Italia:¡Qué tebeos! ¡Qué escuela!


Por José Joaquín Beeme

     Recuerdo a Pedro C. Cerrillo cada vez que me enviaba a reseña sus antologías poéticas y sus ediciones de cancioneros populares o me invitaba, didáctico también con los periodistas, a los congresos de literatura infantil y juvenil que organizaba desde su cátedra de la Universidad de Castilla-La Mancha.

    Le recuerdo, después de tantos años, mientras veo el documental Continuare il racconto. La biblioteca infinita di Antonio Faeti, un proyecto de Danilo Caracciolo y Giorgia Grilli para la Universidad de Bolonia, la que fuera alma mater de este homólogo italiano del amigo Cerrillo.

     Porque Antonio Faeti ha enseñado Gramática de la fantasía e Historia de la ilustración, y fue el primer titular de una cátedra italiana de Historia de la literatura infantil, pero empezó como maestro de primaria y desde ese humilde escalafón, durante dieciséis años, tuvo oportunidad de conocer por dentro el universo infantil. Añádase una infancia, la suya, propicia a todos los secretos y misterios, como evoca en su novela de formación L’estate del Lianto (TopiPittori, Milán 2009), que transcurre en una Bolonia arrasada por los bombardeos y pululada de ex soldados zumbados, partisanos audaces, zíngaros, estraperlistas, abogados fogosos, barberos piratescos, hatajos de huérfanos, bandas de ladrones y brujas abyectas como la Cianciulli, que en una gran perola hollinienta hervía sus mejunjes humanos, para hacer pastillas de jabón, al cobijo de un jardín oculto en la cárcel-monasterio de San Giovanni in Monte. La impresión de esta temible jabonadora, inducida por una mentira de su hermano Benito (que acabó de viajante para Palmolive) y engordada por lecturas y películas, le acompañó durante años, hasta que, ya grande, le asaltó la noticia de la verdadera asesina, una señora Verdoux con aspecto de maestra jubilada y recluida en el psiquiátrico-penitenciario de Pozzuoli merced a las pesquisas de Albertina, Lucia e Ida, otras tres abuelas vecinas de su misma localidad, Correggio. “La vida real —admite Faeti— puede ser más turbia y compleja que las propias narraciones, más sorprendente y cruel que las más crueles fábulas”; pero qué suerte, se felicita, que una trola infantil le haya regalado una indeclinable fascinación por sirenas, melusinas, morganas, anjanas, sibilas, lamias, babayagas, hechiceras, magas y mujeres-serpiente…

     Historiador asimismo de la historieta, que ha dado grandes y cultos estilistas, dueños del signo y la sintaxis gráfica, Faeti reivindica gallardamente a Nadir Quinto, su trazo pictórico en Il Corriere dei Piccoli, o al impresionista Raffaele Paparella y al manierista Antonio Canale, creadores de Pecos Bill, el legendario héroe de Texas. Tampoco puede olvidar el Shakespeare sin viñetas (cada página ritmando la secuencia evolutiva del mismo personaje) de Gianni De Luca para el semanario Il Vittorioso, y menos aún el incomparable grotesco de Jacovitti, que con humor saturnino y arcimboldesco (admiradísimo por Fellini, que quiso hacer un Jacovitti en La strada) se reinventó a Pinocho y a Don Quijote y dislocó el western con Cocco Bill. Y, al igual que Umberto Eco en Apocalípticos e integrados, con entusiasmo se aventura en la guerra fría contada por Milton Caniff en su Steve Canyon, entre el expresionismo y la caricatura. Y qué decir de Guido Crepax cuya Valentina, para Linus, incorpora las innovaciones de otras escuelas tebeísticas (latinoamericana, francesa) navegando entre el claroscuro alemán y la sensual fotografía de moda, emplazando a sus personajes en ambientes que, como buen arquitecto, aparecen siempre bien construidos. No faltan Moebius y la tribu de Métal Hurlant, Dylan Dog realojado en los parajes solitarios de Edward Hopper, el Tex de Bonelli, James Joyce y el gato Félix, los folletines rosa para educación de princesitas…

    El mismo Faeti, desplazado de guerra al pueblo de sus abuelos (Savigno, en los Apeninos), aprendió a dibujar copiando ilustraciones de la revista Signal que le prestaban unos SS a cargo de las ametralladoras, y lo hizo hincando el lápiz sobre una Spandau. Aprende luego la técnica del color gracias a Béla Dala Kisfaludi, un alumno de Klimt huido de la Hungría sovietizada. Más tarde vendrán Bellas Artes y las exposiciones. Ilustra a Carroll e incluso a Céline, pero debuta en libro con una novela gráfica, y en esto fue pionero, que nos concierne en particular a los españoles. Se trata de Palomares (Sampietro, Bolonia 1967), acercamiento underground y distópico al accidente que tuvo lugar en la homónima playa de Almería cuando un bombardero B-52 chocó contra un avión cisterna, también norteamericano, y ambos se precipitaron al mar dejando caer cuatro bombas termonucleares y contaminando de plutonio, aún hoy, centenares de hectáreas de dunas y campos de tomate.

   Apartamento, sótanos, garajes: todo el Faeti boloñés se adensa en estas covachas de libros, unos 100.000 volúmenes, porque los libros, está seguro, “te entrenan para leer la realidad”. Nada harían solitarios, sin embargo; por eso les arrima a sus compañeros los juguetes, los muñecos, las figurillas de plástico, las fotos recortadas. Collodi, Rodari, Verne y Salgari se lanzan guiños de estantería a estantería. Y al tiempo que Rudyard Kipling le entreabre, mil y una noches, el misterioso y zigzagueante viaje de Kim, vuelve agradecido a Los 400 golpes porque Truffaut le mostró un día cómo contar la infancia con ligereza, respeto y enorme empatía.

    Amigo de Celati, Calvino, Eco y Fellini, capaz de destilar su secreto pedagógico aun de una tabla de Rogier van der Weyden o de una sonata de Gabriel Fauré, el maestro Faeti ha enseñado un arte (arte siempre como coloquio, como la más alta forma de comunicación posible) que consiste nada más y nada menos que en mirar cromos. Y quienes hemos gustado de ese fatal pasatiempo sólo pedimos, parafraseando otro de sus títulos, que nos den más de ese veneno.

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