Mundos senos, cosenos


Por José Joaquín Beeme

    En el Toison d’Or de Bruselas, cómplices la noche y la lluvia, incurro en la casi olvidada imprudencia de sorberme una película en francés e inglés con subtítulos en flamenco: sabido es que en países donde no existe el doblaje las destrezas lingüísticas se multiplican.

    Y la prueba, más empática que babélica, vuelve a situarme sin violencia en ese espacio otro donde se disparan los ensueños y las disociaciones creativas.

     La actriz Céline Sallette debuta en la dirección (Niki, 2024) recortando la vida de Catherine Marie-Agnès Fal de Saint Phalle a sus años más oscuros, aquellos que precedieron al éxito y al reconocimiento artísticos, pero que explican sus búsquedas desesperadas para dar expresión a sus demonios interiores. Años de portadas para Vogue, ElleLife, de complicada relación con el escritor oulipiano Harry Matthews, padre de sus dos hijos y testigo incómodo de su pulsión autolesionista, del trauma infantil de la violación incestuosa (secreto apuntado en el film Daddy pero desvelado, sólo pocos años antes de su muerte, en un libro confesional que sería pionero: emergen ahora en toda Francia testimonios de víctimas de pedofilia en insospechados ambientes de exquisita intelectualidad) que la condujo al aislamiento siquiátrico y al electrochoque, pero también al arte como terapia y tabla de salvación, de los primeros escarceos con los “nuevos realistas” y el encuentro providencial con Jean Tinguely.

     Otro loco performativo, Tinguely, chatarrero de engranajes imposibles y fuentes contorsionistas que recuerdan, a los españolitos formados en las páginas de TBO, la gratuidad ingenieril del profesor Franz de CopenhagueNo podía menos que cruzarse con aquella muchacha de carabina furiosa que acribillaba a tiros sus escultopinturas hasta embadurnándolas de rabia y color. Con la bella psicótica que modeló un mundo luminoso de nanas y gigantes de cuento, paleta primordial y formas rotundas, naif, borbotónico, vertiginoso de scalextric orgánicos.

     Juntos los he visto, ya para siempre, en el Museo Tinguely de Basilea, pegado a un Rin de tersos parterres y ciclopistas recién lavadas, y también en una Toscana casi lacial, calenturienta Maremma traspasada de cigarras, donde el deseo de unir simbólicamente dos jardines mágicos, la ciudad-tarot de Niki de Saint Phalle con el enigmático santuario de Bomarzo, me lanzó por senderos que se bifurcan y se enredan con los pliegues de mi cerebro onírico, mi parte mejor o eso creo. El duque de Bomarzo, oculto o transparentado en los ogros de piedra y liquen de su bosque sacro, se da la mano con ese alter gaudí serpenteante de espejuelos y loza multicolor que brota entre los trigales de Capalbio. No lejos, por cierto, de la playa donde fue a agonizar Caravaggio, otro ilustre fugitivo.

   Muy próxima al art brut, a esa gestualidad visceral y valiente de materiales inverosímiles y pigmentos salvajes contra cualquier regla o medida académica, los platos rotos y los espejos hechos añicos como explosión de identidades y estros incontenibles fueron, al mismo tiempo, la otra gran sombra de una artista radicalmente solar y humanista: “Hay una urgencia, en el corazón humano, por destruirlo todo. Destruir es afirmar la propia existencia ante todas las cosas, contra todas las cosas.” 

 

    A su vez actriz-realizadora, Charlotte Le Bon se mete en su piel con esa verdad que los viejos cinéfilos asociamos siempre al “método”, pero que no es sino naturalidad y ensimismamiento cómplices. Así que Niki me acompaña luego, camino de nuestro hotel en la plaza Louise, en interminable, febril charla de compinches bajo un cielo nuevamente estrellado.

Artículos relacionados :