Amargo comodín

Por José Joaquín Beeme
www.fundaciondelgarabato.eu

¡Actuar! Mientras, presa del delirio, ya no sé lo que digo ni lo que hago. Pero es necesario, esfuérzate.

Bah, ¿acaso eres un hombre? ¡Un payaso es lo que eres! Convierte en bufonada el pasmo y el llanto, en una mueca el sollozo y el dolor. En la mejor tradición del clown roto y escindido —el aria de Leoncavallo concluye invitando a no sacarse el disfraz consolatorio: ríete, payaso, del dolor que te envenena el corazón—, el último Joker se atraganta de carcajadas, de estallidos sardónicos cada vez que el mundo, hostil, atroz, le cae como una losa insalvable. Phoenix, mi tocayo, y su cómplice Phillips se alejan voluntariamente del cómic y sus sobadas mitomanías para darnos un humorista paradójico y subversivo, patético, autodestructivo, arrojado al crimen por puro capricho del destino. Como Lenny (Hoffman), como Pupkin (De Niro), Fleck-Joker es un rey de la comedia sangrante que se deshace por las esquinas de una urbe infecta, en lóbregos pasillos y apartamentos donde habita el frío de vivir, escaleras abajo de la desesperación. Será un desorden neuronal, una incontinencia patológica, pero lo que la película ausculta, me parece, trasciende la radiografía de un caso clínico para poner el foco en una enfermedad social, sistémica, global. La televisión (quien dice pantalla dice red) catapulta por contagio la osadía iconoclasta, el tumulto callejero, la tentación del caos, la venganza de los humillados y ofendidos, la sedición de las masas. Hollywood, y con ella este Joaquín extraño y furtivo, que se esqueletiza y se vacía para llegar al tuétano del personaje, amasan dinero y premios con este diagnóstico brutal de un mal muy contemporáneo: todo espectáculo, alegría sólo máscara, bienestar progresivamente virtual, mientras por debajo corren incesantes ríos de fango y desolación.

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