‘Mi último suspiro’ es un proceloso cuento y recuento de libros y películas. Buñuel viaje y lee, las dos únicas actividades que justifican una vida. Así sabemos de su vagar por el mundo y de su afición a visitar cementerios, de su conocimiento de la ópera y la música clásica, de su gusto por el frío y la lluvia, de su horror a los fotógrafos de prensa, al acordeón y a las arañas, de su adoración por las tabernas, las ratas, las culebras, de su predilección a la soledad, de su amor por las armas y los westerns y del aprecio al Kubrick de ‘Senderos de gloria’, al Fellini de ‘Roma’, al Eisenstein de ‘El acorazado Potemkin’, al Ferreri de ‘La gran comilona’, al Clément de ‘Juegos prohibidos’, al Has de ‘El manuscrito encontrado en Zaragoza’, al Bergman de ‘Persona’, al De Sica de ‘Ladrón de bicicletas’, al Clouzot de ‘Manon’, al Vigo de ‘Atalante’, al Cavalcanti de ‘Al caer la noche’, al Saura de ‘La caza’, al Huston de ‘El tesoro de Sierra Madre’, a las películas de Wajda, de Stroheim, de Stenberg, de Keaton, de los hermanos Marx…

Buñuel cuenta que por sus venas corre tinta de Leduc, Barcia, Waugh, Larrea, Paz, Usigli, Queneau, Nizan, Huysmans, Ortega y Gasset (“de haber sido más joven, se hubiera dedicado al cine”), Altolaguirre, De la Torre, Mistral, Cernuda, De la Serna, Arniches, Giménez Caballero, Daudet, Heredia, Zola, Mirbeau, Loti, Lautréamont, Vitrac, Artaud o Malraux. Y así tenemos noticia, sobre todo, de todos aquellos que le han acompañado en su “peregrinar”, como a él le gusta decir. Desde los escultores Berruguete o De Creeft pasando por los pintores Gris, Cossío, Peinado, Viñes, Picasso, Gironella, Varo, Mantegna, Diego Rivera o Paul Claudel. Todos ellos componen el primer rango de un corpus que, a su vez, se sostiene merced a las lecturas enfebrecidas de sus escritores favoritos y a las películas de sus directores preferidos.

Buen bebedor –como cualquier aragonés que se precie-, Buñuel, en efecto, bebe mucho de la literatura y debe mucho a la literatura, pero la literatura, al mismo tiempo, debe mucho a Buñuel. El cineasta, en cierto sentido, es uno de los inspiradores del llamado “boom” latinoamericano, de los Cortázar, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante y otros tantos tan interesantes o más, pero desconocidos y menospreciados por la misma corriente, tan envidiosa y engreída. Son unos compañeros de viaje muy complejos que consiguen que el mundo deje de ver a aquella zona como una cueva variopinta de dictadores, ladrones, torturadores con pretensiones de aristócratas o de líderes del proletariado. Enseñan un continente rico, exuberante en sus carnavales y en sus velorios, lleno de mitómanos dispuestos a contar los kilómetros entre sus casas y la luna, y poblado por comunidades que no saben de qué lado de la cama se sueña con la esperanza y cuál produce exclusivamente pesadillas con el desencanto.

La América de los escritores, como el cine azteca de Buñuel, es un poco irreal. No falta nunca la ilusión, viaje o no en tranvía, ni la magia silvestre que hace que aparezca el amor. Pero, de pronto, el amor se desvanece, el pan se vuelve aire, y el dolor y la felicidad intercambian sus carnés de ciudadanos. Los que hacen los cambios reales, los que reinventan los juegos con las palabras y las imágenes, los tiempos y los días, reconcilian a los latinoamericanos con sus pueblos aburridos, el mediodía tieso y caliente, los abuelos y la pobreza, las putas, los borrachos, los tarados y los soñadores. Esta es una vertiente muy importante de la herencia que dejan estos literatos y el propio director de ‘Los olvidados’, porque ayudan a descifrar las fotos viejas y a rescatar los paisajes y las historias que se quieren ocultar por ignorancia o por vergüenza.

Sencillo y nada pretencioso, respetuoso con los otros, sensible y generoso, siempre amigo (de los retos), Buñuel, al que no le gusta el espectáculo de la muerte, pero, al mismo tiempo, le atrae irresistiblemente, es como el personaje de ‘Un perro andaluz’, que haciéndose un tajo en el ojo de la cara con una navaja crea la línea de la fortuna que ansía, aunque no cree que una vida pueda confundirse con un trabajo. Sin embargo, su vida se confunde prácticamente con las películas que realiza, y esto le desazona y lo manifiesta en esta suerte de biografía en la que de vez en cuando se extravía como en una novela picaresca, dejándose arrastrar por el encanto irresistible del relato inesperado. Porque el cineasta sabe –en vida- qué importante es la leyenda. Y cualquier leyenda comienza forjando anécdotas. De eso va ‘Mi último suspiro’, pero con el buen criterio de ir hilvanando el conjunto, que admite una lectura rápida, jugosa y muy amena, sabrosa y templada, sin cargar de erudición lo que es erudito. Las anécdotas se convierten en categoría, y a veces decisoria, cuando pasan a formar parte de la leyenda del aragonés, haciéndose casi parte de su obra.

Con la vejez, Buñuel comprende muchas cosas. Hay una edad para la inocencia creadora y hay también un tiempo para el escepticismo paralizante. A lo largo de su vida, Buñuel se debate entre la esperanza de la juventud y la resignación de la vejez, ese periodo existencial en el que un hombre se da cuenta de que la felicidad solo es una racha breve y relativa, un amable tiempo de tregua que va a durar seguramente solo hasta que lo arruine cualquiera de las malas noticias por las que se espera a esa edad. Comprende que la vida ya no es lo que fue y lo más prudente es no asistir a ningún espectáculo en el que no tenga la absoluta certeza de que habrá cerca un desfibrilador. Ya no le sucede como cuando era joven y se preguntaba por la meteorología pensando en elegir bien la ropa para el inminente viaje. Se hace mayor y su futuro no está solo expuesto a que empeore el tiempo, sino a que lo que diga la próxima analítica. Vive con calma y sale a comprar el periódico del día, pero no lo lee hasta que mañana se convierta en el diario de ayer. Buñuel acude al médico y espera sin prisa que le extienda mañana el certificado de defunción de ayer.

Buñuel, que bebe en las principales corrientes artísticas del siglo XX y tiene el privilegio de ser testigo de momentos clave a lo largo de la centuria, descubre que el cine le da la oportunidad de crear algo que va a permanecer para siempre, más allá de la muerte. Y siempre la muerte, en efecto, para un ateo como él, de la que nada espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad, y con la que decimos adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas. Al aproximarse su último suspiro, Buñuel imagina, con frecuencia, una última broma. Hace llamar a sus viejos amigos ateos convencidos como él y, entristecidos, se colocan alrededor de su lecho. Llega un sacerdote al que manda llamar y, con gran escándalo de sus amigos, se confiesa, pide la absolución de todos sus pecados y recibe la extremaunción. Y muere.

¡Ah, la generosidad secreta de los amigos!… Sí, ahí están Julio Alejandro, Fernando Rey, José Luis Barros, Ugarte, Centeno, Lorca, Sánchez Ventura, Moreno Villa, Michel Piccoli, Juan Vicens, Gustavo Alatriste, José Bergamín, Serge Silberman, Max Aub… A Buñuel, sí, le gusta la generosidad secreta, la amistad, el humor, la pizca de locura y el respeto que no se manifiesta. Le resulta imposible, por eso mismo, perdonar a Dalí su exhibicionismo, ferozmente egocéntrico, su única adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad. Buñuel, empero, declara en una entrevista que le gustaría tomar una copa con él antes de morir. El pintor, al parecer, lee la entrevista y sentencia: “A mí también, pero no bebo”.

El secreto, a fin de cuentas, no vale lo que valen los caminos que conducen a él. Esos caminos hay que andarlos. Imagina Borges, en su cuento ‘El etnógrafo’, la historia de un hombre de ciencia que, después de haber conocido el misterio de los chamanes, desiste del esfuerzo, acaso inútil, de explicar lo aprendido. Lo vivido, quizá, solo vale la pena si se vive. Con Buñuel, con Carrière, con los dos… Esos caminos hay que andarlos. Te dan ganas, por el amor de dios, de charlar con Luisico. Obvio.