Las trampas poéticas de Bunbury


Por Matías Uribe

   Enrique Bunbury parece haberse apuntado a las teorías conspiranoicas.

    El libro del poeta y experto vallisoletano Fernando del Val recoge más de medio millar de ejemplos de frases o versos ajenos utilizados por Bunbury en 37 canciones. Foto: José Miguel Marco

  Fue Juan Valdivia quien desveló cómo se componían las canciones en Héroes del Silencio: se llevaba una melodía al local de ensayo, por lo general suya, y los demás, Bunbury, sobre todo, aportaban frases para rellenar la melodía con palabras. “Como Radio Futura, que no se entendiera”, apostillaría Valdivia. Así lo detalló el guitarrista y esa, en principio, era la norma no escrita, pero la esencia fue más contundente, más sencilla y real: Juan escribió la música de todas las canciones de Héroes y Bunbury las letras. Punto.

   Únicamente en Olvidado tomaron parte en la letra los entonces tres componentes del grupo, Juan, Pedro y Enrique, planteando la canción como una especie ‘juego de la oca’ en el que cada uno soltaba una frase para un verso y lo que saliera así quedaba, como quedó. Pedro, el hermano de Juan, tendría, en consecuencia, que cobrar royalties cada vez que esa canción se edite, se radie o se cante en público. Si ya asentado el cuarteto definitivo, en 1986, adoptaron el acuerdo de firmar todos el repertorio, aun no participando en él tan apenas Joaquín y Andreu, fue porque tenían un fuerte sentimiento de grupo, de piña, como U2, el cuarteto que entonces les servía de faro en no pocos aspectos, tanto personales como musicales.

     Bunbury había sido un mal estudiante. Expulsado de varios colegios y con plenos absolutos de suspensos en algún curso, no acabó el BUP y, por ende, no llegó a la Universidad. Su formación básica literaria, y más aún la científica, se presupone muy deficiente. No hubo manera de que hiciera carrera, ni inferior ni superior, pese al esfuerzo y preocupación del padre, que no podía ver a sus hijos perdidos en la maraña de los rockeros. Sufrió lo indecible cuando Rafael y Enrique se presentaron al concurso del Ayuntamiento de Zaragoza, en 1982, como Rebel Waltz. Tenían ambos 17 y 15 años, aproximadamente. “¿Y los estudios? Primero que hagan una carrera y después la música”, me comentaba inquieto su progenitor aquel día, ante el escenario, y después por teléfono. “¿Y en el futuro?”, espetaba a mis palabras de paciencia para tranquilizarlo. No hubo nada que hacer: Enrique abandonó los estudios. El padre lo acogió entonces en su empresa de distribución de electrodomésticos, poco menos que como castigo y para vigilar sus pasos. Rafael moría años más tarde, trágicamente asesinado en Salou.

    Encauzado el camino por la música, Bunbury, tras haber formado parte de varios grupos, ya sabía perfectamente que para hacer canciones había que tocar un instrumento, ingeniar una melodía y pergeñar una letra. Para las dos primeras cuestiones, afortunadamente tenía a Valdivia al lado, al que poco menos había suplicado que le dejara tocar en su grupo Zumo de Vidrio, tras su éxito en la Muestra del 86. Con él se sentía musicalmente a cubierto. Él, Bunbury, había tocado la batería y después el bajo; de composición, lo justo o nada. Estaba muy verde. Le quedaba la tercera opción: las letras. Y ahí fue donde se volcó por completo, mirando, en efecto, a Auserón en Radio Futura o a Golpes Bajos, y leyendo poesía y textos rockeros para inspirarse. Obviamente, a continuación, cayeron en Héroes alguna de aquellas frases que leyó y, como decía Valdivia, “que no se entendiesen”, configurando la impenetrable y misteriosa telaraña literaria que, en realidad y en su mayoría, son las letras del cuarteto.

   ¿Cómo demonios nos íbamos a dar cuenta de aquellos injertos, de aquella mímesis goteada de textos, quienes seguíamos los pasos del cuarteto si ni tan siquiera el resto de los componentes del grupo sabían lo que cantaban ni de dónde venían aquellas letras? Ni tampoco los jóvenes fans, y ni tampoco los críticos musicales. No había avezados expertos en poesía y a la vez seguidores del grupo como para detectar las absorciones que tan clarividentemente ahora ha revelado Fernando del Val en su libro El método Bunbury, según ha informado El País. Un trabajo de investigación, a lo que parece y a la espera de que llegue al mercado, absolutamente revelador, fruto de muchos años rumiando versos del cantante y contrastando con una gruesa panoplia de libros, algo solo posible en manos de un experto en el terreno poético como lo es el autor de este trabajo, premio Ojo Crítico de RNE en 2018, y obviamente seguidor de Héroes y de Bunbury. Gran mérito, aun cuando habrá que esperar a que el libro vea la luz pública. Pero, atención, algo importante: no se atisba en absoluto que esté hecho para hacer daño, “para echar paladas de mierda” —como, con su proverbial soberbia ante los medios, cuando el viento no sopla a favor, ha rebatido el mánager—, sino para colocar sobre el tapete público algo que siempre ha estado detrás de un libro, de una obra de teatro, de un cuadro, de una película o de cualquier obra artística: el misterio de la creación.

   Luego que cada cual saque sus conclusiones. Y si alguien realmente se siente herido, que tome las acciones legales que correspondan o no escuche sus discos. En cualquier caso, no parece muy edificante, o, por ser más rotundo, es éticamente inmoral que un creador como Bunbury tome descaradamente, o así se deduce del reportaje de El País, unas palabras o unas frases para uso particular. Y no pocas: Del Val ha columbrado 539 versos en 37 canciones. Escandaloso. ¡Qué menos que citar autorías, señalar fuentes en los créditos, inspiración o reconocimiento público, y a ser posible, pedir los permisos necesarios! Cualquiera que se dedique a enlazar cuatro palabras, por muy llenafolios que sea, sabe lo que cuesta escribir, el sudor que se derrama ante un ordenador para ponerle ruedas a un oficio cada vez más desprestigiado y sin reconocimiento social como es el de periodista o escritor. Hiere mucho, encima, que algo de lo escrito sea utilizado externamente en beneficio propio.

   No se le pueden negar capacidades a Bunbury como gran lector de poesía y de su habilidad para embutir unos versos ajenos en un torrente propio, lo que Del Val denomina literariamente como ‘técnica centón’, pero debería ser consciente de que esta práctica, sin dar referencias, no es de recibo, por decirlo finamente. Ya ha tenido algún tropezón. La justicia, llegado el caso, si es que alguien se siente perjudicado, dirá la última palabra, si bien el asunto es algo más grave, más medular, más preocupante, fuera de la estricta órbita literaria. Se inscribe globalmente en su falta de inspiración musical para dar a luz algunos de sus discos, desde aquel ambicioso y excesivo, pero vacío, El viaje a ninguna parte, a los dos últimos, Expectativas y Posible, ambos absolutamente faltos de creación sonora, sin canciones, sin melodías, parapetados ahora tras una engañosa electrónica y sin una banda inspirada y original como tuvo en El Huracán Ambulante. Me lo confesó una persona muy cercana a él hace años —“está perdido, obsoleto”— y no me lo creía. Oyendo sus dos últimos discos voy a tener que darle la razón. Bunbury camina sin rumbo creativo, sin banda adecuada y sin ideas.

   Quizá lo de menos, aun siendo grave, sean sus descaradas absorciones literarias, sino la pobreza musical en la que ha caído… Despierta, Enrique, despierta, como cantabas tú y antes Miguel Ríos. La creación, lo sabes bien, no es un cómodo colchón de plumas. Quien antes lo ha hecho muy bien lo puede hacer mejor en el futuro.

El blog del autor:  https://www.heraldo.es/noticias/blog/2020/06/23/las-trampas-poeticas-de-bunbury-1381972.html

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