Por José Joaquín Beeme
“La República promueve el desarrollo de la cultura y de la investigación científica y técnica”. Así reza el artículo 9 de la Constitución italiana. Una reforma de 2022 añadió la “tutela del paisaje y el patrimonio histórico-artístico de la nación” y la “tutela del medioambiente, la biodiversidad y los ecosistemas, en interés de las futuras generaciones”.

Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Y hace diez años, el Código penal introdujo todo un título de delitos contra el medioambiente. Pues bien, a pesar de tamaño blindaje normativo, en Italia se avecina, si el Parlamento o el Tribunal Constitucional no lo remedian, una sarta de atentados contra la naturaleza sin precedentes: el gobierno neofascista —a impulso de su ministro de Agricultura, un sobrino-nieto de Gina Lollobrigida que se sacó Derecho por correspondencia— tramita un proyecto de ley, de cara al levantamiento de la veda en otoño, que en buena parte deroga la ley de 1992 reguladora de la fauna salvaje homeoterma y la caza.
La fauna silvestre ya no será patrimonio colectivo, indisponible, del Estado, sino propiedad privada y objeto de “actividad deportivo-motórica con importantes repercusiones sociales, culturales y económicas” que (colmo del cinismo) “contribuye a la tutela de la biodiversidad y del ecosistema”. Una práctica dizque lúdica que implica la liberalización de cazatas incontroladas en “territorios del dominio público estatal, regional o de los entes públicos en general”, lo que implica todo tipo de bosques y prados, y hasta dunas y playas. Las asociaciones ambientalistas han puesto el grito en el cielo por este regalo al extremismo biocida, mientras que armeros y sociedades venatorias (agrupadas, sobre todo, en Federcaccia y en Agrivenatoria Biodiversitalia, una sección del mayor lobby agrícola del país) se frotan lúbricamente contra la propia escopeta.
Extiende la futura norma las zonas de caza, dando a la vez potestad a las regiones para reducir las áreas de tutela. De acuerdo con la Agenda 2030, el objetivo mínimo de protección debería comprender el 30% del territorio, mientras que ahora ese porcentaje será sólo un máximo. Y la planificación venatoria no deberá contar ya con el dictamen vinculante del Instituto Superior para la Protección y la Investigación Ambiental (ISPRA), órgano científico asesor del Ministerio del Medioambiente: bastará el criterio de un comité político nacional dependiente del Ministerio de Agricultura. Lo que no es más que una dejación del Estado, la enésima manifestación del Estado mínimo ultraliberal, pues de siempre los cazadores han defendido su autorregulación: algo así como si Drácula presidiese la hermandad de donantes de sangre.
En esta jungla armada con que sueña la derecha, y su tradicional caladero de votos: los escopeteros, tampoco se ponen límites a la construcción de apostaderos fijos, con acceso libre a propiedades privadas, ni a la caza en parajes antes vedados, como los cubiertos de nieve, donde es más fácil seguir las huellas pero la vida natural se torna más ardua. Podrá cazarse incluso después del crepúsculo, organizando concursos con perro en plena noche, y también fuera de estación en los cotos, es decir, durante los períodos de migración prenupcial y nidificación.
Aumentan, además, de 7 a 47 las especies cinegéticas, a las que se podrá capturar con señuelos vivos, y se reabren las temibles redes-trampa a embudo (roccoli), prohibidas por la Comisión Europea (Italia ya ha sido amenazada de sanción por el uso de proyectiles de plomo en humedales, infringiendo la Directiva Aves de 2009).
Colmo del absurdo, en esta lista ya lo bastante atroz: a guardias jurados de bancos y supermercados se les da permiso para matar animales. No se sabe si para que ejerciten su puntería en prevención de asaltos de la “famélica legión” (La Internacional, Eugène Pottier, 1871) o para que contribuyan al control de poblaciones junto a los carabineros, quienes desde 2016 asumen las tareas del suprimido cuerpo de guardias forestales.
Todo lo cual va a favorecer las licencias del turismo cinegético, la naturaleza vendida en lotes como si fuera un parque temático. Ya nuestro borbón autoexiliado, sin carné alguno, anduvo abatiendo volátiles por la laguna de Venecia, y Don Trump júnior, mimetizado de paramilitar tal como suele aparecer en su plataforma Field Ethos, sedicentes aventureros armados hasta los dientes, mató hace unos meses a decenas de patos al sur de la misma laguna, un área incluida en la red Natura 2000, y, preguntado por el tardo canelo (Tadorna ferruginea), una especie protegida cuya muerte es injustificable ni siquiera por error y que yacía entre el montón de pobres despojos alrededor de su traicionera tronera, se hacía el loco ante la cámara: “¿Qué pájaro es éste? Yo qué sé; es raro en estos pagos; no sé cómo se llama, pero ¡qué disparo increíble!”. Remataba el propietario de la finca, su anfitrión: “Respetamos mucho a los animales. Cazamos sólo una vez a la semana.”
La relajación de medidas de control por parte de las autoridades favorecerá además el furtivismo y el tráfico ilegal de avifauna, cuyas sanciones no se modifican mientras se prevén multas de hasta 900 euros a quienes protesten contra estas previsibles masacres. Sólo en Italia, según WWF, cada año los furtivos acaban con 8 millones de ejemplares de especies protegidas (principalmente en los valles de Brescia, sur de Cerdeña, Estrecho de Mesina e islas del Tirreno). Y témanse perdigonazos o balazos los excursionistas y los ciclistas de montaña, los seteros, los pajareros, cualquier naturalista, todo aquel que salga a caminar por el bosque o a solearse en un arenal.
Frente a un colectivo, el de los cazadores, cada vez más envejecido (mayores de 65 en su mayoría) y en continua disminución (unos 500.000: cifra todavía espantosa, más si se tiene en cuenta que WWF les calcula un potencial de 1.500 millones de presas), muchos rostros conocidos han expresado su horror en distintas tribunas: Susanna Tamaro, Lucio Dalla, Mina, Maurizio Costanzo, Giovanni Storti (del trío Aldo, Giovanni e Giacomo)…; en oposición a los Boccaccio, Puccini, Guareschi, Montanelli, que por su lado esgrimen los fusileros. Acierta el geólogo y divulgador Mario Tozzi cuando apunta al puro placer de matar como única explicación a la supervivencia de esta vergüenza, y si no, propone, hagan una simple prueba empírica: dígase a cualquier cazador que puede seguir con todos los placeres que le procura una buena madrugada, el aire puro del jaral, la caminata por el soto, el campeo con los perros, el almuerzo con los socios de partida, sólo que sustituyendo al arma por una cámara de fotos, de manera que pueda cobrarse los mismos animales que antes pero en efigie: va a reírse en tus seráficas narices.
Porque siempre te darán bonísimas sinrazones estos valientes predadores del bien común. Recordad el sarcasmo de Delibes (las buenas letras no le eximen) para defender su tiroteo selectivo: cuestión de bulto, decía, y de ojos que conmueven o comunican. De la patirroja o el conejo para abajo, que además exhiben un ojo “turbio, desorbitado e inexpresivo”, podía cazarse todo sin mayores escrúpulos; su “franciscanismo” funcionaba sólo con piezas más grandes o de más tierna mirada.