Por Esmeralda Royo
Para que una mujer gozara de cierta notoriedad durante el siglo XVIII, tenía que pertenecer a la aristocracia. Las demás tenían bastante con sacar adelante a su prole, trabajo que nunca ha sido merecedor de pasar a la posteridad.
Si además de organizar eventos o dedicarse al mecenazgo querían sobresalir en alguna disciplina científica o artística, necesitaban el apoyo de su familia.
Es el caso de Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil, conocida como la Marquesa de Châtelet por su matrimonio, hija del barón de Breteuil (introductor de embajadores de Luis XIV), un hombre ilustrado que quiso para sus hijos e hijas la misma educación y con los mejores profesores de la época.
Podía haber permanecido en la superficialidad y ociosidad de las aristócratas pero aprovechó con creces vivir durante la Ilustración o Siglo de las Luces. No es casualidad que en 1745 fuese retratada por Marianne Loir llevando en la mano izquierda un instrumento astronómico (la esfera armilar) y en la derecha un compás.
En esta época brillante, donde los hombres más lúcidos predicaban la tolerancia y libertad individual, había quienes defendían la bondad congénita del hombre y otros que creían en su maldad por naturaleza, pero para la mayoría de esas destacadas mentes, con Rousseau al frente, que las mujeres nacían inútiles era algo incuestionable.
Cuando tenía 10 años, Émilie ya había leído a Cicerón y estudiado matemáticas y metafísica. A los 12 hablaba inglés, italiano, español, alemán y traducía a Aristóteles y Virgilio. A los 19 se casó con el Marqués de Châtelet, once años mayor que ella, que le dío libertad para trabajar, seguir con sus estudios y decidir el número de hijos que quería tener. Ambos se la dieron para tener los amantes que desearan, formando un matrimonio abierto en todos los sentidos.
Conoció a Francois Marie Arouet “Voltaire” y comenzó con él una profunda amistad hasta el punto de ofrecerle su Castillo de Cirey cuando el filósofo necesitó refugiarse tras publicar las “Cartas Filosóficas”. A las autoridades les pareció inadmisible no solo que Voltaire defendiera la libertad de pensamiento y expresión, sino que escribiera sobre la obligación que debía tener cualquier gobierno de proporcionar a sus ciudadanos los medios para subsistir dignamente, así como para cultivar la curiosidad intelectual y literaria fuera de la religión.
Émilie y Voltaire estuvieron unidos por intereses comunes y una admiración mutua, tanto cuando la amistad dió paso al amor, como cuando éste acabó. Formaron una pareja que siempre permaneció unida, convirtiendo el Castillo de Cirey en un centro de reunión para intelectuales de toda Europa, rodeados de una biblioteca con más de 20.000 volúmenes y un amplio laboratorio donde realizar su labor científica.
Allí investigaron sobre la energía, su conservación y las propiedades del fuego, llegando a conclusiones obtenidas mediante la reflexión y sin experimento alguno. Por ejemplo: la luz y el calor son causa común para la propagación del fuego y los rayos de distintos colores no proporcionan el mismo grado de calor. Al no llegar a un total acuerdo en las conclusiones, las presentaron por separado a la Academia de las Ciencias Francesas. Émilie obtuvo el segundo premio, convirtiendo su trabajo en la primera obra escrita por una mujer publicada por la Academia. Voltaire quedó tercero.
Escribió “La Institución de la Física”, primer libro de esta disciplina escrito en francés, para instruir a su hijo y a los jóvenes en general. En él divulgó el cálculo diferencial e integral.
Aprendió las teorías de los considerados tres grandes sabios de la época: Descartes, Leibniz y Newton, pero estaba en contra de defender incondicionalmente a cualquiera de ellos porque “nadie tenía razón en todo”. Era común en aquel momento que el que admiraba a uno de los tres, denostaba a los otros dos pero ella prefería estudiarlos y discrepar. Aprendió de Descartes que la ciencia debía basarse en la Metafísica pero criticaba sus remolinos intelectuales y el éter que aplicaba cuando no tenia respuestas. Defendía y admiraba a Newton y Leibniz pero huía de la idea que éstos tenían de Dios como gran relojero del universo o el único que podía recompensar y castigar.
Estuvo al lado, aún a riesgo de ser denostada, del que fue su profesor en la niñez, el filósofo Pierre Louis Maupertuis, ridiculizado por su teoría de que la Tierra se achataba por los polos. Esta teoría sería demostrada con posterioridad.
Fascinada por Newton y el método deductivo, tradujo del latín al francés “Principia”. Hasta entrado el siglo XX, fue la única traducción francesa de la obra más importante del científico británico, convirtiéndose en la responsable de darlo a conocer en la Europa continental. Esta obra continúa reimprimiéndose en la actualidad.
Al quedar embarazada a los 42 años de su último amante, Jean Francois de Saint Lambert, su trabajo sobre Newton se volvió frenético ante el temor de no poder acabarlo. En esa época se consideraba muy difícil que una mujer pudiera tener un hijo a esa edad sin complicaciones. No se equivocaba porque tanto ella como su hija fallecieron tras el parto.
“Madame Newton-Pompon”, como la llamaba cariñosamente Voltaire, fue criticada en vida por no esconder a sus amantes y ridiculizada por dedicarse a la ciencia vestida con seda, “pompones” de plumas y adornada con joyas o baratijas según lo requiriera la ocasión. Tras su muerte quedó borrada de la historia y se le ha llegado a conocer exclusivamente por ser amante de Voltaire, ignorando las contribuiciones científicas que han trascendido hasta hoy.
Olympe de Gouges y Mary Wollstonecraft, consideradas precursoras del feminismo y que vivieron 50 años después que ella, conocieron sin duda la obra de Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil. Tuvieron que saber de la defensa de la pasión (por el conocimiento y en el amor), como motor de la vida, que hace en su única obra no científica, “Discursos sobre la felicidad”, así como de la crítica ante cualquier prejuicio, idea o creencia no basada en verdades científicas, las “únicas demostrables”.