Por José Joaquín Beeme
Entre palacios, villas señoriales, castillos y fortalezas, jardines monumentales y mansiones rústicas, hay en Italia unas 49.000 Dimore Storiche, un 80% de ellas en zonas rurales, alejadas de las ciudades.

Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Homologables a nuestros BIC, gozan de protección estatal pero su onerosa manutención corresponde al peculio de cada propietario: constituidos desde 1977 en asociación, afiliada a European Historic Houses (con sede en Bruselas), sus 4.500 miembros se las ven y se las desean para conservar y valorizar ese rico patrimonio que las leyes de la herencia pusieron en sus manos.
Uno de ellos es Niccolò Calvi di Bergolo Rocca Saporiti, conde de estampa quijotesca y raptos de artista performativo, y hasta su castillo de Piovera (Alessandria) nos lleva el puro azar de la primavera: un congreso de orquídeas híbridas y raras. Originariamente castro romano, luego lombardo y carolingio, la heredad estuvo administrada por feudatarios de los Visconti y los Sforza (ducado de Milán) hasta que, durante el Milanesado, recayó en el general cacereño Álvaro de Sande, maestre de campo de los tercios que, por méritos de guerra (La Goleta, Esmalcalda, Mühlberg, Malta…), fue nombrado marqués por Felipe II. Pasó luego a los Omodei, nobles milaneses, quienes lo enajenan a unos poderosos banqueros genoveses, los Balbi, que aportaron un dogo a la república de Venecia y fueron más tarde amigos de Napoleón, a quien dieron aquí hospitalidad. Durante la gestión de éstos, que se prolonga hasta el siglo pasado, se producirá la anexión del feudo por los Saboya, a consecuencia de nuestra Guerra de Sucesión. Finalmente, nuestro conde-artista compra en 1967 el castillo con sus tierras a sus lejanos primos los marqueses Doria y Odescalchi, consortes de las últimas Balbi.
Y de frondoso árbol genealógico, que decora un muro al final de la escalinata noble del castillo, andan orgullosos Niccolò y su hijo Alessandro, joven emprendedor y consejero nacional de la asociación que representa a estas aristocráticas residencias. Dos cabezas peladas sobre tres flores de lis por blasón, entre sus antepasados figuran embajadores, protonotarios apostólicos, magistrados y ministros plenipotenciarios, y su sangre se ha cruzado con la de las casas reales de Dinamarca, Bulgaria e Italia: Víctor Manuel III dio a su primogénita al conde Giorgio Carlo Calvi (general al mando de Roma città aperta en 1943), uno de cuyos hijos se casó con la actriz Marisa Allasio, rubia maggiorata dirigida por Dino Risi, Bolognini, Zeffirelli o King Vidor.
Pero nada de eso envanece a los Calvi que hoy moran, en casona vecina a la que nos hospeda, dentro del mismo parque castellano. Nos abren, al contrario, sus brazos, las puertas de su cuarto de estar y hasta, almorzando juntos, los intríngulis de sus planes para garantizar un futuro viable a estas inmensas propiedades, que pasan por talleres de restauración impartidos a inmigrantes, con las formas geométricas primordiales como vía de conocimiento del mundo y la cera de abeja como gran aliada para sanear kilómetros de hierro y madera; por conjugar la historia del arte con el arte contemporáneo, propiciando diálogos mediante la instalación, temporal o definitiva, de obra nueva; por ampliar las plazas para pernoctar después de los convites que acogen, evitando así que los invitados arriesguen una conducción alcohólica; y por granjearse, están en ello, el apoyo de banqueros e inversores: sólo capillas rurales, y ellos custodian una intramuros, hay en este país unos dos millones…
Aliciente para atraer visitantes a Piovera ya lo tienen, porque muchas son y variopintas las colecciones que forman su particular Wunderkammer. Panoplias, casacas y armaduras, tocados Belle Époque y borsalinos, hormas de sombrero y de zapato, aperos de labranza y de cosecha, herramental de antiguos oficios, prensas y chibaletes, máquinas de escribir, máquinas de coser, husos y telares, ajuares de cocina, biblioteca con colecciones íntegras de pioneras revistas ilustradas, raíces escultóricas o directamente monstruosas, semillas gigantes, fósiles y minerales escogidos, acordeones, pianos y celesta, teléfonos de trompetilla, radios de capilla y proyectores de películas, maniquíes teatrales, juguetes antiguos, un regio Daimler escoltado por vespas y una calesa, lámparas de minero y fanales de carroza, un animalario embalsamado, mazmorras-bodegas con pipas de roble, garrafones y trujales leonardescos para destilar el Burdeos de las viñas que se cultivan entre las 30 hectáreas circunstantes. Sin olvidar el bosque de cornamentas que tapiza la estancia octogonal en el epicentro del castillo, contenedor de energía, aseguran, sobre un antiguo monasterio templario que aún hoy captura la atención de parapsicólogos en busca de secuaces de Cagliostro y otras almas en pena. Más todas las esculturas del conde diseminadas por los varios edificios y en las alamedas, y su archivo de prototipos y dibujos, más de 30.000, organizados en carpetas que, identificadas por infinitivos —el suyo es un arte del verbo: ni subjetivo ni objetivo—, se disponen en un antiguo granero sobre las caballerizas.
Niccolò, solicitado por un trazo casual que crece en arborescencia o geometría infinitas, se lanza mientras dibuja a un canturreo que es declamación o nenia y también garabateo alado, el signo y el grito engendrándose uno a otro como si vinieran de un Munch alegre y chamánico. Que además él sugiere, en sus laboratorios didácticos, como juego rejuvenecedor y arte-terapia contra el alzhéimer: el alma, nos dice, es alma porque se anima. Y nos invita, bajo un cielo derramado de estrellas, a dejarnos llevar por esos moti di spirito, a vibrar con el misterio de la existencia, en la maravilla de estar vivos. Como aquella vez que un cirujano, su amigo, le permitió que ayudase en una operación a corazón abierto y comprobó cuán difícil era bombear, cuán fatigoso al cabo de pocos minutos, cuando nuestro propio órgano emite, con toda naturalidad, entre uno y dos latidos por segundo: cuatro billones de veces en el arco de una vida.