Italia: Tres Culturas ensangrentadas


Por José Joaquín Beeme

     Herida en una de las terrazas del edificio Chihuahua, desde donde informaba para la revista milanesa L’Europeo, Oriana Fallaci es trasladada a la morgue entre otros muchos cadáveres.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Allí un cura advierte que muestra signos de vida y la llevan de urgencia al hospital público Rubén Leñero para extraerle tres balas de espalda, rodilla y muslo. Ese mismo día, 2 de octubre de 1968, concede una entrevista desde la cama, asegurando que había “unos 5.000 estudiantes absolutamente tranquilos, pacíficos” en la plaza de Tlatelolco, y que la delegación de ferrocarrileros acudió “en perfecto orden”: “no hubo ningún episodio que pudiera provocar esa enloquecida, violenta irrupción”. 

    Mientras un muchacho del consejo nacional de estudiantes anunciaba una huelga de hambre, un helicóptero militar empieza a sobrevolar en círculos la plaza, cada vez a menor altura, arrojando bengalas rojas y verdes que sólo pueden ser el preludio de un ataque: “parecía Vietnam”. Casi a la vez, camiones y tanquetas del ejército rodean el lugar y los soldados saltan disparando a la multitud. En la misma terraza les asaltan unos ochenta policías de paisano, empuñando pistolas, que les ponen cara a un muro y gritan que están detenidos. Son paramilitares del batallón Olimpia, infiltrados con camisa blanca y un distintivo guante, también blanco, en la mano izquierda. A Oriana la agarran de los pelos, la zarandean, la estampan contra una pared. Ensopada en su propia sangre, estuvo tirada en el suelo 45 minutos. Le roban el reloj. Ni siquiera le dejan llamar a la embajada. 

    En protesta por la matanza, pidió que Italia se retirara de los Juegos Olímpicos, para cuya apertura faltaban sólo diez días; consiguió sólo que su embajador no inaugurase la muestra El deporte en el arte clásico, contribución italiana a la agenda cultural del evento. Al año siguiente, en Nada y así sea, contrastó su experiencia vietnamita con aquella “masacre de Herodes” contra civiles, que acabó con centenares de estudiantes pobres porque se oponían a un gobierno represor que había ocupado la UNAM, y recordaban a sus compañeros muertos con mecheros encendidos y antorchas de periódicos enrollados, y porque impugnaban el derroche de las olimpiadas. El general jefe de la policía le había asegurado esa mañana: “No pasa nada, querida. Todo mentiras: nadie dispara a unos estudiantes.” Pero ya había diseñado una encerrona para ametrallarles, para cazarlos “como a liebres”, en una balacera de pesadilla que iba a recordarle la trágica escalinata del Acorazado Potemkin. “Los empleados municipales lavan la sangre en la Plaza de los Sacrificios”, recuerda un poema de Octavio Paz escrito con la crispación y la vergüenza de esas fechas. 

    Masacre que casi le costó la vida al presidente Díaz Ordaz, cabeza de la represión, en atentado: un joven exaltado, aconsejado por un cura de Acción Católica, marró el tiro y terminó sus días entre torturas y psiquiátrico. Desafueros y maldades de “la política de los politiqueros” que tanto odiaba la reportera florentina; o terrible degeneración de la cosa pública, que llevó a su amado Panagoulis, héroe de la resistencia griega, a exclamar delante del Partenón: “¡Democracia, puta democracia!”

Fundación del Garabato
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