Cosas que no entiendo /Antonio Piazuelo

Por Antonio Piazuelo(*)

     Este país, por desgracia, atraviesa una etapa de extrema polarización política desde que, hace unos años, los dirigentes empezaron a tirar por la borda la buena costumbre de dialogar con cierta discreción entre ellos,…

…de llevarse bien en lo personal y de alcanzar acuerdos siempre que fuese posible.

   Una sana costumbre que dio excelentes frutos durante la difícil transición desde la dictadura a la democracia.

    Ahora es raro encontrar a un político que sea amigo de otro, fuera de los compañeros de partido (incluso dentro). Y lo peor es que, quienes los conocen de cerca, dicen que las relaciones entre unos y otros (con honorables excepciones) oscilan entre la indiferencia, el desprecio y el odio africano. Así es como se generan los bloques y como se siembra la vida política de líneas rojas y vetos. Así es como se hace imposible una mínima transversalidad en los acuerdos con los otros. Y eso, a pesar de que los votantes insisten en lo necesaria que sería para abordar los problemas urgentísimos que afectan a sus vidas.

   Veamos. Los partidos del llamado bloque de izquierdas vienen a recibir, elección tras elección, sobre un 43% de los votos, más o menos los mismos que el llamado bloque de derechas. Lo que significa que en torno a un 14% se reparte entre opciones localistas, regionalistas o nacionalistas, incluidas las independentistas. Por lo tanto, para romper el bloqueo sería preciso abrir el campo. Pero, si la derecha no se atreve a facilitar con su abstención la investidura de un candidato de la izquierda, por temor a que la caverna los etiquete como derechita cobarde, y las bases de la izquierda se desgañitan gritando con Fulano no, y con Mengano tampoco, el diálogo con el otro bando es imposible.

     En el otro lado están las banderas. ¿Pactar con nacionalistas? Traición a la Patria, aunque sea con un partido tan centrado como el PNV. Y, para los nacionalistas catalanes, pactar con partidos estatales (o españoles, como prefieran) es delito de lesa patria chica. Resultado: más bloqueo y, discúlpenme la expresión, más encabronamiento entre unos y otros.

    Desde mi modesta experiencia política, recomiendo a todos un sencillo ejercicio que consiste en analizar qué nos une y qué nos separa de los que no piensan como nosotros. Eso nos permitiría intuir por dónde pueden moverse los posibles acuerdos, abandonando los apriorismos. Intentémoslo.

    Yo descartaría, en primer lugar, a los que proponen, o practican, la violencia para imponerse. Lo mismo me da que enarbolen esteladas o rojigualdas con aguilucho. Pero, una vez apartados los energúmenos, quedan muchos, secesionistas y unionistas a ultranza, que no recurren a la fuerza ni se saltan los márgenes de la ley, pero tampoco renuncian a sus ideas. De ellos hablo. ¿De quién estoy más cerca? ¿De los secesionistas, o de la ultraderecha?

    Para mí, la cosa está clara, y hago aquí notar mi perplejidad ante lo difícil que les resulta aceptarlo a muchos amigos progresistas, que incluso se definen de izquierdas. No consigo entender que a esta gente, a esta buena gente, le cueste tanto comprender que, planteado así, yo afirme que me separan menos cosas de los secesionistas que de la ultraderecha. Muchas menos.

   Sobre todo me separa precisamente eso, el independentismo. Queda claro que rechazo esa pretensión racionalmente, sí, pero tajantemente también. ¿Por qué? Pues porque no comparto su concepto de territorio ni creo que hechos como el de tener una lengua y una cultura propia otorguen derecho alguno a tener también un Estado propio. Porque se muy bien cómo nacieron las fronteras (impuestas a sangre y fuego por los más poderosos) y a quién benefician (a los poderosos también). Pero eso no vale solo para las fronteras existentes, sino para todas, incluidas las que puedan crearse. Y sobre todo porque es evidente que solo beneficiaría a una minoría de la oligarquía catalana, mientras que el resto de catalanes y españoles saldríamos perjudicados con ella.

      Pero, dicho esto, si me pongo a hablar con un independentista no me costará mucho encontrar puntos en común. Lógicamente más si es demócrata y de izquierdas… en todo caso, el que tengo enfrente es alguien que, en ese terreno concreto, tiene ideas diferentes a las mías. ¿Sucedería lo mismo si quien tengo enfrente es un ultraderechista? Está claro que no. No comparto ninguno de sus conceptos sobre la sociedad: ni el racismo que late bajo su discurso antiinmigración, ni el machismo patriarcal del que hacen bandera, ni el integrismo religioso apenas disimulado, ni su oblicua defensa de la dictadura franquista, ni su feroz afán recentralizador, ni su discurso negativo acerca de las políticas sociales, ni su desprecio hacia las libertades, manifiesto en sus vetos a los medios de comunicación, ni… vamos, que no comparto nada.

   No es lo mismo tener diferencias territoriales (dónde se vive, cómo se convive o no) que no compartir la escala de valores y tener diferencias vitales.

   No creo que sea tan difícil de entender. Y, sobre todo, me preocupa que la demonización del otro, a la que se entrega la mayoría de nuestros políticos con frenesí, haya calado en las mentes de muchos ciudadanos, que empiezan a ver demonios con cuernos y rabo donde solo hay personas, tan dignas de respeto como todas, que tienen ideas distintas a las nuestras.

    Deslizarse por esa pendiente ha acabado mal siempre en la Historia. Convendría que muchos lo piensen con un poco de detenimiento. Y con la cabeza fría, si ello es posible.

*Diputado socialista del Congreso constituyente

Fuente: https://www.elperiodicodearagon.com/noticias/opinion/cosas-no-entiendo_1397569.html?fbclid=IwAR0vnBLnWznZvwENbITYpE9bKpHbmnN5ZyU5NdwQYsFBC-pKZWk2-Wu4nwU

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