Los paraísos perdidos Julio José Ordovás


Por Julio José Ordovás

   A veces, en las páginas manchadas de sangre y salpicadas de escándalos en los periódicos, encontramos un relato real que nos sacude y conmueve igual que un cuento de Chéjov o de García Márquez.

    Como la historia de esos dos ancianos que la semana pasada, bajo un sol abrasador, abandonaron la tranquilidad y el aire acondicionado de su hogar en Alcorcón y, guiándose por unos recuerdos confusos, fueron en busca del estanque en el que, más de sesenta años atrás, comenzó su historia de amor.

   “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos”, escribió Félix Grande. Aquellos viejos enamorados, ignorando la advertencia del poeta y desafiando a las altas temperaturas, comprobaron dolorosamente por sí mismos que el tiempo, en efecto, había hecho sus destrozos y del estanque plateado de su juventud no quedaba ni rastro. Nada es como lo recordamos. Cambian los lugares en los que fuimos felices, cambian los rostros y los cuerpos que amamos y cambiamos nosotros también.

   Pretender recobrar la infancia o la juventud es una frustrante quimera. Alcanzada cierta edad, uno comprende que todos los paraísos son paraísos perdidos.  La casa del misterio en la que jugabas con tus amigos a buscar pistas de crímenes imaginarios y a perseguir fantasmas, la derribó la piqueta y su lugar lo ocupa ahora una anodino adosado. La poza en la que viste por primera vez unos pechos desnudos, los de aquella chica algo mayor que tú y que no paraba de reír ante tu cara de bobo, la han colonizado las hordas de domingueros.

   Cerraron los bares oscuros y tóxicos donde pillaste las primeras borracheras y robaste los primeros besos. La memoria, lo decía Marsé, es una abeja que pica después de muerta.

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