Reposiciones en la cartelera zaragozana


Por Don Quiterio

      La pandemia no da tregua a los cines. Las nuevas restricciones y la ausencia de estrenos tanto internacionales como nacionales pospuestos por las distribuidoras, unido a unas salas prácticamente vacías de espectadores, han obligado…

…a que las principales cadenas de exhibición cinematográfica cierren temporalmente la mayoría de sus recintos. De momento, son las plataformas de ‘streaming’ las que acaparan las novedades. Ante tal panorama, las pocas salas que quedan abiertas rescatan clásicos del cine, unas reposiciones que nos dan la ocasión de gozarlos en la pantalla grande. Y todo con el ánimo de insuflar energía a la convulsa cartelera para dirigirse al público cinéfilo, fiel a la salas oscuras. En las salas comerciales zaragozanas hemos tenido la oportunidad de ver unos cuantos clásicos. Entre ellos, ‘El chico’ (1920), de Charles Chaplin, la historia de un niño abandonado en los suburbios y al que intenta cuidar un vagabundo.

 

  El maestro Chaplin mezcla el melodrama con la carcajada, el sentimiento con el esperpento, en este relato de atmósfera dickensiana y de tintes autobiográficos. Una tristeza sonriente con final feliz. Un profundo patetismo sobre, esto es, la carcajada. El gran mito de Charlot nace con esta película de planteamiento desgarrador, a la que acaso le falte un mayor acabado, en una narración movida y dramática. Chaplin se las arregla para intercalar los gags humorísticos de un vivaz y escurridizo personaje con ese lírico dramón que nos está contando, en unas escenas de aventura cómica que se intercalan con otras de lágrima viva. El bien y el mal se confunden. La realidad y el sueño, la crueldad y la ternura, viven tan cerca que se diría que son la misma cosa. Todo se complica y enreda con ese perdedor empeñado en tener una dignidad tragicómica. Una película de risa y dolor, que te congela el alma con su desgarro cuando aparece en el horizonte la idea de la pérdida. El destino que todo lo cambia. La más cruda descripción de la pobreza con una extravagante y genial poética del desastre.

  ‘Dersu Uzala’ (1974), de Akira Kurosawa, es una maravillosa oda a la madre naturaleza capaz de emocionar al más rocoso espectador. La historia se centra en las experiencias vividas por un viejo trampero mongol y un joven explorador del ejército ruso, enmarcados en la inmensa taiga siberiana, con su serena calma y sus esporádicos estallidos de furia. La madre naturaleza y el arte cinematográfico se alían en una gran obra protagonizada por dos personajes bienaventurados, donde solo al final se muestra la otra cara, la más brutal y despreciable del hombre. Kurosawa registra tanto los espacios abiertos ilimitados como la verdad profunda e íntima de sus personajes. Un lirismo sereno y el sobrio estilo son las armas poéticas del cineasta en este filme puro, que contiene la nobleza de una pena dominada. Y todo ello en torno a un diálogo entre lo sublime y lo brutal, entre el amor y el desamor, entre el éxtasis y el crimen, entre la oposición de la vida rural y la urbana. El resultado es un filme de una formidable energía transmisora, con imágenes vivas como el fuego, capaces de suplir los huecos deficitarios de la vida.

  ‘Taxi driver’ (1976), de Martin Scorsese, cuenta la desencantada vida de un taxista neoyorquino aquejado de insomnio y obsesionado por sus recuerdos de excombatiente de Vietnam, que vive bajo su apariencia de buen chico inofensivo y halla en la violencia justiciera un motivo de realización personal. Su sueño es limpiar la noche de prostitutas y drogadictos. Un viaje alucinado a la podredumbre moral de una sociedad que crea monstruos como su protagonista, Travis Bickle, un taxista nocturno, neurótico e insomne, esto es, envuelto en un tormento existencial, chalado por el pasar de los minutos, que decide dar un giro mesiánico a su vida y acaba él solo con la corrupción, hasta un recochineo de violencia final lógico de toda olla a presión. Scorsese transforma a Travis casi en un espejo de un entorno deshumanizado, aunque su discurso se antoja demasiado ambiguo en su intento de reflexionar sobre la soledad del hombre. Y lo hace a través de un guion episódico e inspirado en la peripecia de ‘Centauros del desierto’, en una suerte de cruce de géneros (cine negro, wéstern, filme de horror, los modos de la nueva ola), con dos personajes al margen de la ley, los encarnados por Harvey Keitel y Robert de Niro, mafiosos y católicos, tradicionales y caóticos, adictos y redimidos.

  ‘Cinema Paradiso’ (1988), de Giuseppe Tornatore, es el relato de un niño de un pequeño pueblo italiano cuyo único pasatiempo es ir al cine Paradiso y de su amistad con el proyeccionista local. Entrañable melodrama que homenajea al cine a través de un chaval, una mirada nostálgica a la infancia, la amistad y el primer amor. El niño “roba” la primera parte del filme; la segunda casi sobra, y la última, con el regreso del protagonista al lugar, contiene la escena del tejido destejiéndose, con un montaje final casi tan célebre como la banda sonora de Morricone. El cineasta pone mucho de su memoria cinéfila en este puente tendido hacia el corazón de todos aquellos que amen las películas para rodar este filme fuera de norma que se lanza a tumba abierta, sorteando como puede los peligros de la sensiblería, para relatar los recuerdos que un hombre tiene de su infancia y, en especial, del cine rural en el que vio sus primeros filmes. Entre escenas rápidas de un costumbrismo a lo Germi o a lo Fellini, van desfilando fragmentos de películas que han marcado todo un itinerario, desde el Visconti de ‘La tierra tiembla’ y los melodramas de Raffaello Matarazzo hasta la llegada de Brigitte Bardot, que causa conmoción en las primeras filas, pasando por Alberto Sordi y el inefable Totò. Acaso demasiado sentimental, con extra de azúcar, la inenarrable secuencia final deja boquiabierto a cualquier espectador. Los momentos finales, en efecto, con el montaje de los recortes de besos censurados, obsequio del proyeccionista a un maduro y desengañado protagonista, son toda una síntesis de los sueños perdidos en una pantalla de pueblo.

  ‘Fargo’ (1996), de Joel Coen, es una recreación compleja y precisa de un estremecedor caso verídico, compaginando sordidez y humor negro, y con una cierta influencia de David Lynch. Es una visión de la América profunda, en la que la estulticia de sus gentes se distingue solo por sus diferentes grados y el recurso a la violencia es una vía de escape. Los actores están espléndidos, sobre todo un soberbio William Macy. El resultado es un clásico y equilibrado thriller de intriga, irónico y, a la vez, tierno, con mucho de retrato social, a la manera de farsa ética y estética.

  ‘Millennium actress’ (2001) es un filme de animación dirigido por el japonés Satoshi Kon, una obra adulta y compleja compuesta por múltiples capas que alcanza un enorme nivel de abstracción, la preciosa historia de un amor inmortal más allá del tiempo y el espacio, la vida y la muerte. Realidad, ficción, pasado y presente se combinan de manera soberbia en un filme terriblemente poético y emocional, e influido por los maravillosos melodramas de Douglas Sirk y clásicos nipones como Ozu. A veces, perseguir una sombra es lo más grande que te puede pasar.

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