Romeo Pescador, el pontificador


Por Carlos Calvo

    Decía Epicuro que con respecto a la muerte mejor no preocuparse, ya que cuando uno está ya no está, y que cuando ella está uno ya no.

 

     No parecía situarse lejos del dicho evangélico de “dejad a los muertos que entierren a los muertos”. O más tarde Spinoza, centrando su preocupación en la vida, diciendo que nada es más ajeno al pensamiento de un hombre libre que pensar en la muerte. En las antípodas de esta despreocupación se encontraba Montaigne, que afirmaba que filosofar es aprender a morir.

   Ya no sabremos qué pensaría Félix Romeo Pescador respecto a Epicuro, Spinoza o Montaigne. Sí que tengo claro que fue un hombre que entendió que entre la vida, la muerte y el amor hay muchos lazos que confluyen en la laboriosidad de facilitar la aceptación de lo dicho en cierto sentido por Heidegger, que somos seres para la muerte. Su último artículo para “Heraldo”, revelador, acababa con el recuerdo de García Lorca, que tanto gustaba a Labordeta: “El otoño vendrá con caracolas…”, y seguía: “Uva de niebla y montes agrupados / pero nadie querrá mirar tus ojos / porque te has muerto para siempre”.

   Félix Romeo fue un escritor temido por sus adversarios e incluso por sus compañeros de capilla. Tenía una agenda enorme, con amigos hasta entre sus principales rivales. Inteligente, culto, inquieto, incansable, irascible, siempre fue amable y seductor con sus amigos, pero implacable e incluso pendenciero con sus enemigos. Adicto a la literatura, al cine, al cómic, al rock, a las granadas, a las piscinas, a los diccionarios, a los viajes, a los chistes, a los pistachos y al regaliz, Romeo se empleaba quince horas al día. Dormía poco y tenía una mala salud de hierro. Y le encantaba el deporte, verlo, con fijación en el waterpolo y el fútbol, sobre todo su Real Zaragoza.

   Sus escritos, a veces certeros y directos, coincidían en la calle y señalaban caminos que se relacionaban con un lector en conflicto. Publicó tres libros –y un cuarto inconcluso-, bastante discutibles para mi gusto, aunque con evidentes aciertos parciales, y destacó, sobremanera, en el articulismo y la crítica literaria, en la que, muchas veces, se mostraba implacable, sin concesiones. La crítica literaria fue quizá su especialidad más constante, y gratuita, pero escribió crónicas de todos los calibres, entrevistas, reportajes, cientos de reseñas para distintas publicaciones. Su prosa corporal y subjetiva, y su gusto por la repetición como nexo estético de su ideario, desemboca en “Dibujos animados”, “Discothèque” y “Amarillo”. Es probable que ninguno de estos títulos llegue a formar parte de ese paraíso artificial que llaman historia de la literatura, le pese a quien le pese. Los maestros antiguos consideraban que en el recurso de la repetición se encontraba la sabiduría, sin saber que era la fuente más sublime del aburrimiento.

    El dolor, como motor de su novelística, lo trabaja, lo piensa y, en el mejor de los casos, lo digiere. Ahora bien: tiene que haber una diferencia entre hacer terapia de grupo y escribir un libro. Si acaso, se puede buscar un lenguaje para ese dolor, aunque conviene evitar el sensacionalismo que convierte el dolor en un mérito. Un libro debe aportar esfuerzo más que dolor, preparar al lector para la vida diaria. No se puede salir de casa sin saber que la vida es dura y requiere, en efecto, esfuerzo: naces blando como un bebé y mueres duro como una piedra. Los libros, los de Romeo o los de los que sean, deberían ayudar a ponerte más piel y más capas.

    Alguna vez confesó Romeo que escribía para ahuyentar el tedio. Por eso, quizá, lo leía todo, lo visionaba todo, lo viajaba todo. Y por eso, tal vez, le gustaba tanto la novela de Melville “Moby Dick”, reflejándose en el ogro cazador de ballenas, aunque no le gustase nada la adaptación para el cine que hiciera Ray Bradbury para John Huston, con un Gregory Peck, decía, que “más que el capitán Acab parecía Abraham Lincoln”. Un culo inquieto, incapaz, en palabras de Julio José Ordovás, “de contener sus emociones y por supuesto de callar sus opiniones”, que defendía sus argumentos de forma vehemente, con tanta euforia que a menudo arrollaba a sus compañeros de fatigas. Yo no sé si era consciente de sus limitaciones, y acaso para compensar su falta de imaginación se refugiaba, con su memoria oceánica, en la exhibición de un conocimiento enciclopédico sobre casi todo el universo cultural, a la manera de un investigador. Y su pasión por los libros era incontenible, desmesurada e inabarcable. Sólo hacía falta mirar su biblioteca privada, una declaración de intenciones acerca de todo lo que su propietario pensaba leer o releer o revisitar en el resto de su vida, muchísimos más libros de los que podría leer a lo largo de su existencia. Almacenar libros es una pasión autobiográfica, la lenta construcción de una abultada crónica de lo que uno ha sido y de lo que uno quería ser. En cierto sentido, una historia intelectual de su curiosidad.

   Tiene razón Sergio del Molino cuando afirma que ha leído algunas caracterizaciones muy cándidas de su persona, escritas por gente que, o bien no le trató, o bien quiere proyectar una imagen falsaria. Y añade al respecto: “Félix era muy buen tipo, eso nadie lo pone en duda, pero su compañía no era calmada, sosegada ni conciliadora. Si algo le caracterizaba por encima de otros rasgos era su capacidad para llevar la contraria, para discutir con pasión cualquier argumento más allá de lo que aconsejan las convenciones sociales”. Al igual que el periodista, mi paternidad me ha alejado de muchas de las cosas y personas que solía frecuentar. Con Romeo tuve serios encontronazos que no vienen al caso, porque esto no es un ring y aquí no hay pelea, sino, acaso, todo lo contrario. Pero sí que prefería la vehemencia a la contención, la variedad a la unidad, la tragicomedia al drama, la erudicción y el recurso de la repetición como bandera del conocimiento.

   Polemista y discutidor, abrumador y acalorado, Romeo sirvió de nexo de unión entre muchas personas. Su discurso verborreico le llevaba a pontificar sobre música electrónica, arte contemporáneo o fútbol, lo que se terciase. Él mismo se forjó una personalidad que huyó de los lugares comunes. A mí me daba la impresión que reunía lo trascendente y cotidiano ante el gozo de escucharse. Buñuel y Sender, por poner dos ejemplos, fueron dos de los autores que más le obsesionaban. Del turolense llegó a decir que “sufría por no saber escribir” y del oscense que sus libros “eran profundamente cinematográficos”, cuando, en realidad, sus universos poco tenían en común y sus relaciones personales fueron agrias, casi nulas, dos aragoneses que Romeo los quiso unir, decididamente, por la fuerza de la territorialidad.

    Si algo no poseía este escritor y traductor del barrio de Las Fuentes era esa inclinación por pasar desapercibido en la sociedad en general, y en la sociedad literaria, en particular. Si el escritor –una plusvalía mental de la que se puede prescindir sin que ocurra ninguna catástrofe- tuviese la soledad, el tedio o el dolor como relativos valores, que tampoco me voy a poner espléndido y decir absolutos valores, debería haber vivido encerrado en un pequeño círculo, tan pequeño que sólo podrían haber estado él y, si lo tuviera, su gato, y éste con dificultad. La mayoría de los escritores actuales no saben vivir sin que el resto de los que llaman conocedores de la literatura los pongan por las nubes de la torre engreída de Babel, de la capital o, peor aún, provincianas. Cuando Romeo ha hablado de esos ciertos valores me viene a la memoria aquella frase de Samuel Johnson: “Sabiamente se alejó del bullicio de la vida lo justo para ser capaz de encontrar el camino de vuelta con facilidad, no fuera que al acabo la soledad se le antojara tediosa”.

    Nunca he entendido el tipo de literatura en la que se movía Romeo con lo que yo llamo su “núcleo duro”. Y éste es otro cantar. Ahora existe una intromisión de lo ensayístico en lo narrativo y es muy difícil que los escritores no sucumban ante las modas como hacen los adolescentes con el acné. Sucede todo en mezcla contínua: imágenes, anécdotas fragmentarias, intromisión de múltiples voces, la ficción convertida en autoficción… Todo esto lo hacía muy bien y con más humor Jardiel Poncela. Pero como esta comunidad es tan desconsiderada con los pobres, sólo se acuerdan de sus compañeros del “núcleo duro” y a los demás a contarlos con los dedos de una oreja. Ya lo decía el hombre de la escena que se consideraba aragonés de mentalidad y castellano de corazón: “Si queréis los mayores elogios, moríos”.

    Ciertas apuestas renovadoras –que no lo son- se basan en aspectos formales y en técnicas más o menos ensayadas desde el Antiguo Testamento. Romper barreras, combinando recursos de distintos géneros –narrativo, ensayístico, autobiográfico y otras variaciones textuales-, es mermelada fabricada y consumida antes de que llegara el estilo indirecto de “Madame Bovary” y el monólogo interior de Joyce. Está claro que Félix Romeo sabía escribir. Incluso dominaba la forma. Su fondo, empero, tiene a menudo la decepcionante profundidad de un charco después de un aguacero. Se diría que está muy lejos de sospechar la hondura del misterio humano que se vislumbra, cuando la libertad descubre el horizonte inquietante de una responsabilidad más allá de la muerte. Sin esa libertad, sin ese misterio y sin esa responsabilidad, no habría Hamlet ni don Quijote, por supuesto, pero tampoco tendríamos la cordialidad maravillosa de Dickens o Saroyan. En consecuencia, y por paradójico que parezca, Romeo y su gente se instalan en una cultura comprometida con la intrascendencia.

    La renovación de la novela no vendrá gracias a nuevas técnicas y un estilo impecable, sino por el pensamiento. Las formas no generan un pensamiento nuevo. La gente lectora apuesta por una narrativa más novelesca que literaria. Escrita más por novelistas que por escritores. Lo que no quiere decir ni mejor ni peor. Les basta el estilo, la ambigüedad, la complejidad de la trama y convirtiendo la ficción en autoficción.

    Sea como fuere, habrá que citar, para terminar, a Salman Rushdie, al que tanto decía admirar Romeo: “Para demostrar que el fundamentalista se equivoca, tenemos que saber primero que se equivoca. Tenemos que estar de acuerdo en qué es lo que importa: besarse en público, los bocadillos de jamón, la divergencia de opiniones, la última moda, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más justa de los recursos mundiales, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor. Ésas serán nuestras armas”. Pues eso.