Campos de Aragón


Por Jesús Soria Caro 

      Campos de Aragón, poemario escrito por José Luis Gracia Mosteo, es un diálogo continuo con el tiempo, con el ayer, en las partes finales del libro con la muerte (entendida como esa fuerza indomable del tiempo, del destino, que se lleva el paraíso que fue aquel tiempo anterior de vida en Aragón, en el campo, junto a las personas amadas).

    Hay dos voces: la de la poesía que dialoga con su “interlocutor”: la realidad. La voz de la primera es la de la sabiduría, la de la verdad que queda para siempre dentro de nosotros, es la que conoce todo lo que amamos: el ayer, las personas que estuvieron con nosotros y nos quisieron, la eternidad de la juventud, la calidez de un tiempo más amable, menos cargado de velocidad, odio, ego, ambiciones. La de la realidad es la voz del tiempo que se lleva todo aquello. Creo en la voz de la poesía, desconfío de la voz de lo real, me reafirmo en estos hermosos versos de Gracia Mosteo que me recuerdan aquella máxima de Aristóteles: «la historia cuenta lo que sucedió, la poesía lo que debería haber sucedido». Debería suceder la posibilidad de regreso a aquel tiempo perdido.

     “La ciudad enferma” es un poema que pide volver a aquellos momentos de la infancia, al tiempo antes de llegar a lo que es presente alejado de la naturaleza y de ese pasado de plenitud. Sugiere regresar a esa conciencia de lo eterno que vivía en aquel pasado junto a quienes amamos y ya no están, a ese paraíso perdido que fue, como decía Rilke: la infancia. Tienen gran belleza poética estos versos que te atrapan por la emoción de lo sentido. Quiero que me lleven también allí, mientras tanto me conformo con leerlos:

llévame lejos, memoria amiga,
llévame por la sombría carretera;
llévame a mi barrio y a mi pueblo,
llévame al regato entre la hierba;
llévame a los brazos del silencio,
llévame adonde el agua rumorea;
llévame con el canto de los grillos,
llévame con mi bata a la escuela.
llévame a mi calle y vuélveme niño,
llévame a las viñas y a las huertas. (Gracia Mosteo, 2024: 14)    

 

     “A veces las estrellas” es un canto a lo universos que hay dentro del universo, a las vidas que hay dentro de la vida, a esos microcosmos fascinantes poblados de insectos, de vida que forma parte de otras vidas. Estos seres ínfimos son la mejor metáfora de que cada etapa de nuestra vida es también un universo, una estrella fugaz que desaparece y llega otra constelación. Somos mundos, universos, unos insertados dentro de otros a modo de Mise en abyme, micro-tiempos dentro de nuestro tiempo absoluto. El tiempo del ayer, de la infancia, tiene un carácter legendario; es la arcadia cósmica de quienes fuimos:

Déjame, Muerte, que cuente

cómo el cielo está en la tierra,

cual Manilio que escribió

de la Luna y las estrellas,

que creía inalcanzables

pues solo podía verlas.

Déjame que cante aquí

que andando por las afueras

de la vega del Jalón

alcancé la Vía Láctea

al ver aquellas luciérnagas

centelleando en la hierba

mientras los grillos cantaban

una música de esferas.

II

Déjame que cante hoy

que los grillos son la tierra

que late con su cricrí

y de esa forma recuerda

que entre sus tormos de barro

y en medio de la maleza

viven topos, lagartijas,

caracoles y culebras,

arándanos y lombrices. (Gracia Mosteo, 2024: 19-20).

     Los recuerdos son como la tierra, el poeta hace de ellos una transposición metafórica, mantiene la isotopía de la tierra, la cosecha, la unión con el territorio, para mostrar aquello con lo que su alma está impregnada que es la tierra, Aragón, su pueblo, lo vivido en aquel tiempo:

Ven y conoce la acequia

que a los recuerdos me lleva,

acequia que trae palabras

que la memoria hace tiernas;

acequia de los recuerdos

que los sentimientos riega;

ven y deja que recuerde

al final de la cosecha,

aquel día, mes y año

con las pláticas postreras

de aquella tarde en que un hijo

con su padre se fundiera (Gracia Mosteo, 2024: 25).

      El yo se sabe parte de ese todo, regresará a la tierra de la que procede, será uno junto a ella, esa tierra es la que alberga a los antepasados, en ella quedará quienes fuimos. Es muy hermosa está descripción lírica, merece la pena leer y amar la poesía si te lleva a encontrar estos y otros versos del libro, que son la mejor recompensa para quien así siente la vida desde lo poético:

Llueve despacio y sin ruido

de cristal en la ventana

de tu viejo cuarto azul

en que las horas desgranas,

llueve diciendo que somos

tierra, aire, fuego y agua.

Llueve y el suelo es estanque,

y Dios, un arco y sus gamas,

llueve y llueve sin parar

mientras las nubes te cantan

que tú también eres campo,

y te has de anegar mañana (Gracia Mosteo, 2024: 34).

     Artemisa, que queda retrata con un sublime retrato poético, debe traer la belleza de la vida, el renacer de la naturaleza, su flecha debe ser arrojada contra todo aquello que agrede a lo natural, debe ser arrojada contra la tecnología. La explicación del que aquí escribe se rinde a la fuerza poética que aquí anida:

Oh, Artemisa que en enero

traes tan gratas noticias,

que los campos serán fértiles

si cae nieve y los mima;

Artemisa que igualas

el río con las orillas,

ángel mudo en camisón

que en el aire se desliza,

diosa que tornas lechoso

el paisaje y sus líneas; […]

Artemisa, cual paloma,

ave de nieve y de vida,

que nos anuncias que traes

lo antiguo y la maravilla,

la resurrección del campo,

la fertilidad perdida;

Artemisa de los bosques,

los montes y las colinas,

Artemisa que con tu arco

prados y bestias vigilas…,

cuídalos de la peor,

esa que incendia la vida,

destruyendo el manso campo

con abandono y cerillas;

Artemisa implacable,

de las hermosas rodillas,

flecha a esa bestia insana

llamada tecnología (Gracia Mosteo, 2024: 39-40).

     La vida es una fiesta, así se muestra aquí, en un pueblo de Aragón del pasado que desprende un ritual de vida fiesta y circularidad con los que se fueron similar al que acontece en El hombre tranquilo, película en la que John Ford sabía retratar las costumbres de la taberna, las viejas canciones irlandesas que cantaban la vida de aquellos que marcharon a Australia. Tanto esas canciones del film como este poema, son el eco de la voz de quienes fueron y somos nosotros ahora. Aquí se cuenta la fiesta de los lugares de Aragón, las mazurcas, el baile que nos hace celebrar el eterno retorno de quienes ya se fueron, pero siguen dentro de nuestra tradición. Los astros bailan también, porque el tiempo es circular, eterno, repetimos lo que quienes vengan en el futuro también repetirán:

Mazurca hasta que, cansados,

aplaudan y toquen palmas

por pasar juntos los años

para celebrar que pasan;

mazurca de los días largos,

las aceras solitarias;

mazurca del campo triste

que con el progreso baila

en salones de estragón,

orégano y albahaca;

mazurca de este astro azul

que con la luna la danza

sin música ni sin luces

en la oscuridad sagrada. (Gracia Mosteo, 2024: 50).

 

     El aire, el Dios Eolo, llora por ese mundo natural que está siendo agredido, como también lo están siendo las aves, los animales. Todo esto y los incendios están acabando con aquel paraíso que fue la tierra de nuestra infancia. Esta no debe quedar reducida al desierto del vacío posmoderno, a su fría tecnología, a la muerte de un orden de belleza, luz, donde lo que nos rodeaba era vida, no virtualidad y posverdad:

Cual un vencejo invisible

que, alzando el vuelo, parte,

hacia una estrella sin nombre, […]

Nadie sabe a dónde va,

eso no lo sabe nadie,

es un suspiro del bosque,

que respira sobre el valle.

Antaño fue su resuello,

un resoplido más tarde,

hoy es ahogo, sin duda,

que pregona que ya es tarde:

“Te han abandonado, tierra,

dejando sola y no saben

yermo y fértil distinguir,

la huerta, la era y la calle”.

Eso dice el viejo Eolo

entre abatido exangüe,

regresando a la montaña,

lágrimas negras le caen […]

Llora al ver que el abandono

atrae las tempestades… (Gracia Mosteo, 2024 52-53)

     Este libro conoce los secretos de la vida que fueron trasmitidos por los que nos precedieron: su cercanía al sol, su latido de la tierra, la sangre de los ríos que regaba los campos, al igual que mojaban el alma de quienes la trabajaban, la voz del viento que era la palabra de ese tiempo de amor a la tierra, de esa repetición eterna de los ciclos, pero que también era, sin duda,  la respiración de esos hombres y mujeres que vivieron una vida dura, hermosa, natural, difícil, sin las comodidades actuales, pero que nunca se rindieron:

Vivo en un apartamento

una existencia pequeña,

añorando otros tiempos,

presintiendo las presencias

de mis mayores lejanos

que apacentaron estrellas,

pues cuidaron sus ganados

sin miedo al hielo y las bestias,

con sus mastines feroces

y la memoria y la fuerza

que les dictaba que nunca

te has de rendir a la pena (Gracia Mosteo, 2024: 63).

      “Despertar en la ciudad enferma” de nuevo retoma el vocativo, el diálogo con la muerte, es aquí no el que se realiza con la “muerte” como personificación del final que desde la Edad Media se entiende como la consumación vital, las sombras del final que vienen a por nuestra vida. Aquí, esta “muerte” tiene otro alcance metafórico, el de representar la desaparición de una forma de vida en la que el hombre se sentía cerca de lo natural, era parte de él, se fundía con la tierra, ella le alimentaba, él la cuidaba, era recíproca su correspondencia: el hombre era tierra y la tierra era hombre, el ser humano era vida natural y la naturaleza era parte de la vida del ser humano. Ahora somos la muerte irreal, virtual, la prisa, la velocidad, la pérdida de esas raíces. Gracias, poeta, por contarla y cantarla. Al igual que Delibes preservó en sus novelas ese mundo del hombre del campo que amaba la naturaleza y se fusionaba siendo uno con ella, tu poesía retrata el alma de un paraíso que yo pisé; mi padre amaba sus campos llenos de almendros y viñedos, todavía puedo verme en el cine de la memoria, como espectador y personaje, junto a quien me dio la vida trabajando la tierra. Veo cómo me enseñó la belleza de los almendros en flor. Era, como tú, un hombre sabio que se sentía parte de ese ritual que une la tierra al hombre, porque ambos son los mismo: la vida:

Déjame, Muerte, que vuelva

de regreso a tu lado,

al smog y la ciudad,

pues el campo no es el campo;

déjame con mi angustia,

el covid y el desamparo

al ver el campo desierto,

un edén deshabitado;

Déjame que aquí te cuente

que hoy descansan los arados,

que las acequias se secan,

no hay pastor en los rebaños. (Gracia Mosteo, 2024: 66).

     La poesía de García Mosteo nos cuenta que aquel pasado que habitamos y amamos es eterno, que debemos volver, que siempre estará ese mundo mejor que recordamos en nuestro interior, en el ayer, en la vida más cercana a la naturaleza, a los hombres, a la vida.

 

BIBLIOGRAFÍA:
Gracia Mosteo, José Luis (2024): Campos de Aragón, Olifante, Zaragoza.

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