Por Raimundo M. Soriano
Son las cinco de la tarde y el picador está nervioso ante el inicio de la corrida. Hoy es un día grande, se torea en La Misericordia.
El caballo está a lo suyo: esperando que le pongan el trapo para taparle los ojos. El varilarguero se unta el dedo de saliva y lo desliza en la punta afilada de la garrocha para que haga el efecto en la piel del toro. Es una costumbre o una manía del picador porque lo importante es el acero y no la baba.
La madre del ejecutor de la suerte de varas, todas las tardes que su hijo tiene corrida, reúne en su casa a las vecinas más fieles para rezar un rosario no sea que desde lo alto del jumento tenga un percance y el toro empitone a semejante bulto de grasa y visite al Santísimo sin estar aseado espiritualmente.
Vecina 1ª: “Pero si los picaores no tienen mucho peligro en la faena”.
Madre: “Calla, calla, que un mal día lo tiene cualquiera y siempre hay que estar preparada para una desgracia”.
Vecina 2ª: “Tu hijo es fuerte y ducho en manejar esa vara tan larga”.
Madre: “Bueno, bueno… pero una madre mira los recovecos de la miseria y la tragedia humana”.
Los picadores son callaos o eso es lo que parecen. Nadie les pide su opinión en la corrida. Ellos tienen que joder al toro para que éste no joda al torero. Obedecen de forma parsimoniosa las indicaciones del director de lidia: más fuerte con la puya, más tiempo de castigo, más fino para que no parezca una carnicería, pero siempre atento para aminorar las fuerzas del toro y que llegue un tanto anestesiado a la faena de muleta.
El presidente, mediante un pañuelo blanco, cambia el tercio de varas por el de banderillas. El picador abandona el albero de la misma manera que entró y por la misma puerta. Resopla él y el jumento. Un morlaco menos para la historia. Cuando llega al patio de caballos, desmonta, le quita el trapo de engaño de los ojos y acaricia el morrete del caballo. Si le ha gustado el toro, se va al callejón y observa cómo se desarrolla el resto de faena; si no se fuma un cigarrillo sentado en un poyato de piedra.
El maestro, cuando triunfa y corta las orejas, se da una vuelta triunfal por el coso y recibe los aplausos, los parabienes y algunos obsequios como ramos de flores, sombreros, pañuelos bordados, etc. Que, casi siempre, son devueltos al tendido. El picador difícilmente escolta al diestro en esta lluvia de felicitaciones, cuando la faena de un toro es un acto colectivo. Piensa que él, con su garrocha, se las pone como a Fernando VII y luego, si acaso, en el hotel recibe una pequeña recompensa cariñosa o monetaria.
Por la calle caminan personas de todo pelaje. Unos son altos, otros bajos; unos son gordos, otros delgados; pero todos tienen la característica de las piernas combadas y el andar patizambo. Siempre pienso, cuando los veo, que son picaores que han perdido el caballo. Sobre todos los que son fuertes y acumulan sebo en las costuras.
Madre: “Cuando, cuando, tuve a mi hijo, me quedé muy satisfecha, pero observé que tenía la cabeza muy grande; casi ocupaba el mismo espacio que el resto del cuerpo. Mi vecina y amiga del rosario, afirmó que “era un tanto cabezón, pero mejor así que fuera tonto y entonces no había remedio”. Luego, luego, con el tiempo, el cuerpo del niño fue recobrando la normalidad: la cabeza se estabilizó, el tronco se adecuó al esqueleto y las piernas y los brazos se desarrollaron fuertes como troncos de estufa sin quemar. No, no, no era muy alto, pero siempre llevaba las camisas a explotar y alguna que alza en los zapatos. También cogió la costumbre de ponerse de punteras para las fotografías o aprovechar las escaleras para llegar a las otras cabezas, sobre todo si eran mujeres. Presumía de pecho lobo y de los brazos que eran como mazas; podía hacer tortas de cuatro en cuatro sin ningún problema. Yo, yo le propuse que se ganara algunos duros con los concursos de pulso, que por los pueblos de la sierra abundaban, pero él tenía entre ceja y ceja dedicarse a los toros y en especial a la suerte de varas”.
El picador se entusiasmó por la Historia de España; no obstante, se quedó anclado en la Reconquista de Don Pelayo y en los Reyes Católicos, que para él fueron periodos muy españoles y crean conciencia del español con todas las letras. Nunca votó en las elecciones a distintos parlamentos porque sus opciones políticas no las veía representadas. Quiso montar un partido, pero se acordó de una biografía que había leído de Juan Belmonte; para muchos el mejor torero de la historia de la tauromaquia, bohemio y con acceso a la intelectualidad de la época. Pero esto del mejor torero tiene sus inconvenientes porque las generaciones más recientes no lo han visto torear y siempre rememoran las imágenes que han atisbado sus ojos. Pasa lo mismo con los futbolistas. Lo mejor es hablar de periodos o de épocas. Pero volvamos a Belmonte: resulta que un subalterno suyo se presentó para concejal de su pueblo y los periodistas le preguntaron muy incisivos ellos por este acontecimiento. A lo que el maestro respondió: “DEGENARANDO”. Y esta palabra siempre le bulló como un grillo en la sesera del picaor que perdió el caballo.
Siempre hay un machote que porfía por los demás. Bien sea por ignorancia, por miedo a perder lo poco que tiene o por resolver los problemas de una marera muy sencilla. Hombres de pelo color paja, de pecho lobo, con problemas personales que incendian una región y que nadie les para los pies. Gobernarán el mundo y naciones por un rato, pero dejarán una herencia retrógrada para unas generaciones venideras que pensarán que sus antepasados fueron torpes y egoístas.
Algún entendido dirá que son los tiempos que corren y no dejes de tomarte una caña en la terraza soleada de cualquier plaza. Todos estos hombres son picaores que han perdido el caballo.