Por Carlos Calvo
La peculiarísima educación de una hija, Hildegart, por parte de una madre fanática, dominante y calculadora, Aurora Rodríguez Carballeira, obsesionada por liberar a la mujer de la…
…opresión en que vive, y que tendrá un trágico desenlace, es la médula de la película ‘Mi hija Hildegart’ que Fernando Fernán Gómez dirige en 1977, inspirada en hechos reales ocurridos durante la segunda república y recogidos en el libro ‘Aurora de sangre’, del periodista Eduardo Guzmán, publicado en 1972 y adaptado para el cine por Rafael Azcona y el propio realizador. Un filme que habría encandilado a Sigmund Freud y podría haber sido un melodrama al estilo de Douglas Sirk, sombrío y rico en descripción de época, dramáticamente tenso pese a sus arritmias y cierto academicismo, y excelentemente interpretado por Amparo Soler Leal en el piel de esa mujer ferrolana de clase media que concibe la idea de procrear un auténtico monstruo cultural con el que liberar al género femenino. En busca de la mujer perfecta, en efecto, y concebida con un sacerdote castrense para garantizarse que jamás reivindicaría la paternidad sobre la niña.
Así, criada con rigor extremo, Hildegart -nombre alemán que significa “jardín de sabiduría”- leía desde los dos años. Y escribía desde los tres. Y a los diez años hablaba inglés, francés y alemán. Y a los trece terminó el bachillerato. Y a los catorce ingresó en las Juventudes del Partido Socialista. Y estudió Filosofía y Letras. Y Medicina. Y fue la abogada más joven de España. Todo en su vida ocurrió antes de tiempo, excepto el amor, siempre aislada del mundo exterior. Una intelectual precoz, esto es, que se convirtió con su entrega activista y sus escritos sobre la reforma sexual, de género y feminismo, en una referencia en Europa. Una mujer creada por su estricta madre para romper moldes en 1914. La primera mujer del futuro a la que su progenitora, finalmente, le asesta tres tiros en la cabeza y uno en el pecho, mientras dormía. Como una mata que no echó.
Fernán Gómez, mucho más interesado en la figura de Aurora que en la de su hija, narra en clave de clásico drama judicial y pone el acento en la confesión personal y subjetiva de la madre. Una mujer, en el Madrid de 1933, que se entrega a la justicia tras haber asesinado a su criatura a la temprana edad de dieciocho años, después de que la joven, esto es, se convirtiera en todo un símbolo para las mujeres de la época. Una hija concebida para liderar a mujeres libres y en cuanto hace un ejercicio de libertad, rebelándose contra ella, es eliminada. Porque la joven, a esa edad, conoce al compañero de fatigas Abel Velilla, del Partido Federal, quien le ayuda a explorar un nuevo mundo emocional y a desmarcarse del férreo nido materno, mientras Aurora teme perder el control sobre su hija. Acaso no hay revolución posible sin amor. Y las dos mujeres se enfrentarán durante una noche de verano poniendo fin al Proyecto Hildegart, el designio ideado por Aurora para crear una súper mujer, una superdotada que, por encima de todas las cosas, ha nacido para ser líder y dominar el debate de las ideas en el mundo.
Y rememora, en la cárcel, las circunstancias que la movieron a cometer el crimen. En su infancia, testigo de la indiscutible supeditación de la mujeres a los hombres, la asesina concibió la idea de tener una hija a la que educaría para que se consagrara a luchar por la liberación de las mujeres. Y había que moldearla y convencerla, obligarla y recluirla. Y le dio, para este fin, una educación estudiada hasta el mínimo detalle: lectura, deporte, música, alimentación. Pero su enamoramiento de un joven militante hace saltar todos los preceptos para los que ha sido educada. Una historia muy oscura y moralizante, narrada en flashback por la propia madre, de tono naturalista, casi documental, cuyo cierto aroma de película de tesis acaso empequeñece el resultado final.
Desde otra perspectiva, la zaragozana Paula Ortiz, cuarenta y siete años después, retoma la historia para la gran pantalla, a la que titula ‘La virgen roja’ (así la llamó Tornel en un artículo), adoptando el punto de vista de la víctima y basándose principalmente en las actas y las noticias de los juicios de Aurora y la obra de Hildegart, sin apenas entrar en el libro original ni en la aclamada novela de Almudena Grandes ‘La madre de Frankenstein’ (2020). Pero el resultado deja muchas dudas, por su solemnidad y retórica, pese a la pretendida belleza, elegancia y combate que propone en sus imágenes. Porque ese amanerado preciosismo visual opaca el relato, con los juegos manieristas de tonalidades y texturas, a lo que se une un guion epidérmico, enunciativo, que nunca profundiza en la idea del fanatismo y la intolerancia, la manipulación y traición, el extravío y abandono.
La cineasta aragonesa termina donde comienza ‘Mi hija Hildegart’, en el juicio a la parricida, en una suerte de tragedia griega que no habría desdeñado Sófocles, cuya riqueza temática quiere llevar a la poética lorquiana de ‘La casa de Bernarda Alba’ o ‘Bodas de sangre’. O a la historia nietzscheana de amor enfermizo. O a las distintas aproximaciones al mito de Pigmalion. O al drama de la creación y la criatura en el imaginario de Mary Shelley. El sufrimiento y la monstruosidad al modo de una doctora Frankenstein, esto es, como la madre que moldeó una criatura a su antojo y luego, al ver cómo esta escapaba a su control, la mató. Crear y destruir. Pero Paula Ortiz no sabe orquestar el conjunto, no crea y tampoco destruye, sin atreverse a optar ni por los excesos góticos ni por una distancia brechtiana, dialéctica, sobre lo narrado.
Estamos ante un ‘thriller’ psicológico, con cierta tendencia a la abstracción, de ambientación aparentemente exquisita y sofisticada, sus zonas turbias y sórdidas, que empieza como un drama de época y termina en un cuento gótico, al límite del género terrorífico, el relato de una relación de amor tóxica y jerárquica, con una protagonista cuyo afán de perfección traspasa todas las fronteras. Su maternidad la convierte en un proyecto utópico de ideales políticos para toda la humanidad. Una madre cruel que considera a su criatura como un objeto de su pertenencia, que ordena y manda sin dar el más mínimo respiro a su pequeña posesión. Y así hasta que la hija, un día, abjura del proyecto materno y ese acto de renuncia, en realidad de liberación, le cuesta la vida. Una mujer concebida como un experimento científico y no como una extensión de su madre. Una fábula trágica que implica lo íntimo y personal en el ámbito femenino. El crimen como una cuestión de ideas, no como impulso, no como arrebato pasional.
El juego de contraposiciones en las interpretaciones de Najwa Nimri, pura oscuridad en el papel de la infanticida, que parece el ama de llaves de ‘Rebeca’, y Alba Planas, un ser de luz haciendo de la joven Hildegart, no termina de cuajar. Tampoco convence el sonriente Patrick Criado, ahí, impávido, con su halo de costumbrismo catódico. Si están notables Aixa Villagrán, en la piel de la sirvienta que desengrasa el drama, y un irreconocible Pepe Viyuela, que hace del periodista Eduardo de Guzmán. Y resultan muy ‘bonitas’ la música, la dirección de arte y la fotografía. Pero una cosa es la elegancia de Max Ophüls, pongamos por caso, y otra, muy distinta, la impostura formal que todo lo envuelve, y pierde, por mucho cuidado estético y afán de trascendencia que se tenga. El celofán y el lacito. La cosmética para camuflar carencias. Y el dichoso simbolismo tan odiado por Buñuel: que si ese maniquí de escayola resquebrajándose poco a poco, que si el rojo de la sangre y el blanco de la pureza juvenil, que si la menstruación en la reunión política de izquierdas, que si el blancor del partido de tenis y la negrura de ambas, que si esto, que si lo otro y lo de más allá…
Con primeros y primerísimos planos, más allá de una cámara siempre en movimiento -como el baile de san Vito-, el filme naufraga a la hora de representar complejidades humanas, porque todo lo fía, esto es, a los efectismos del envoltorio. Y así, la puesta en escena, de una caligrafía tan estilizada y pulcra que nos recuerda a un episodio de la serie ‘Amar en tiempos revueltos’, no está a la altura de la intensidad dramática de la historia. Lástima.
Título original: ‘La virgen roja’. Año: 2024. Nacionalidad: España y Estados Unidos. Producción: Daniela Alvarado, María Contreras, María Zamora y Stefan Schmitz. Dirección: Paula Ortiz. Guion: Clara Roquet y Eduard Solà. Fotografía: Pedro Márquez. Música: Guillermo Galván y Juanma Latorre (Vetusta Morla). Vestuario: Arantxa Ezquerro. Intérpretes: Najwa Nimri, Alba Planas, Aixa Villagrán, Pepe Viyuela, Patrick Criado, Pep Ambròs, Pablo Vázquez, Jon Viar, Jorge Usón, Jorge Asín, Carmen Barrantes, Jaime Ocaña, José Luis Esteban. Duración: 114 minutos.